sábado, 29 de diciembre de 2012

la primera película



Volver a la cueva donde nació, dicen, la imagen. ¿Volver? Nunca estuvimos. ¿Quién, entonces? Volver con el canto la música el cine. Recreación desde el asombro, mirada vírgen. La primera película.

(La música es de Ernst Reijseger, violoncelista y compositor experimental. La película, del gran Werner Herzog: Cave of Forgotten Dreams: más allá del documental sobre las cuevas rupestres de Chauvet, un viaje a los orígenes del arte).

viernes, 21 de diciembre de 2012

regreso al pan desnudo

¿Qué hace que una novela autobiográfica tenga fuerza? ¿Sólo la intensidad de una vida pesa? ¿Y dónde queda el trabajo literario, más allá del contenido de lo narrado, de lo vivido? Tal vez esa fuerza no se limite al contenido, al estilo o a una mirada lúcida, sino que es algo más sutil e inasible. En estos tiempos en que lo autobiográfico, la autoficción y sucesivos desdoblamientos del autor se han sobredimensionado y sobrevalorado tanto, regreso a una novela autobiográfica que me dejó profunda huella en su momento: El pan desnudo, de Mohamed Chukri. No es la narración previsible de un autor literario, de una infancia despierta a la sensibilidad o a la creatividad, de una juventud más o menos transgresora o fértil, de los círculos literarios y el mundo cerrado de la casta de los escritores. No, no es nada de eso, aunque sí que tiene mucho de retrato del artista-granuja adolescente. Está, en ese sentido, emparentado con el impresionante Diario de un ladrón de Jean Genet, a quien Chukri trató en Tánger, aunque tengo la impresión de que el francés era más fabulador que el marroquí.

El pan desnudo es la narración de la vida (o la supervivencia, mejor dicho) de un autor antes de la escritura; antes, incluso, de saber leer. Son los primeros veinte años de una vida quebrada desde el inicio: la extrema pobreza y el hambre, la violencia y crueldad del padre, el erotismo brutal del adolescente, la iniciación al sexo en los burdeles, la prisión, la búsqueda del sustento en la mendicidad y el contrabando. Finalmente, el descubrimiento de un mundo vivo detrás del aparente silencio de esos signos incomprensibles: las palabras. Y el deseo, la necesidad de aprender a leer y a escribir.

“Enfermo, dejé el trabajo. Durante mi convalescencia aprendí a cazar pájaros en el jardín. Improvisé un columpio con una cuerda atada a una higuera. Me sentía a gusto columpiándome. Mi pequeño sexo se erguía con el movimiento. Aprendí a nadar en el estanque que servía para regar el jardín. Me levantaba muy temprano para robar frutas, gallinas y huevos. Conocía perfectamente todos los nidos. Vendía el botín a las tiendas del barrio. Sentía cada día más intensamente el deseo sexual: la gallina, la cabra, la perra, la ternera… eran mis hembras. Tapaba la cabeza de la perra con un tamiz roto, a la ternera la ataba, y en cuanto a la cabra y a la gallina, ¿quién les tiene miedo?
Me dolía el pecho; los mayores a quienes pregunté acerca de ello me dijeron que era por la pubertad. Me dolían los testículos cuando conseguía la erección. La masturbación me parecía normal y cuando lo hacía me imaginaba todos los cuerpos y al eyacular sentía como si tuviera una herida en la verga.”
(p. 25)

Uno de los momentos más luminosos de la novela es la narración de su breve paso por la prisión. Allí, cuando ve a un compañero de celda escribir unos versos en la pared, siente por primera vez el deseo de aprender a leer. Ese pasaje, un diálogo, viene paradójicamente precedido por la intensidad del silencio en la celda:

“Fumábamos en silencio. Sentía calor circulando por mi cuerpo. Fumábamos y tomábamos a tragos el resto del té. Quizá el que la ventanilla estuviera abierta era lo que nos imponía ese silencio. ¿Qué sería de nosotros si estuviéramos condenados a pasar toda la vida en esta celda? Sin duda, representaríamos nuestro papel, nuestros papeles en la vida, de nuestro pasado y de nuestro presente. Acabaríamos esperando el eterno silencio, desapareciendo uno detrás del otro. El más desgraciado sería el último en desaparecer.” (p. 143)

El pan desnudo es, como toda obra literaria digna de serlo, una novela de múltiples lecturas, apreciable desde diversas perspectivas. Lo es, sin duda, desde el punto de vista testimonial, vital, social e incluso político. Testimonio de la extrema miseria, de la humillación y del afán de sobrevivir, así como de un despertar al erotismo y al placer, y también al conocimiento que le llevará, después, a la necesidad de la expresión literaria. Escrita a principios de los setenta del pasado siglo, hay cosas que se cuentan en El pan desnudo que lamentablemente no han cambiado en Marruecos, o que han regresado con el nuevo colonialismo, el turístico. Así, sobre todo, las desigualdades sociales y la extrema pobreza de gran parte de la población, que facilitan, entre otras cosas, el trabajo infantil en condiciones de explotación, el turismo sexual y la prostitución de menores. Con todo, el tiempo en que fue escrita está presente, como cuando se narra la matanza en Tánger que coincidió con las protestas en el día del cuarenta aniversario del protectorado francés sobre Marruecos, con decenas de muertos y desaparecidos. En el origen de las protestas, según uno de los personajes, estuvieron instigadores que trabajaban para el régimen franquista, con el fin de abolir el estatuto de Ciudad Internacional de Tánger y lograr así su incorporación al protectorado español en el Rif.

Mohamed Chukri, nacido en un pueblo del Rif marroquí en 1935 y fallecido en Rabat en 2003, pasó casi toda su vida en Tánger, ciudad fronteriza y de contrastes, ciudad con su época dorada internacional, refugio de escritores pero también ciudad polifacética, luminosa y turbia, sugerente, miserable, esa ciudad donde desde hace décadas los emigrantes africanos se asoman al mirador para imaginar el otro lado. Chukri no aprendió a leer hasta después de los veinte años, y esa primera edad del analfabetismo (que no de la ignorancia) es la que refiere El pan desnudo. Sólo después del tiempo que narra esta novela, Chukri empezó a relacionarse con los escritores refugiados en Tánger, como Paul y Jane Bowles, Tennesee Williams, Truman Capote, Kerouac, Allen Ginsberg, a menudo ajenos a las penurias del Marruecos previo a la independencia, así como a otros más apegados a lo que les rodeaba, como Jean Genet o Juan Goytisolo. Como puede suponerse, El pan desnudo estuvo prohibida durante años en Marruecos y otros países musulmanes, y en general toda la obra de Chukri fue sometida a la censura de Hassan II, así como al rechazo de los islamistas.

Las dos lecturas del libro de Chukri –la primera, de junio de 2001, y la relectura de ahora– son de la edición de Debate (2000). Aunque en los últimos años era difícil de encontrar, ha vuelto a las librerías gracias al buen criterio de Cabaret Voltaire, que edita una nueva traducción de la versión definitiva del libro, a cargo de Rajae Boumediane El Metni, con el nuevo título de El pan a secas (a sugerencia, al parecer, de Juan Goytisolo, por considerar que es más fiel al original). Vale la pena viajar por las páginas de esta novela al Marruecos más amargo, la cara inversa del orientalismo propio de los escritores anglosajones que nunca traspasaron la dura piel de la tierra que pisaban.

Nota: Cabaret Voltaire ha publicado recientemente Paul Bowles, el recluso de Tánger, un relato sin pelos en la lengua sobre el autor de El cielo protector, que desmitifica la época dorada de los escritores malditos en Tánger. Aún no lo he leído, de modo que no sé si está en la línea de otra selección de los escritos autobiográficos de Chukri que sí leí hace años, Jean Genet en Tánger (con prólogo de William Burroughs), suplemento de la revista Debats de diciembre de 1993, y traducido al inglés por el propio Paul Bowles.

lunes, 17 de diciembre de 2012

garabato 25


tratas de alcanzar con la punta de los dedos el agua que reposa en el fondo del vaso _ podrías sencillamente volcar el recipiente pero ya no alcanzarías a tocar el agua que reposa en el fondo del vaso con la punta de tus dedos

lunes, 3 de diciembre de 2012

Laurent Mauvignier, algunas novelas

Hacía tiempo que quería escribir algo aquí sobre Laurent Mauvignier. Desde este lado de los Pirineos, hablar de novela francesa actual lleva a pensar en autores como Houellebecq, Tournier, Echenoz, Modiano, Michon, el nobel Le Clézio y otros que aún desconozco. El hecho de que Mauvignier sea más joven creo que no justifica que aún sea poco conocido entre los lectores en español: es de 1967, el mismo año que Amélie Nothomb…

Así es: aún no ha llegado a nuestra lengua española ninguna novela de Laurent Mauvignier anterior a su obra hasta ahora más valorada, Des Hommes (Hombres, traducida por Antonio-Prometeo Moya para Anagrama, 2011). A Mauvignier empecé a leerlo cuando vivía en Sète, y desde entonces su lectura ha constituido uno de esos momentos de puro entusiasmo, con la añadidura de que se trata de un autor que está en la pleitud de su carrera o acaso un momento antes. Así ocurre en Francia, desde luego, donde es uno de los escritores recientes más valorados por la crítica y por los lectores franceses de literatura no comercial. Para situarlo, aunque sea de forma imprecisa y según los dudosos parámetros de las influencias o las tradiciones literarias, se ha dicho que entabla diálogo con maestros tan diversos como Céline, Beckett o Claude Simon. En muchos sentidos, tiene aspectos que recuerdan a Bernhard, Marguerite Duras, Coetzee, Don DeLillo o Lobo Antunes (cuántas afinidades, conscientes o no, encuentro con este último).

En Mauvignier asistimos a la escritura como respiración, aliento, tentativa de expresar lo inexpresable, escritura poblada por el ritmo y la voz, pero también por lo visual. Es una escritura consciente de buscar la intensidad, la densidad, como un medio, no como un fin (como un medio consciente de ser parte del fin, en cualquier caso).

Y esas voces que pueblan sus novelas son personajes al margen, personajes fuera, obreros sometidos al capricho del mercado o del azar (muchos de ellos están en el lugar y el momento aciagos), mendigos, alcohólicos o personajes de clase media sujetos a la carencia de afectos, personajes sin derechos ni reconocimiento social, despojados incluso de identidad. Así ha sido, al menos, hasta ahora, aunque no tenemos por qué esperar que lo siga siendo necesariamente: en su evolución se percibe una rebeldía que atañe también al propio hecho de escribir y a lo que se espera de uno.

Mauvignier no inventa desde la nada: imagina a partir de la realidad, ya sea de la historia (la guerra de Argelia en Des hommes), del pasado reciente (la tragedia del estadio de Heysel en Dans la foule) o de un suceso de actualidad (la paliza y asesinato de un indigente a manos de los guardias de seguridad de un supermercado en Ce que j’appelle oubli). El suyo es un realismo consciente de serlo, que busca decir lo real y penetrar las problemáticas humanas, pero desde un ángulo que no sacrifique el lenguaje literario. Esto es, sin dejarse llevar por la necesidad de comunicar, consciente de que en el lenguaje bien trabajado, en la palabra precisa y el ritmo hay una fuerza mayor para decir lo que se propone.

Entre los temas más habituales en sus novelas están la soledad, las decisiones vitales que condicionan toda una existencia, la incomunicación, la ceguera de los sentimientos, etc. Aunque no hay una voluntad de reflexionar sobre la violencia, en sus novelas ésta está presente de forma sutil o manifiesta: violencia física, criminal, pero también violencia social. El mismo autor ha manifestado la influencia que han tenido en su escritura películas como Toro salvaje o Taxi Driver, de Martin Scorsese. Por una asociación que puede ser dudosa, ahora pienso además en el Ken Loach de Ladybird, Ladybird o Mi nombre es Joe.

En la primera de sus novelas, Loin d’eux (Lejos de ellos), de 1999 y publicada, como todas, en Les Éditions de Minuit, Mauvignier hace un retrato de la incomunicación entre padres e hijos, del abismo generacional, pero también del silencio y la soledad, y de la realidad impuesta por los padres a los hijos como única vía posible (donde lo demás son “sueños”). La vida de Luc en una pequeña ciudad de provincias, entre ensoñaciones y películas antiguas, es una toma de distancia voluntaria a la realidad que le imponen unos padres con los que apenas logra comunicarse. El silencio y la soledad llevan a Luc a marcharse a París, donde acaba trabajando de camarero en un bar de copas, lejos de sus padres y de su prima Céline, la única que lo comprendía. Aparte del interés que pueda tener lo narrado (y no desvelo más), en esta primera novela ya destaca la manera de contarlo: el dominio de los monólogos interiores, las voces de los seis personajes, cinco que se alternan en forma de fragmentos o secuencias a lo largo de la novela (incluido el propio Luc), más el sexto y final, de Céline. En esas voces ya se percibe una búsqueda del ritmo y de la intensidad en el lenguaje que constituye uno de los aspectos más destacables de Mauvignier.

En Seuls (Solos), de 2004, la soledad viene de un amor callado, ignorado. La novela trata sobre el límite complejo y difuso entre la amistad cómplice y el amor, y sobre la ceguera de los sentimientos. Tras años de ausencia, Pauline vuelve a hospedarse en casa de su amigo Tony, con quien compartió piso en los años de estudiantes, sin darse cuenta de que éste siempre estuvo enamorado de ella. El juego entre amistad cómplice y amor oculto estalla cuando Pauline se reconcilia con su novio, que viene a la ciudad: entonces Tony le contará todo a su padre, con quien mantiene una relación conflictiva, y éste tratará de recurrir a Pauline para localizar al ya perturbado y desaparecido Tony. Lo más interesante es el punto de vista: no hay narrador omnisciente, ni cuentan los protagonistas, sino que son dos personajes periféricos quienes narran, el padre de Tony y el novio de Pauline. Ellos serán testigos de la degradación progresiva de ese joven tímido que nunca supo encontrar las palabras necesarias, o que siempre supo lo inútiles que habrían sido.

Con Des hommes, de 2009 (Hombres, Anagrama, 2011, hasta ahora su única novela traducida en España), Laurent Mauvignier alcanza lo mejor de su escritura, al menos hasta hoy. Aquí se retrata el olvido imposible del horror, el silencio, la imposibilidad de contar y de expresar el dolor. Y, otra vez, la degradación humana, el descenso, aunque en orden inverso: desde el presente hacia el origen de todo. Así, en el cumpleaños de su hermana Solange, Bernard (llamado Feu-de-Bois por su olor corporal), alcohólico, desequilibrado y brutal, escandaliza a todos con un regalo excesivo, fuera de sus posibilidades. Tras ese cumpleaños, en el que Bernard es un convidado incómodo para todos, empezando por su propia hermana, Bernard ataca a la familia de uno de los invitados, un argelino. Ese ataque despierta en Rabut, el narrador, el recuerdo de las atrocidades de la guerra de Argelia, donde ambos, Bernard y Rabut, hicieron el servicio militar en 1961. La novela se organiza como una tragedia clásica, en cuatro partes («après-midi», «soir», «nuit», «matin»), las dos primeras narradas por Rabut como narrador testigo, con Bernard y los acontecimientos en casa de Solange y en la de Chefraoui como eje; y será de nuevo Rabut quien narre la última parte. En la tercera parte, «nuit» (y al final de la segunda), el narrador es difuso, colectivo, un “nosotros” que designa a los propios hombres que viven esos acontecimientos, dado que el propio Rabut aparece como personaje. La estructura es de espiral, se vuelve al inicio (el tiempo presente), pero en el presente ya estaba el pasado, y en la narración del pasado se dan notas desde el presente (la noche en que Rabut no duerme, el recuerdo de la guerra).

Por su escritura y por la intensidad de lo que narra, por lo bien que desarrolla la trama a través de un monólogo interior rico, por la fuerza de sus personajes, Hombres es una obra excelente. Es, además, una novela valiente, la primera en Francia que hace un balance crítico de la actuación de la metrópoli en la guerra argelina. Novela visual (¿cinematográfica?, en todo caso de cine de autor), no decae en un solo momento, sino que, al contrario, da pie a la imaginación y a la reflexión, dejando un poso denso de sensaciones. Salvando las distancias, la experiencia de su lectura recuerda el placer de leer a Lobo Antunes, sobre todo aquellas novelas donde pesa más la huella de la guerra de Angola.

La última de sus obras narrativas hasta la fecha es la brevísima Ce que j’appelle oubli (2011). En ella, el narrador se dirige al hermano de un hombre muerto, un hombre con aspecto de mendigo, y reconstruye la historia: cómo ese hombre entró en un supermercado y bebió una lata de cerveza sin haberla pagado, cómo fue rodeado por los guardias de seguridad, que lo condujeron a un almacén donde le dieron una paliza brutal que acabó con su vida. A partir de un hecho real ocurrido en Lyon en diciembre de 2009, Mauvignier escribe una novela corta o relato extenso implacable, en el que una voz difusa (como en otras novelas suyas, un personaje secundario) reconstruye lo ocurrido y se dirige al hermano menor de la víctima. El texto es al tiempo una denuncia contra esa violencia brutal de los guardias de seguridad, contra la injusticia de una muerte inútil, pero también una reflexión sobre cualquier atentado contra la vida, sea cual sea el motivo por el que se castiga con la muerte (una lata de cerveza o un crimen). Una pequeña gran obra, intensa y de nuevo audaz, que sabe tratar a fondo asuntos éticos y sociales, un latigazo a la conciencia que logra, al tiempo, crear un texto literario de gran fuerza y valor.

En 2012 ha publicado la pieza de teatro Tout mon amour, también en Les Éditions de Minuit. Y aquí acabo este comentario somero sobre algunas de las novelas de Laurent Mauvignier, un escritor que ya es para mí una referencia importante. Para profundizar más, enlazo sus propias palabras en un par de entrevistas recientes: una por escrito, y otra en la radio.

Edito la entrada para añadr que la editorial Pasos Perdidos me ha escrito para informarme de que en noviembre acaban de publicar Aprender a terminar (traducción de Apprendre à finir, Les Éditions de Minuit, 2000), segunda novela de Mauvignier, que recibió los premios Second roman, Weppler y Du livre, y que yo aún no he leído. Una excelente noticia, puesto que a Hombres se suma esta traducción de Santiago Martín Bermúdez: Aprender a terminar, Pasos Perdidos, 2012.