jueves, 30 de enero de 2014

La mala luz, de Carlos Castán

La mala luz
Carlos Castán (1960)
Destino, 2013, 227 p.

De las muchas cosas que me ha dejado esta novela, la primera que me viene a la mente es la imagen de Paul Celan en su último puente, en París. Si pienso en sensaciones, queda ese algo de “telaraña y temblor” que ya no puede ser melancolía, y el gozo de haber acompañado a un personaje narrador intenso e irrepetible. Y preguntas, muchas preguntas que van más allá de la ficción, porque La mala luz –primera novela de Carlos Castán después de varios libros de relatos y una novela breve de la que también dije algo aquí–,  toca allí donde más duele, en la médula de la vida o su contrario, la soledad. Y es que, como escribe Castán (aunque sea para recordarnos algo que ya sabemos),

“En ocasiones así es donde más claramente he llegado a atisbar la radical soledad de un ser humano, de cualquier ser humano, y la imposibilidad de una comunicación real. No hay trasvase de nervios ni de sangre, no hay forma de que ese miedo salga de su jaula. Dos personas pueden incluso estrecharse el uno contra el otro, apretarse con fuerza la mano, pero una no llega a penetrar en el infierno de la otra, ni siquiera a comprenderlo lejanamente. Es imposible. Más allá de una rudimentaria empatía que prácticamente se agota en la certeza de que el otro sufre, así, en abstracto, nada hay que pueda hacerse para conseguir penetrar en el pensamiento ajeno, en el miedo ajeno, y luchar a brazo partido, como muchas veces se quisiera, contra los fantasmas y las tormentas que ahí se acumulan.” (pp. 73-74).

La soledad aquí es doble: la del personaje narrador y la de su amigo Jacobo. La muerte (asesinato) de este último pone en evidencia que

“la muerte es algo que tiene que ver con la ausencia y esa ausencia tiene que ser percibida por alguien. Los que vivimos solos como perros no podemos morir en este sentido porque ya desde antes estábamos muertos de alguna manera. Para morir de verdad es necesario dejar un hueco, el lugar de la mesa donde te sentabas a desayunar con los demás y en el que ahora ya no se pondrá nadie. La muerte es ese trozo de mesa en el que falta una taza de café con leche. Hay que dejar una silla vacía si quieres morir como Dios manda y que alguna vez alguien te recuerde; y, Jacobo, las sillas vacías que tú dejas nadie las ve, están en una casa sola y cerrada. Por eso, quizá, siento que tu muerte me pertenece, que has muerto sólo para mí como, si hubieran sido las cosas al revés, yo habría muerto para ti solo.” (pp. 146-147)

Que haya intriga, incluso un crimen, no convierte a una novela en un thriller ni la encierra en el corsé de los géneros. La mala luz demuestra una vez más que la buena literatura puede jugar con todo, siempre que tenga detrás a alguien capaz de hilvanar ideas, memoria y experiencia mediante una escritura tan sólida y rica como ésta. El argumento se construye a partir de un puñado de elementos: un hombre solo, una amistad interrumpida por un crimen, una mujer, el furor y la muerte. El narrador es un hombre recién separado que se muda de una ciudad pequeña a Zaragoza, donde también se ha mudado recientemente su amigo Jacobo, a quien unen estrechos lazos de complicidad.

La verdadera fuerza de La mala luz, para mí, está en la construcción del relato a través de un lenguaje como una lengua de viento que enreda al lector y lo empuja hacia adelante, en las imágenes que crea y recrea (hay mucha memoria, que sea autobiográfica o en parte inventada tampoco es relevante), en la literatura vivida como parte de la propia biografía, como un posible salto final. Hay un sólido recurso a otras voces, otras historias que son asumidas por el narrador como parte de sí mismo (entre otros, dos autores que también leí con atención, Marguerite Duras y, sobre todo, Paul Celan), y no se percibe como mera referencia cultural: se asume como parte de la propia experiencia del narrador, que el lector hace suya.

A lo largo del intenso monólogo del narrador se suceden piezas diversas que podrían tener unidad dentro del relato principal, pero que no me parecen cuentos independientes hilvanados con un hilo conductor. Son historias dentro de la historia, referencias a la memoria o a la realidad externa o al peso de la literatura en la propia experiencia vital, dotadas de cierta autonomía, y que sobre todo confieren al narrador una complejidad muy atractiva.

La mala luz no habla sólo de la vida de ese narrador sin nombre, del horror ante la muerte del amigo y de la seducción que también a él lo arrastra. Habla de nosotros, de lo que somos; y lo que somos es soledad y necesidad de belleza (precisamente porque estamos solos), necesidad de encontrarnos con nosotros mismos como hace el personaje después de la muerte del amigo, investigando su propia vida hacia atrás. La necesidad del recuento, aunque sea en forma de desencanto –cómo si no–, para seguir.

martes, 28 de enero de 2014

el rabillo del ojo

© Eva Lootz, "Cuadro negro", 1974.



"Lo visible está sembrado de pliegues donde se esconde lo que no tiene nombre.

(…)

Seguir mirando por el rabillo del ojo.

En la periferia del ojo se encienden los fuegos nuevos.

Por las zonas fuera de foco entra lo que no tiene nombre.

En la periferia del ojo hay cuerpos suspendidos que desaparecen si los tratas de enfocar.

En el rabillo del ojo se ve lo que está a punto de aparecer.

En el rabillo del ojo es donde no hay centinelas.

En el rabillo del ojo es donde somos más vulnerables.

Desde el rabillo del ojo se renueva el mundo."



Eva Lootz, Lo visible es un metal inestable (Árdora ediciones, 2007)


jueves, 16 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (2)

© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

 
"mentir para tranquilizarme, decirme por ejemplo que en su juventud había sido enfermera, que había practicado abortos en una clínica, clandestina por supuesto, hasta que decidió establecerse por su cuenta, y yo asentía en silencio, sin mirarla; recuerdo que en ese momento pensé, quizá absurdamente, que si la miraba mucho no podría olvidar su cara, la expresión que tendría mientras me hiciera lo que tenía que hacerme; yo decía que sí a todo con la cabeza, había quedado desarmada por el llanto cuando me había reprendido por haber venido sola, aunque luego se había solucionado todo con un poco más de dinero: aunque no fuese lo habitual, iría a una casa de confianza, donde me cuidarían hasta que fuera necesario; eso sí: no más de una semana; y me pareció razonable, todo me parecía bien, no había nada que objetar a las condiciones, no había otro sitio adonde ir, asentía y evitaba mirarla, así que mientras clavaba mis ojos en los ojillos cristalinos del gato de porcelana o de plástico más próximo, mientras me dejaba hipnotizar por aquella presencia sin hálito, imaginaba que esa figurilla ridícula fundía el espacio de aquella habitación trasera, que bajo su influjo ilusorio todo perdía su apariencia hostil, que incluso la abortadeira, cuya cara cerosa ahora sé que no voy a olvidar en mucho tiempo, que tal vez no olvide jamás, incluso ella era una mano amiga: ¿no había aceptado atenderme a pesar de haber aparecido sin compañía?, ¿no me ofrecía una habitación en esa casa de rehabilitación en la Costa de Caparica?, ¿no me trataba con amabilidad, e incluso con atención afectuosa?, y aunque no llegaba a tanto el engaño, me obstinaba en verlo todo como no era, consciente de que se trataba de un subterfugio, de que esa mano no era amiga, ni enemiga, que era simplemente una mano fría como esa habitación, codiciosa y, así lo esperaba, hábil; hasta que sentí los dedos fríos sobre mi hombro, porque debía de haberme dicho algo que no oí, y lo repitió con aspereza: Que ya puede echarse en la cama con las piernas bien abiertas, y sin moverse, ¿me ha oído?, no se me mueva por nada del mundo"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 93-94.

martes, 14 de enero de 2014

Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza

Nadie me verá llorar (1999)
Cristina Rivera Garza (1964)
Tusquets, 2003, 254 p.

“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”, y aún más, “¿Cómo se convierte uno en una loca?”. Son dos preguntas recurrentes en esta extraña y hermosa novela a la que he llegado como se llega a los mejores libros: un poco por azar, un poco por haber oído o leído el nombre de la autora a escritores cuya opinión tengo en cuenta. Y ha sido un verdadero acierto: ahora sé que volveré a leer a Cristina Rivera Garza. Esta es la segunda novela de esta mexicana ya reconocida, después de la cual ha publicado otras seis. La autora, además de narrativa, escribe poesía y ensayo, y se dedica a la docencia de la escritura creativa en la Universidad de California en San Diego.

Nadie me verá llorar es la loca Matilda Burgos, y es el morfinómano Joaquín Buitrago, que primero fue fotógrafo de prostitutas y ahora lo es de locos en el manicomio mexicano de La Castañeda. Es el México de principios de siglo, de Porfirio Díaz a la Revolución y el fin de ésta. Los temas más evidentes son la locura, la adicción, la muerte. Y la soledad. A través de un narrador en tercera persona –el título, en este sentido, juega al equívoco– vamos descubriendo la historia de Matilda y de Joaquín, los hilos y personajes que unen ambas vidas destinadas al desencuentro. No hay linealidad, y el dominio de la trama mediante los saltos de tiempo es uno de los muchos logros de esta novela.

“Así, la ausencia de Diamantina fue toda suya. Coleccionó sus recuerdos y, uno a uno, los colocó en un lugar recóndito. Después cerró la puerta y puso el candado del silencio. «Nadie me verá llorar. Nunca». Más que el dolor mismo, Matilda temía la compasión ajena. Desde tiempo antes y sin saber, había decidido vivir todas sus pérdidas a solas, sin la intromisión de nadie, a veces ni de sí misma.” (p. 164)

Hay numerosos aspectos destacables en este libro, empezando por el uso del lenguaje, denso y rico en metáforas, bien ritmado, donde se advierte a la poeta que también es Rivera Garza. Por su parte, los propios personajes de Nadie me verá llorar son extremadamente ricos e imprevisibles. No bastan el estigma de la locura o la drogadicción para justificar la ambigüedad y el comportamiento caprichoso de Matilda y Joaquín. Son personajes arcanos, abiertos a la imaginación lectora. Como están abiertas a la imaginación esas fotografías de Joaquín Buitrago, búsqueda de una interioridad en la apariencia: las mujeres de las casas de citas, las locas y, por fin, las ausencias, fotografías de lugares y objetos abandonados por una presencia humana aún latente: un sofá vacío que conserva el pliegue del peso de un cuerpo que ya no está, los columpios recién abandonados en los parques, una taza con la huella del lápiz labial de una mujer.

También destaca el trabajo sobre la realidad, tanto en lo que se refiere a la institución psiquiátrica como a la propia historia mexicana; no en vano la autora es, además, doctora en Historia con una tesis sobre el propio manicomio de La Castañeda y los relatos de los enfermos en él recluidos. Es algo muy patente en los capítulos 3 (donde se reproducen y recrean expedientes de los enfermos) y 8 (donde se reproducen los escritos de Modesta Burgos L., la enferma real a partir de la cual Cristina Rivera Garza construyó el personaje de Matilda). Sin embargo, la historia mexicana no es el centro de la novela y, aunque no se limita a ser un mero escenario –baste con nombrar la presencia de Diamantina y del anarquista Cástulo, ambos comprometidos en la lucha contra la explotación obrera–, sí es cierto que “Matilda Burgos y Joaquín Buitrago se han perdido todas las grandes ocasiones históricas” (p. 211), absortos en sus propios laberintos.

Una novela, pues, intensa y riquísima, construida con los materiales del estudio y del trabajo del lenguaje, que me hace suponer que volveré a disfrutar y aprender (tantas veces es lo mismo) con la lectura de otras obras de esta autora.

lunes, 13 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (1)


© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

"Y aquel piso al que, por un poco más de dinero, me llevaron la semana pasada, al que yo pedí que me llevaran porque estaba sola y no quería recuperarme donde mi madre, en la Cova, yo ignoraba que estuviera en aquellas condiciones ni en un barrio clandestino cerca de la Costa de Caparica, un barrio sin agua corriente ni suministro eléctrico ni recogida de basuras ni nada, como suele pasar con estos barrios que algunos quisieran invisibles, pero que están inevitablemente ahí, y que de nada sirve derribar o desplazar. En aquel piso, acaso de algún familiar de la abortadeira, habían robado la luz de alguna parte, y con ella encendían varias bombillas desnudas en el cabo de cables que colgaban de techos y paredes sin pintar. Allí he pasado estos últimos cinco días, Tiago, en una habitación sin muebles, con dos o tres colchones en el suelo, una vieja estufa que olía a gas, y una ventana que no daba al mar. En ese cuarto vacío he comido, dormido, pasado largas horas sola, con la visita regular de una mujer que debía de vivir en el piso de al lado, una mujer con aire manso y sin dotes ni formación alguna para asistir a enfermos, que se limitaba a suministrar compresas, fármacos, comida y agua en un completo mutismo. No he estado siempre sola, sin embargo, pues cuando pude levantarme y caminar por mi propio pie comencé a pasearme por la casa, a entrar en otras habitaciones semejantes con mujeres en situaciones semejantes a la mía, a veces peores que la mía; y allí estaban esas adolescentes, siempre pálidas y susurrantes; y una mujer de cuarenta y cinco años que no dejaba de sangrar y fumar; y el último día una mozambiqueña a la que tuvieron que llevarse al hospital porque algo había salido mal. Y cómo no va a salir algo mal de vez en cuando, cómo es posible que no salga mal más a menudo, y no porque se haga sin ginecólogo, ni enfermera, sin quirófano, ni ecografía, ni anestesia, sino porque se realiza sin higiene, sin conocimiento, en cualquier habitación más o menos limpia, más o menos oscura, húmeda o fría, con polvorientos animales de plástico o de porcelana que miran con ojos tristes cómo me desnudo de cintura para abajo mientras la abortadeira dice ya verá como no duele tanto, es más lo que se cuenta que"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 49-50.

jueves, 9 de enero de 2014

Everything will be taken away

© Adrian Piper 2009

Nos lo van a quitar todo, escupe él (no lamenta) / Quiénes. / Ellos, los otros. / Todos somos los otros, susurra ella. / Me refiero a esos otros que borran, los borradores de todo. / Qué manía con ver la cosas tan negras, sólo porque estén recortando un puñado de derechos y libertades. / ¿Un puñado? Un puñado es lo que cabe en un puño. / Ya te estás poniendo revolucionario, tú. / La única revolución posible es / ¿Cuál?, interrumpe ella. / Déjalo, puede que tengas razón: lo veo todo como si estuviera emborronado. / Todo está emborronado, cielo. Anda, apaga la luz, no vas a notar la diferencia.