martes, 18 de marzo de 2014

crear un personaje vivo

“(…) no cuento nada de su infancia, nada de su padre, de su madre, de su familia, y su cuerpo, así como su cara, nos resultan completamente desconocidos porque la esencia de su problemática existencial tiene sus raíces en otros temas. Esta ausencia de información no lo hace menos «vivo». Pues crear a un personaje vivo significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial. Lo cual significa: ir hasta el fondo de algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras con las que está hecho. Nada más.”

Milan Kundera, El arte de la novela, Tusquets (1987)


sábado, 8 de marzo de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (3)

© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

"He vuelto a observar a las mujeres perro, para constatar con sorpresa que una de ellas, que se lame el brazo con avidez, me recuerda a Carolina, una de mis compañeras en el piso de la Costa de Caparica; o será que ahora recuerdo a Carolina con la dureza de esos rasgos, a pesar de que la vi por última vez hace dos días: una eternidad. Y tras la cara de Carolina-perro, como si lo estuviera buscando (y acaso así ha sido, aunque no recordaba que también me habías hablado de esas pinturas): la serie sin título que retrata a mujeres tras un aborto clandestino. He tenido que cerrar el volumen, no porque no pudiera soportar las pinturas, sino por lo que esas posturas, esos gestos y esos escenarios me recuerdan, tan próximo y tan lejano ya. Allí estaba otra vez la habitación húmeda de esa casa de Almada, mi esfuerzo por mantener las piernas bien abiertas sobre las sábanas acartonadas como ella me había pedido, casi ordenado, y abajo en la penumbra del suelo junto a la cama esa jofaina lista para recibir el embrión y lo que pudiera salir de mis entrañas."

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 124-125.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Algunos poemas de Antonio Méndez Rubio


En uno de esos raros tiempos de soledad leo en un bar, casi de un tirón, los poemas de Va verdad (Vaso Roto, 2013), de Antonio Méndez Rubio. Había leído antes poemas suyos, recomendados por Blanca, que lee mucha más poesía que yo y siempre me descubre nuevas voces (nuevas para mí, claro). Leer a Méndez Rubio es entrar en un círculo donde la voz se libera de la subjetividad del poeta, poesía de la sorpresa y de la ruptura del lenguaje, de los sentidos abiertos. Es difícil, pero a mí me gusta esta dificultad, aunque me quede a medio camino, incluso si me quedo a las puertas de algo que sólo intuyo, pero que ya despierta un goce por las palabras y los sentidos que alcanzo o le doy. Así me suele pasar con la lectura en general, y más con la poesía. (Y sí, paréntesis: puede que el disfrute de la lectura se acompañe de las circunstancias –porque no es cierto que no importe el lugar donde se lee o las circunstancias en que se hace: el lugar y el momento hacen también al texto–: un bar de vinos en la via Fratelli Bonnet, un vasito de ratafià –el licor más parecido al porto que he encontrado aquí– y Dexter Gordon sonando de fondo). Pero bien pronto he dejado de escuchar la música, creo que ha sido aquí:

III

Por lo demás que no
te alzas de la hendidura
definitiva
haciendo una grieta al futuro
sobre el aire de siempre no es
que no
sea verdad es que no
es ni siquiera posible
decirlo sin pensar, sin
olvidarse de
todo menos de ti.

Ahora, en la tranquilidad de la noche, vuelvo a leer algunos. No me atrevo a comentarlos, me limito a compartirlos:

XXXI

Tal vez. Espera. Escucha
desvanecerse el tema, el miedo.
                                                 Hay
nieve de sobra para estar a solas, juntos,
otra vez. La tierra la sostiene
aunque sólo sea por eso. Nada
se confunde con la ausencia de nada.
Esa alianza, que dimos por perdida,
suena sorprendidamente
perfecta al acogerlo. ¿Lo entendemos?
¿Qué más se puede decir?
¿Se separan las nubes o buscan otras?
Quédate un momento cerca
por si es posible. Daría todo por
oírte oírlas.

XLI

El suelo que era su sitio; por donde andaba sin acabar de erguirse, donde siempre volvía a caer… las cosas, las ramas, las paredes se movían, iban cambiando; y eso, atender a lo que cambia, ver el cambio y ver mientras nos movemos, es el comienzo del mirar de verdad.(M. Zambrano / J. Cage)

Tiempo al tiempo.
Mira: pasan nubes,
a través de su intensidad,
por un azar que aún es su sitio,
su cuerpo. Entretanto
removemos agua
con las manos abiertas o
aprendemos a pensar
más en coger trenes
que en esperarlos. No sabemos.
Haz la prueba. En
una palabra, di: si
no es de eso, ¿de
qué vivimos?

LXVIII

Aunque
no conoces a nadie
ni nadie te conoce en una
tierra como esta tierra despertada
por la fuerza, ¿puedes
(por detrás de esa extrañeza
que te produce la luz)
ver lo que hay dentro,
buscar fuera
de mí?

Antonio Méndez Rubio, Va verdad, Vaso Roto Poesía, 2013.

viernes, 21 de febrero de 2014

arden

© Anselm Kiefer.

Todos los libros que leo arden. Perdidos en algún lugar de mi memoria, nunca completos: quedan apenas virutas incandescentes, a menudo el rescoldo más o menos apagado de lo sentido entonces, rara vez un puñado de palabras. Las palabras son lo primero en arder. Forman con el tiempo una biblioteca calcinada, dentro, una biblioteca espejo de la que finge no conocer aún el fuego. Por eso toda relectura tiene algo de resurrección y de ave fénix. Luego, una vez más, arden.

miércoles, 12 de febrero de 2014

la imposibilidad de escribir

"Una crisis tiene también sus ventajas, eso afirma en cualquier caso la gente que no está pasando por una crisis. La ventaja principal de una crisis, afirman, consiste en llenar de dudas a quien pasa por ella. Por ejemplo: el antiquísimo hecho de que lo que ocurre y se piensa y se siente de modo simultáneo no se puede reproducir de modo simultáneo en la escritura lineal sobre el papel me preocupa tanto, que las dudas sobre mi fidelidad a la realidad en mi trabajo de escribir pueden aumentar hasta convertirse en casi imposibilidad de escribir."

Christa Wolf, La ciudad de Los Ángeles o El abrigo del Dr. Freud, Alianza, 2012.



jueves, 30 de enero de 2014

La mala luz, de Carlos Castán

La mala luz
Carlos Castán (1960)
Destino, 2013, 227 p.

De las muchas cosas que me ha dejado esta novela, la primera que me viene a la mente es la imagen de Paul Celan en su último puente, en París. Si pienso en sensaciones, queda ese algo de “telaraña y temblor” que ya no puede ser melancolía, y el gozo de haber acompañado a un personaje narrador intenso e irrepetible. Y preguntas, muchas preguntas que van más allá de la ficción, porque La mala luz –primera novela de Carlos Castán después de varios libros de relatos y una novela breve de la que también dije algo aquí–,  toca allí donde más duele, en la médula de la vida o su contrario, la soledad. Y es que, como escribe Castán (aunque sea para recordarnos algo que ya sabemos),

“En ocasiones así es donde más claramente he llegado a atisbar la radical soledad de un ser humano, de cualquier ser humano, y la imposibilidad de una comunicación real. No hay trasvase de nervios ni de sangre, no hay forma de que ese miedo salga de su jaula. Dos personas pueden incluso estrecharse el uno contra el otro, apretarse con fuerza la mano, pero una no llega a penetrar en el infierno de la otra, ni siquiera a comprenderlo lejanamente. Es imposible. Más allá de una rudimentaria empatía que prácticamente se agota en la certeza de que el otro sufre, así, en abstracto, nada hay que pueda hacerse para conseguir penetrar en el pensamiento ajeno, en el miedo ajeno, y luchar a brazo partido, como muchas veces se quisiera, contra los fantasmas y las tormentas que ahí se acumulan.” (pp. 73-74).

La soledad aquí es doble: la del personaje narrador y la de su amigo Jacobo. La muerte (asesinato) de este último pone en evidencia que

“la muerte es algo que tiene que ver con la ausencia y esa ausencia tiene que ser percibida por alguien. Los que vivimos solos como perros no podemos morir en este sentido porque ya desde antes estábamos muertos de alguna manera. Para morir de verdad es necesario dejar un hueco, el lugar de la mesa donde te sentabas a desayunar con los demás y en el que ahora ya no se pondrá nadie. La muerte es ese trozo de mesa en el que falta una taza de café con leche. Hay que dejar una silla vacía si quieres morir como Dios manda y que alguna vez alguien te recuerde; y, Jacobo, las sillas vacías que tú dejas nadie las ve, están en una casa sola y cerrada. Por eso, quizá, siento que tu muerte me pertenece, que has muerto sólo para mí como, si hubieran sido las cosas al revés, yo habría muerto para ti solo.” (pp. 146-147)

Que haya intriga, incluso un crimen, no convierte a una novela en un thriller ni la encierra en el corsé de los géneros. La mala luz demuestra una vez más que la buena literatura puede jugar con todo, siempre que tenga detrás a alguien capaz de hilvanar ideas, memoria y experiencia mediante una escritura tan sólida y rica como ésta. El argumento se construye a partir de un puñado de elementos: un hombre solo, una amistad interrumpida por un crimen, una mujer, el furor y la muerte. El narrador es un hombre recién separado que se muda de una ciudad pequeña a Zaragoza, donde también se ha mudado recientemente su amigo Jacobo, a quien unen estrechos lazos de complicidad.

La verdadera fuerza de La mala luz, para mí, está en la construcción del relato a través de un lenguaje como una lengua de viento que enreda al lector y lo empuja hacia adelante, en las imágenes que crea y recrea (hay mucha memoria, que sea autobiográfica o en parte inventada tampoco es relevante), en la literatura vivida como parte de la propia biografía, como un posible salto final. Hay un sólido recurso a otras voces, otras historias que son asumidas por el narrador como parte de sí mismo (entre otros, dos autores que también leí con atención, Marguerite Duras y, sobre todo, Paul Celan), y no se percibe como mera referencia cultural: se asume como parte de la propia experiencia del narrador, que el lector hace suya.

A lo largo del intenso monólogo del narrador se suceden piezas diversas que podrían tener unidad dentro del relato principal, pero que no me parecen cuentos independientes hilvanados con un hilo conductor. Son historias dentro de la historia, referencias a la memoria o a la realidad externa o al peso de la literatura en la propia experiencia vital, dotadas de cierta autonomía, y que sobre todo confieren al narrador una complejidad muy atractiva.

La mala luz no habla sólo de la vida de ese narrador sin nombre, del horror ante la muerte del amigo y de la seducción que también a él lo arrastra. Habla de nosotros, de lo que somos; y lo que somos es soledad y necesidad de belleza (precisamente porque estamos solos), necesidad de encontrarnos con nosotros mismos como hace el personaje después de la muerte del amigo, investigando su propia vida hacia atrás. La necesidad del recuento, aunque sea en forma de desencanto –cómo si no–, para seguir.

martes, 28 de enero de 2014

el rabillo del ojo

© Eva Lootz, "Cuadro negro", 1974.



"Lo visible está sembrado de pliegues donde se esconde lo que no tiene nombre.

(…)

Seguir mirando por el rabillo del ojo.

En la periferia del ojo se encienden los fuegos nuevos.

Por las zonas fuera de foco entra lo que no tiene nombre.

En la periferia del ojo hay cuerpos suspendidos que desaparecen si los tratas de enfocar.

En el rabillo del ojo se ve lo que está a punto de aparecer.

En el rabillo del ojo es donde no hay centinelas.

En el rabillo del ojo es donde somos más vulnerables.

Desde el rabillo del ojo se renueva el mundo."



Eva Lootz, Lo visible es un metal inestable (Árdora ediciones, 2007)


jueves, 16 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (2)

© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

 
"mentir para tranquilizarme, decirme por ejemplo que en su juventud había sido enfermera, que había practicado abortos en una clínica, clandestina por supuesto, hasta que decidió establecerse por su cuenta, y yo asentía en silencio, sin mirarla; recuerdo que en ese momento pensé, quizá absurdamente, que si la miraba mucho no podría olvidar su cara, la expresión que tendría mientras me hiciera lo que tenía que hacerme; yo decía que sí a todo con la cabeza, había quedado desarmada por el llanto cuando me había reprendido por haber venido sola, aunque luego se había solucionado todo con un poco más de dinero: aunque no fuese lo habitual, iría a una casa de confianza, donde me cuidarían hasta que fuera necesario; eso sí: no más de una semana; y me pareció razonable, todo me parecía bien, no había nada que objetar a las condiciones, no había otro sitio adonde ir, asentía y evitaba mirarla, así que mientras clavaba mis ojos en los ojillos cristalinos del gato de porcelana o de plástico más próximo, mientras me dejaba hipnotizar por aquella presencia sin hálito, imaginaba que esa figurilla ridícula fundía el espacio de aquella habitación trasera, que bajo su influjo ilusorio todo perdía su apariencia hostil, que incluso la abortadeira, cuya cara cerosa ahora sé que no voy a olvidar en mucho tiempo, que tal vez no olvide jamás, incluso ella era una mano amiga: ¿no había aceptado atenderme a pesar de haber aparecido sin compañía?, ¿no me ofrecía una habitación en esa casa de rehabilitación en la Costa de Caparica?, ¿no me trataba con amabilidad, e incluso con atención afectuosa?, y aunque no llegaba a tanto el engaño, me obstinaba en verlo todo como no era, consciente de que se trataba de un subterfugio, de que esa mano no era amiga, ni enemiga, que era simplemente una mano fría como esa habitación, codiciosa y, así lo esperaba, hábil; hasta que sentí los dedos fríos sobre mi hombro, porque debía de haberme dicho algo que no oí, y lo repitió con aspereza: Que ya puede echarse en la cama con las piernas bien abiertas, y sin moverse, ¿me ha oído?, no se me mueva por nada del mundo"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 93-94.

martes, 14 de enero de 2014

Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza

Nadie me verá llorar (1999)
Cristina Rivera Garza (1964)
Tusquets, 2003, 254 p.

“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”, y aún más, “¿Cómo se convierte uno en una loca?”. Son dos preguntas recurrentes en esta extraña y hermosa novela a la que he llegado como se llega a los mejores libros: un poco por azar, un poco por haber oído o leído el nombre de la autora a escritores cuya opinión tengo en cuenta. Y ha sido un verdadero acierto: ahora sé que volveré a leer a Cristina Rivera Garza. Esta es la segunda novela de esta mexicana ya reconocida, después de la cual ha publicado otras seis. La autora, además de narrativa, escribe poesía y ensayo, y se dedica a la docencia de la escritura creativa en la Universidad de California en San Diego.

Nadie me verá llorar es la loca Matilda Burgos, y es el morfinómano Joaquín Buitrago, que primero fue fotógrafo de prostitutas y ahora lo es de locos en el manicomio mexicano de La Castañeda. Es el México de principios de siglo, de Porfirio Díaz a la Revolución y el fin de ésta. Los temas más evidentes son la locura, la adicción, la muerte. Y la soledad. A través de un narrador en tercera persona –el título, en este sentido, juega al equívoco– vamos descubriendo la historia de Matilda y de Joaquín, los hilos y personajes que unen ambas vidas destinadas al desencuentro. No hay linealidad, y el dominio de la trama mediante los saltos de tiempo es uno de los muchos logros de esta novela.

“Así, la ausencia de Diamantina fue toda suya. Coleccionó sus recuerdos y, uno a uno, los colocó en un lugar recóndito. Después cerró la puerta y puso el candado del silencio. «Nadie me verá llorar. Nunca». Más que el dolor mismo, Matilda temía la compasión ajena. Desde tiempo antes y sin saber, había decidido vivir todas sus pérdidas a solas, sin la intromisión de nadie, a veces ni de sí misma.” (p. 164)

Hay numerosos aspectos destacables en este libro, empezando por el uso del lenguaje, denso y rico en metáforas, bien ritmado, donde se advierte a la poeta que también es Rivera Garza. Por su parte, los propios personajes de Nadie me verá llorar son extremadamente ricos e imprevisibles. No bastan el estigma de la locura o la drogadicción para justificar la ambigüedad y el comportamiento caprichoso de Matilda y Joaquín. Son personajes arcanos, abiertos a la imaginación lectora. Como están abiertas a la imaginación esas fotografías de Joaquín Buitrago, búsqueda de una interioridad en la apariencia: las mujeres de las casas de citas, las locas y, por fin, las ausencias, fotografías de lugares y objetos abandonados por una presencia humana aún latente: un sofá vacío que conserva el pliegue del peso de un cuerpo que ya no está, los columpios recién abandonados en los parques, una taza con la huella del lápiz labial de una mujer.

También destaca el trabajo sobre la realidad, tanto en lo que se refiere a la institución psiquiátrica como a la propia historia mexicana; no en vano la autora es, además, doctora en Historia con una tesis sobre el propio manicomio de La Castañeda y los relatos de los enfermos en él recluidos. Es algo muy patente en los capítulos 3 (donde se reproducen y recrean expedientes de los enfermos) y 8 (donde se reproducen los escritos de Modesta Burgos L., la enferma real a partir de la cual Cristina Rivera Garza construyó el personaje de Matilda). Sin embargo, la historia mexicana no es el centro de la novela y, aunque no se limita a ser un mero escenario –baste con nombrar la presencia de Diamantina y del anarquista Cástulo, ambos comprometidos en la lucha contra la explotación obrera–, sí es cierto que “Matilda Burgos y Joaquín Buitrago se han perdido todas las grandes ocasiones históricas” (p. 211), absortos en sus propios laberintos.

Una novela, pues, intensa y riquísima, construida con los materiales del estudio y del trabajo del lenguaje, que me hace suponer que volveré a disfrutar y aprender (tantas veces es lo mismo) con la lectura de otras obras de esta autora.

lunes, 13 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (1)


© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

"Y aquel piso al que, por un poco más de dinero, me llevaron la semana pasada, al que yo pedí que me llevaran porque estaba sola y no quería recuperarme donde mi madre, en la Cova, yo ignoraba que estuviera en aquellas condiciones ni en un barrio clandestino cerca de la Costa de Caparica, un barrio sin agua corriente ni suministro eléctrico ni recogida de basuras ni nada, como suele pasar con estos barrios que algunos quisieran invisibles, pero que están inevitablemente ahí, y que de nada sirve derribar o desplazar. En aquel piso, acaso de algún familiar de la abortadeira, habían robado la luz de alguna parte, y con ella encendían varias bombillas desnudas en el cabo de cables que colgaban de techos y paredes sin pintar. Allí he pasado estos últimos cinco días, Tiago, en una habitación sin muebles, con dos o tres colchones en el suelo, una vieja estufa que olía a gas, y una ventana que no daba al mar. En ese cuarto vacío he comido, dormido, pasado largas horas sola, con la visita regular de una mujer que debía de vivir en el piso de al lado, una mujer con aire manso y sin dotes ni formación alguna para asistir a enfermos, que se limitaba a suministrar compresas, fármacos, comida y agua en un completo mutismo. No he estado siempre sola, sin embargo, pues cuando pude levantarme y caminar por mi propio pie comencé a pasearme por la casa, a entrar en otras habitaciones semejantes con mujeres en situaciones semejantes a la mía, a veces peores que la mía; y allí estaban esas adolescentes, siempre pálidas y susurrantes; y una mujer de cuarenta y cinco años que no dejaba de sangrar y fumar; y el último día una mozambiqueña a la que tuvieron que llevarse al hospital porque algo había salido mal. Y cómo no va a salir algo mal de vez en cuando, cómo es posible que no salga mal más a menudo, y no porque se haga sin ginecólogo, ni enfermera, sin quirófano, ni ecografía, ni anestesia, sino porque se realiza sin higiene, sin conocimiento, en cualquier habitación más o menos limpia, más o menos oscura, húmeda o fría, con polvorientos animales de plástico o de porcelana que miran con ojos tristes cómo me desnudo de cintura para abajo mientras la abortadeira dice ya verá como no duele tanto, es más lo que se cuenta que"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 49-50.

jueves, 9 de enero de 2014

Everything will be taken away

© Adrian Piper 2009

Nos lo van a quitar todo, escupe él (no lamenta) / Quiénes. / Ellos, los otros. / Todos somos los otros, susurra ella. / Me refiero a esos otros que borran, los borradores de todo. / Qué manía con ver la cosas tan negras, sólo porque estén recortando un puñado de derechos y libertades. / ¿Un puñado? Un puñado es lo que cabe en un puño. / Ya te estás poniendo revolucionario, tú. / La única revolución posible es / ¿Cuál?, interrumpe ella. / Déjalo, puede que tengas razón: lo veo todo como si estuviera emborronado. / Todo está emborronado, cielo. Anda, apaga la luz, no vas a notar la diferencia.

lunes, 16 de diciembre de 2013

La habitación oscura, de Isaac Rosa

La habitación oscura (2013)
Isaac Rosa (1974)
Seix Barral, 2013, 248 p.

Por azar (¿sólo por azar?), esta novela guarda una relación con Los pichiciegos, de Fogwill, el último libro sobre el que escribí en esta bitácora (que espero pueda seguir manteniendo a flote). En ambas está el agujero, el refugio que se opone a la realidad de afuera. Cierto, en la de Isaac Rosa el mundo exterior no está bajo los efectos de una guerra convencional, aunque en cierto modo sí encontramos otro conflicto, y ruina. Pero no voy a establecer más parangones, porque quiero decir algunas cosas sobre La habitación oscura.

¿Qué es esa habitación oscura? Es metáfora, claro, pero es ante todo un sótano de un local, cegado, donde un grupo de personas de ambos sexos se reúnen durante quince años, donde se tocan, se evitan, buscan estar solos o, como al principio sobre todo, donde los cuerpos se encuentran a ciegas y se acarician, se lamen, penetran y son penetrados. La novela comienza el último día de existencia de esa habitación oscura, y va narrando la diversidad de sus funciones, la evolución de las propias personas que la fundaron y frecuentaron. Pero al hacerlo narra también nuestro tiempo: los años de economía hinchada y nuevorriquismo, la llegada de la crisis y los consiguientes fraudes, recortes y explotaciones realizados en su nombre. En la habitación los personajes van abandonando el cuerpo, objetivo primero, y se van encontrando con la realidad de afuera, comprenden pero también se dejan manipular, como lo habían (lo habíamos) hecho toda la vida al dejarse (dejarnos) llevar por la corriente. Cambian, mudan de piel:

“(…) ya no éramos aquellos, fueron otros los que se besaron y masturbaron y penetraron y de los que todavía quedaba un olor acre en el aire, aquellos que un día fuimos y de los que nos habíamos desprendido como animales que al crecer cambian la piel y dejan tras de sí una vaina retorcida que al pisarla se deshace, crujiente: nuestras cortezas huecas quedaron aquí dentro, dispersas por el suelo, abandonadas en abrazos y cópulas inmóviles como ceniza pompeyana.” (p. 82)

Y la novela también va mudando de piel. Lo que empieza como un juego de grupo se transforma en refugio, lugar para escapar del estrés, del asco, de la ruina que poco a poco va dominando lo de afuera. Algunos abandonan, otros regresan pero con otras intenciones, más políticas. Ahí empieza la parte más intrigante de la novela, lograda como gancho eficaz aunque sin mantener el mismo nivel literario: contraespionaje antisistema que se vuelve contra el propio grupo, contra la habitación oscura, en una realidad en la que nadie se escapa de ser espiado y controlado:

“Y ahora pensamos que, de la misma forma que aquella tarde fuimos grabados por el ordenador mientras Silvia nos enseñaba los vídeos en la habitación oscura, quién sabe si también nos grabó anteayer, mientras Jesús nos mostraba este mismo vídeo, como en un bucle infinito, una sucesión de espejos que se reflejan a sí mismos: grabarnos mientras vemos el vídeo en el que descubrimos que nos estaba grabando mientras veíamos un vídeo.” (p. 246)

El manejo del punto de vista y del narrador es excelente en La habitación oscura. El personaje central es la propia habitación, los demás son en cierto modo extremidades de la misma, personajes esbozados aunque con nombre, a los que el narrador se dirige en segunda persona, y muy a menudo en primera de plural: un nosotros que nos incluye como lectores. De hecho, me parece evidente que ese nosotros también va dirigido (no en exclusiva, claro) a lectores de entre veinticinco y cincuenta años, que viven la crisis en primera línea, que conocen lo que hubo antes y barruntan lo que vendrá después. No por casualidad el departamento de promoción de Seix Barral ha colocado una faja con la frase “La novela de tu generación”.

El mérito mayor de la novela, o, cabría decir, de las novelas de Isaac Rosa que he leído (desde El vano ayer a ésta) es el de saber conjugar con éxito una mirada analítica y crítica sobre la realidad con la construcción de un discurso literario sólido, despojado de esquematismos y simplismos. En algún momento he tenido la tentación de establecer nexos entre las últimas novelas de Isaac Rosa y algunas novelas de Saramago, pero quizá sean más las diferencias que las similitudes.

La novela, con todo, puede resultar reiterativa en algunos momentos, aunque eso no llega a perjudicar al conjunto. Me parece más lograda que La mano invisible (2011), en cuya primera mitad estuve a punto de abandonar (afortunadamente no lo hice), y también mejor escrita que El país del miedo (2008), pero yo sigo prefiriendo El vano ayer (2004), que aún considero una novela redonda. En La habitación oscura encontramos un discurso político consciente que el autor levanta con herramientas literarias sólidas, que la convierten en una de las novelas más logradas y sugerentes sobre este presente de crisis y fraudes.

viernes, 29 de noviembre de 2013

a(/des)plazamiento

Es algo diferente del bloqueo. Está el presente, la novela que por fin ha visto la luz, y la otra, la que sigue parada y hunde sus uñas en cualquier parte, en algún lugar adentro que no es cuerpo ni mente, adentro. Otro aplazamiento. Ahora, es culpa del cambio (siempre hay algo que tiene la culpa: el trabajo antes, los niños casi siempre, o Roma). Porque Roma bulle afuera, bajo el Gianicolo (la colina de Jano, claro). Escapo a descubrirla algunas mañanas. Ayer Mario correteaba por las salas del Palazzo delle Sposizioni mientras yo miraba una muestra de fotografías de Roberto Nistri titulada "Nel selvaggio mondo degli scrittori": escritores italianos de hoy, algunos de ellos bestsellers, retratados "en su habitat natural". Esa sensación de vacío, de que todo es pose, y de que eso tampoco tiene importancia. Ninguna importancia. Imagino esa misma sala, con Mario corriendo y rompiendo su risa contra las bóvedas blancas, sin nadie más. Ni siquiera esas caras planas. Ni siquiera yo, sólo ojos mirando a mi hijo que corre y ríe hasta detenerse, para mirar a su alrededor, buscando, llamándome. Y yo ya no estaba. Yo era la única fotografía de la sala. Y estaba de espaldas a todo.

© Keiko Miyamori.

lunes, 21 de octubre de 2013

amoR


La lozana andaluza tenía como soporte ese palíndromo clásico. Su relectura, junto con la de la Celestina, el Lazarillo y otras obras de los siglos de oro, me ayudó en la escritura de la parte de Inês do Carmo en mi novela Dos olas. Ahora, después de tres largos años de espera, ha llegado por fin la edición de mi novela y su promoción. Me llegan a través de internet las primeras impresiones de su lectura, y es extraño: todo esto sucede a mil y pico kilómetros de distancia. Pero lo más extraño es, después de dos meses aquí, que todavía me sorprenda de estar viviendo en Roma.

En los últimos dos meses la vida del autor de este blog ha cambiado de golpe. Meses sin escribir ni una línea, sin apenas reposo ni tiempo para leer. Ni un minuto para tratar de compartir lo sentido con esas escasas lecturas. Necesitaría una vida gemela para tratar de escribir algo sobre libros tan intensos y valiosos como La hora violeta, de Sergio del Molino; Por si se va la luz, de Lara Moreno; Coetzee, César Aira, la Vita di Pasolini de Enzo Siciliano (inevitablemente, empiezo a italianizar mis lecturas).

Meses de cambios intensos, sí, que todavía no acaban. Mudanza en el sentido completo: de lugar, de objetos y gentes, de lengua, de país. También ser padre en otro país cansa. Acostumbrarse a otros ritmos, a otro elemento. Despacio. Hay tiempo. Roma es tiempo.

lunes, 24 de junio de 2013

Los pichiciegos, de Fogwill

Los pichiciegos (1983)
Fogwill (Rodolfo) (1941-2010)
Periférica, 2010, 215 p.

Tantas veces, uno desearía no estar allí donde se nos obliga a estar, poder cavar un agujero donde escondernos y negar que eso que se nos impone es real. Cuánto más en una guerra, más aún en una en la que la derrota es segura. En la primera novela de Fogwill, escrita de forma simultánea a la guerra de las Malvinas, se muestra la vida y desventuras de una veintena de desertores argentinos que han cavado un refugio secreto, que llaman la Pichicera, en el que sobreviven mediante rapiñas y trapicheos con ambos bandos. Allí los pichis crean sus propias reglas, aunque son cuatro de los fundadores, los Reyes Magos, quienes organizan y adoptan las decisiones importantes. Ese agujero, sin embargo, no es un hueco capaz de aislarlos de la realidad: la sustituye sólo en parte, creando una nueva donde se pierde en lo material, y se engaña la libertad (no hay oficiales ni vida cuartelera, pero igualmente se constriñe el espacio de libertad con nuevas reglas y condicionantes, como el de no poder salir sino de noche).

La novela tiene varios puntos de interés, el principal a mi juicio es la forma en que se narra y se dosifica la información: primero no se sabe muy bien qué está ocurriendo, quiénes son esos hombres que pasan frío y sufren carencias de todo tipo, después vamos descubriendo el porqué de sus penurias y rutinas, su forma de ver la vida desde ahí abajo. Hay alternancia de un narrador en tercera persona, omnisciente, y Quiquito, un pichiciego que anota y graba. El diálogo es una de las formas más frecuentes de narrar esta historia, diálogos impregnados del habla argentina popular. Al fin y al cabo, los pichis no son sino jóvenes de provincias, adolescentes algunos, hijos de obreros arrastrados a la guerra por la dictadura argentina para defender las islas de la invasión británica.

Los pichiciegos es un retrato feroz de la guerra a través de una situación que roza el absurdo, y que no se asienta ni en el realismo político ni en un antimilitarismo manifiesto. Está más cerca del teatro del absurdo que de la novela social, y no extraña que se halla dramatizado varias veces: ahí pesa la fuerza de los diálogos y del escenario cerrado, los ruidos de la guerra afuera, tan cerca.

Cierro con un apunte personal. Aún no sé por qué siento tanta fascinación, en literatura pero también fuera de ella, por los lugares subterráneos, las galerías, toperas y pasadizos. En mi primera novela, Estragos, constituían un elemento fundamental: era lugar de conocimiento para Alicia y Ángel. No dejan de interesarme. Tiene que ver con la luz (como ausencia y promesa), pero también con la apariencia de aislamiento, que nunca se alcanza.

miércoles, 12 de junio de 2013

ser y representar


Que yo recuerde, suelo preferir el libro a la película. No sólo por la libertad de composición imaginaria de espacios y fisonomías, sino porque el lenguaje del cine es mucho más limitado para entrar en digresiones narrativas que son fundamentales para dar fondo y peso a la trama y a la acción de los personajes. También me pasó con La insoportable levedad del ser. Hace unos años leí mucho a Kundera, que ha sido una referencia importante no ya para mi escritura (de eso no siempre soy consciente, lastres del improvisador), sino para mi forma de ver la vida. La novela es mejor que la película, no hay más que decir. No tengo intención de escribir sobre ambas. Esto es sólo un brevísimo apunte. Lo que vengo a decir es que, incluso cuando se trata de poner cara, expresión y emoción a los personajes, la novela es superior. Solo que en la película está Juliette Binoche. Ahora ya, incluso en la relectura, Tereza será siempre ella.

jueves, 6 de junio de 2013

Infidèles, de Abdellah Taïa

Infidèles
Abdellah Taïa (1973)
Seuil, 2012, 188 p.

Podría ser tentadora la comparación de Abdellah Taïa con Mohamed Chukri, de quien también he escrito algo en este blog. No digo que no sea pertinente establecer nexos y puentes, siempre que no se caiga en la idea reduccionista de endosarle a Taïa, por haber llegado después y seguir vivo, la etiqueta de “nuevo Chukri”. Ambos son marroquíes y trasgresores, ambos atienden a la marginalidad y moldean su literatura a partir de los materiales que les proporciona su propia experiencia. Si en Chukri la crudeza y la pobreza son más evidentes, en Taïa cobra más fuerza la denuncia del régimen alauí, la desigualdad, la sumisión, el machismo y la homofobia. Sin embargo, en el segundo la biografía no pesa tanto, está al servicio de la ficción, y cada vez más. Es la materia prima a partir de la cual novelar. No se trata de decantarse por uno u otro, pero creo que ese es uno de los varios aspectos que diferencian a dos autores que vale la pena leer. Pero aquí voy a hablar de Abdellah Taïa. (Nota: Aunque en las traducciones al español se escribe Abdelá Taia, prefiero respetar la forma en que él firma sus obras en la lengua en que las escribe, el francés.)

Afincado en París desde 1999, Abdellah Taïa salió del anonimato al ser el primer personaje público marroquí en reconocer su homosexualidad, en la revista Tel Quel en 2006. Escritor en lengua francesa (mientras que Chukri escribió siempre en árabe, y con frecuencia en dialectal marroquí), de su obra destacan Mon Maroc (2000) (traducido por Lydia Vázquez Jiménez para Cabaret Voltaire), L’armée du salut (2006), Une mélancolie arabe (2008) o Le jour du roi (2010) (las tres traducidas por Gerardo Markuleta para la editorial Alberdania).

Con Abdellah Taïa me ocurre algo no poco frecuente: que me interesa mucho lo que cuenta, su mundo íntimo, su visión de Marruecos, aunque no siempre me convence la forma en que lo hace. Hay un despojo del lenguaje, una tendencia a la máxima simplicidad, la frase cortísima, el párrafo de pocas líneas o una sola, una desnudez explícita y reiterativa, un estilo inmutable que no siempre hace honor a lo narrado. Es un tono que podría recordar a Marguerite Duras si lograra tan a menudo la intensidad de las imágenes y sensaciones que creaba ella. Por supuesto que hay intensidad en el autor marroquí, pero no tanto por el uso del lenguaje (aunque a veces también), como, una vez más, por lo que se está narrando.

En sus últimas dos novelas, Taïa va despojándose de su propia biografía para crear ficciones en las que la experiencia está al servicio de personajes autónomos. En Le jour du roi (2010), Omar, adolescente pobre de Salé, narra cómo se siente traicionado cuando su mejor amigo, el rico Khalid, le oculta que ha sido el elegido para besar la mano de Hassan II en su visita a la ciudad. Entre la ensoñación y la rabia, Omar se dejará llevar por la envidia. La novela se asienta sobre el tema de la desigualdad entre pobres y ricos en Marruecos, y trata la sumisión, los celos y, particularmente, el poder divino, temible y omnímodo de Hassan II en sus años de plomo (está ambientada en 1987). Quizá su mayor logro sea el uso de la parodia para tratar el tema de la desigualdad bajo la monarquía sagrada marroquí, así como la denuncia de las desigualdades mediante la caracterización de los personajes de la criada Hadda (un retrato excelente de la servidumbre) y del contradictorio Khalid.

En la última hasta ahora, Infidèles (2012), Taïa introduce mayor complejidad estructural, puesto que se sirve de varios narradores. En ella está la vida de la prostituta Slima y su hijo Jallal, que descubren a Marilyn Monroe en River of No Return, la película de Otto Preminger, y la convierten en su diosa protectora. Madre e hijo simpatizan con un soldado anónimo, uno de tantos clientes, que tras su marcha a la guerra del Sáhara es borrado, acusado de traición. También Slima es acusada de traición, encarcelada y torturada sistemáticamente. Su vida queda rota para siempre y se refugia en una fe íntima, alejada de los dogmas del islam. También el islam acaba siendo el último refugio al que es arrastrado Jallal, en su caso por amor a un islamista manipulador. Por la novela transitan personajes tan memorables como, además de Slima y Jallal, el islamista Mathis-Mahmoud, o la vieja celestina Saâdia:

“Le monde m’a toujours donné une autre image de moi-même. Je suis perverse. La vieille perverse dont tout le monde a besoin. Un peu sorcière. Un peu médecin. Un peu pute. La spécialiste du sexe.” (28)

La visión que ofrece Taïa de la historia marroquí, además de ir a contracorriente de la versión oficial, tiene una aparente frescura que apenas logra esconder su ácida crítica. Como, por ejemplo, el tema tabú del Sáhara:

“C’était le milieu des années 80.
Le Maroc avait soudain besoin de plus de soldats. On les formait à Salé, à Kenitra, à Meknès, et on les expédiait au sud, dans le Sahara, défendre un désert soudain devenu un territoire national, une cause sacrée. Un tabou. Un mystère. Une fiction. De la science-fiction.”
(60)

Con todo, el peso de Infidèles recae en Jallal, niño y adolescente, siempre inmaduro y soñador. Acaso todavía demasiado parecido al personaje que el autor ha creado de sí mismo:

“Quelque chose arrive. Je le vois. J’y suis.
J’avais changé de réalité, j’étais entré pour de vrai dans la fiction, j’avais traversé la frontière. Pris d’autres couleurs.
Le temps s’est arrêté.
J’étais dans le vrai.
Dans le chant.
Sur un arbre.”
(75)

jueves, 30 de mayo de 2013

volver a Paris, Texas


Buscar. Regresar. La historia de Travis, Hunter y Jane. Volver a ver esta película como si fuera la primera vez. No por haber olvidado: porque la mirada es nueva ahora. La historia de Sam Shepard no sería gran cosa sin las imágenes de Wim Wenders y la guitarra de Ry Cooder, esos paisajes para una desolación. Buscar y encontrar. Regresar a donde no hay posible retorno. No necesitaba tener hijos para entender, pero ahora entiendo de otra manera la película. Entiendo a Travis. Pero entiendo más a Jane.

viernes, 24 de mayo de 2013

Wayne Shorter, uno de los últimos



Qué pocos quedan que puedan ser llamados grandes. En el jazz, y en cualquier faceta creativa, incluida la literatura. Se han acabado los tiempos de las grandes figuras creadoras. A quienes se llama grandes, ahora, son a los que saben venderse mejor. No se trata de nostalgias, creo que hemos ganado mucho (en música, literatura, arte) en diversidad y cantidad: se ha desacralizado la figura del creador y proliferan voces y miradas que mantienen un alto nivel de exigencia creativa, tantas que es imposible abarcarlas. Algunas podrían haber obtenido mayor reconocimiento en otro tiempo. Ya no. No es peor ni mejor, sencillamente es de otra manera. Pero, como siempre, divago: yo estaba pensando en Wayne Shorter, uno de los últimos grandes, que he tenido la suerte de escuchar dos veces en directo.

A quien le interese, conviene ver este vídeo.

jueves, 16 de mayo de 2013

Quotidiano, de Nuno Júdice

Quotidiano (Reflexão)

Por exemplo, as coisas que faltam neste lugar: 

uma enxada para que as mãos não toquem na terra, 

um ninho de pardais no canto da relha, 

para que um ruído de asas se possa abrigar, 

um pedaço de verde no monte que ainda vejo,

por detrás dos prédios que invadem tudo. 



Mas se estas coisas estivessem aqui, 

também faria falta um copo de água para ver,

através do vidro, um horizonte desfocado; 

e ainda os restos de madeira com que, 

no inverno, é costume atiçar o fogo 

e a imaginação que ele consome.



Como se tudo estivesse no lugar, 

pronto para ser usado na data prevista, 

sento-me à janela, e fixo a única coisa 

que não se move:

o gato, hipnotizado por um olhar 

que só ele pressente. 



Nuno Júdice, Meditação sobre Ruínas (1995)



Aunque muchos lo podrán entender sin la traducción, improviso una versión del poema:

Cotidiano (Reflexión)

Por ejemplo, las cosas que faltan en este lugar:
una azada para que las manos no toquen la tierra,
un nido de gorriones en el canto de la reja
para que un ruido de alas se pueda abrigar,
un pedazo de verde en el monte que aún veo,
por detrás de los edificios que todo lo invaden.

Pero si estas cosas estuviesen aquí,
también haría falta un vaso de agua para ver,
a través del vidrio, un horizonte desenfocado;
e incluso los restos de madera con que,
en el invierno, se acostumbra atizar el fuego
y la imaginación que él consume.

Como si todo estuviese en el lugar,
listo para ser usado en la fecha prevista,
me siento junto a la ventana, y miro la única cosa
que no se mueve:
el gato, hipnotizado por una mirada
que sólo él presiente.

lunes, 13 de mayo de 2013

el arte y el drama (Chet Baker)

Ahora que se cumplen 25 años del suicidio de Chet Baker, ahora que volverán loas y retratos del músico maldito y se repetirá el adjetivo “turbulento” aplicado a su vida o a su carácter, veo el documental que rodó Bruce Weber el mismo año de su muerte (Let’s get lost, 1988).

Nunca me sedujo la voz melosa de Chet, aunque el sonido de su trompeta ya es otra historia. A pesar de sus brillos juveniles (sobre todo con Gerry Mulligan o Stan Getz) prefiero al Chet viejo que al joven, en cualquier caso, por ejemplo en dúo con Paul Bley.

El documental de Weber muestra a la estrella, sus luces y sombras, éxitos y tropiezos. Por encima o por debajo de la leyenda y la celebridad va aflorando el hombre. Están los testimonios y está él, en su juventud dorada de James Dean jazzístico West Coast y en los años del declive europeo, con ese rostro de yonqui decrépito que, para mí, tiene mucho más encanto que la cara angelical del primer Chet.



Let’s get lost no es un documental sobre jazz –o lo es sólo de forma circunstancial–, sino sobre el personaje, sobre su magnetismo y sus contradicciones, un buen documental que me confirma en mi opinión de que Chet Baker es, al menos, tan interesante como tipo que como músico, aunque al final queda la sensación de que fue más un personaje que un intérprete. Dicho de otra manera: fue un excelente trompetista, pero ha quedado, sobre todo, como tipo dramático. Ese cierto desequilibrio no lo encuentro en otros músicos de jazz como Charlie Parker y Billie Holiday. Por intensas y trágicas que fuesen sus vidas, en ellos el arte sigue superando al drama.


sábado, 4 de mayo de 2013

el ojo y la mirada


no son miradas, no es un mirar, no ven: son ojos solo, y alguien los colecciona como si fuesen mariposas

viernes, 26 de abril de 2013

columbina

Me poso sobre una rama y descanso. Dejo que todo se aposente en mi interior. Me libero, suelto la carga. Siento cómo me vacío, el fluido que abandona mi cuerpo y se vierte. Cae. Zureo. Alguien grita y gesticula, abajo. Aleteo y alzo de nuevo el vuelo. No les entiendo. Esos bichos ruidosos de ahí abajo.

miércoles, 24 de abril de 2013

garabato 26


cuando un ser querido muere no permanece en la memoria sino que se aposenta en la imaginación _ la muerte es la última ficción

martes, 16 de abril de 2013

Intento de escapada, de Miguel Ángel Hernández

Intento de escapada
Miguel Ángel Hernández (1977)
Anagrama, 2013, 240 p.

Todo empieza con una caja que hiede a putrefacción. Junto a la caja, dos monitores: uno muestra repetidamente la imagen de alguien que entra en la caja, que es cerrada desde fuera por otra persona; otro muestra esa misma caja ya cerrada, el paso del tiempo sin que nada ocurra en su exterior. Pero, ¿y dentro? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué es eso? Pues eso –la caja, las pantallas– es una obra de arte expuesta en el Centro Pompidou de París, titulada Intento de escapada y realizada por Jacobo Montes, célebre artista en cuyas creaciones se conjugan provocación y denuncia social. Este inicio sobrecogedor es apenas uno de los muchos buenos momentos que tiene esta novela. No voy a recrear otros aquí. Más que en otros libros que he comentado, me parece que sería hacerle un juego sucio al lector.

Intento de escapada contiene algunos elementos extraliterarios que hacen que me haya sentido especialmente interesado, que haya vibrado de otra forma mientras la leía. Está mi interés previo por los asuntos centrales que vertebran el texto: el cuestionamiento de los límites del arte contemporáneo, así como la inmigración y las realidades kafkianas a las que se ven abocados los inmigrantes en un mundo que los exprime y los invisibiliza. Y está, además, un viaje distinto a mi primera ciudad, Murcia; el reconocimiento –nunca explícito– o asociación de lugares, espacios y tipos desde la ficción.

Esta novela consigue algo poco habitual, la conjugación de tres elementos fundamentales: primero, motiva la reflexión sobre cuestiones tan centrales como el arte contemporáneo, los límites éticos de la creación, la inmigración y la injusticia que supone la clandestinidad; y lo hace lejos de un territorio que es familiar al autor (profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia), el del ensayo. Estamos dentro de una ficción, esto es novela. Y la novela también es eso, ya lo sabemos: en la novela cabe todo. Todo, sí, pero no cualquier cosa. En segundo lugar, la novela de Miguel Ángel Hernández Navarro mantiene una tensión argumental que no decae, una intriga inquietante que se mantiene hasta el final, sin que pueda haber “intento de escapada” por parte del lector. Por último, la novela no se limita a eso, da un paso más al adoptar un prisma metaliterario que tiene algo de cajas chinas, y que introduce al lector en el juego de otros límites, los de la realidad y la ficción. Desde el exordio al colofón.

En el cruce de la trayectoria del narrador –el estudiante Marcos– con el artista Jacobo Montes, la profesora Helena y el inmigrante Omar se crea un nudo de alta tensión. Montes visita esa ciudad de provincias que no se nombra, invitado por Helena, para realizar una obra sobre la inmigración, que será ese Intento de escapada que Marcos verá años después en París. Marcos, a instancias de Helena, se convierte en asistente de Montes, investiga sobre los inmigrantes y contacta con un sin papeles de Malí, Omar, que acepta ser parte de la obra que concibe Montes. Sin embargo, el afán de crear un objeto artístico de gran impacto oculta algo, precisamente aquello que el artista, Jacobo Montes, no deja de valorar como lo principal: la experiencia creadora. Finalmente es él el único testigo de lo que realmente ocurre en la creación de una pieza en la que se juega con la humillación y la muerte, y que no se narra. No porque no sea necesario, sino, precisamente, porque es necesario que no se narre.

“Al fin y al cabo era arte. Y el arte tiene secretos y enigmas. No podemos pretender entenderlo todo. Aunque lo que haya para entender sea lo más real, lo más cercano, aunque todas las distancias hayan sido abolidas…, en el fondo siempre hay una barrera invisible que separa al espectador de lo que está viendo, en el fondo, lo que vemos es siempre lo que nos mira, y en el fondo, nadie se atreve a tocar nada. Porque el arte sigue siendo sagrado. (…) Porque tememos que, si lo hacemos, todas las cosas se esfumen para siempre. Quizá porque, en el fondo, todos tememos desvanecernos si se demuestra que, en realidad, nadie puede desaparecer por arte de magia.” (221-222)

miércoles, 10 de abril de 2013

esta danza

Helena Almeida, Sem título, 2010

Suena esa música que no hemos elegido nosotros. La danza continúa. Seguimos bailando como si nada hubiese pasado. Si tropezamos será por la propia danza, dices. Si caemos será por la propia danza, digo. Las ataduras deben de ser también cosa de la danza, nos decimos. Pero, ¿fue siempre así, la danza?


lunes, 8 de abril de 2013

El futuro es un país extraño, de Josep Fontana

El futuro es un país extraño
Josep Fontana (1931)
Pasado y Presente, 2013, 232 p.

No es un intelectual cualquiera quien firma este libro, sino Josep Fontana, uno de los historiadores más prestigiosos de este país. Y no habla del pasado, sino del presente y el futuro. Su conocimiento de la historia arroja luz sobre la deriva del nuevo estado de cosas. Así, entiende Fontana que esto que aún se sigue llamando crisis

“(…) no obedece a causas meramente económicas, sino a un proyecto social que ha comenzado por la privatización de la política y aspira a conseguir la privatización entera del propio estado. Un proyecto que no solo amenaza la continuidad de los servicios sociales que proporcionaba el estado del bienestar, sino que pone en peligro el propio estado democrático y la sociedad civil en que este se sostiene. Todo apunta, si esta evolución se mantiene en los mismos términos, a un futuro de retorno hacia una privatización global semejante a la de los tiempos feudales, en que tal vez dejaremos de pagar impuestos al gobierno, reemplazados por los servicios de trabajo forzado a las empresas propietarias de todos los recursos y todos los servicios de que dependen nuestras vidas.”

La historia no puede ser ya un relato de progreso continuado, tal y como se concebía hasta ahora, como constata Fontana a la luz del período de regresión que vivimos. Las conquistas sociales que se obtuvieron en dos siglos de luchas colectivas habrá que recuperarlas con métodos nuevos, “porque las clases dominantes han aprendido a neutralizar los que usábamos hasta hoy”. La lucha sigue siendo motor de la historia, por tanto, aunque haya que inventar otras formas más eficaces que la huelga o las manifestaciones. El problema, sin embargo, es que cada vez resulta más difícil aunar fuerzas en un entorno confuso y manipulado:

“(…) la formación de la conciencia de los seres humanos depende en gran medida de su capacidad de comprensión de la realidad social en que viven, y esta se encuentra hoy estrechamente condicionada por una información que se recibe esencialmente a través de los medios de comunicación de masas, que se dedican a difundir una visión conformista, tal como conviene a los intereses de sus propietarios. La derecha ha aprendido a usar estos medios para repetir incansablemente tópicos simplistas y metáforas engañosas que se inculcan como verdades de sentido común, y se apresta, por otra parte, a destruir la educación pública, ejercida por un profesorado independiente, para reemplazarla por un sistema administrado como una empresa, en que los enseñantes molestos puedan ser fácilmente silenciados.”

En cuanto a la privatización del estado, Fontana nos recuerda que el objetivo no es sólo recortar el gasto social, sino privatizar los servicios esenciales, que se están convirtiendo en un negocio jugoso para los bancos e inversores privados. De hecho, “lo que se vende no son los servicios, sino [a] los ciudadanos que están obligados a pagar para usar unos servicios –trenes, hospitales, escuelas…– que el propio estado ha permitido que se desmejoren para justificar su privatización.”

Donde no hay deterioro alguno es en la faceta legal-policial del estado, sobredimensionada ahora desde la vigilancia y control hasta la represión y la ampliación de los supuestos de delito contra la seguridad, forzando los límites de las libertades democráticas. Pero, como advierte el autor, “quienes piensan que el endurecimiento de la represión es una garantía de la tranquilidad pública ignoran las lecciones de la historia y desafían los riesgos de un estallido social.”

Frente a una descripción realista y cruda, Fontana se muestra en sus conclusiones abierto a la esperanza (como demuestra la historia, el estallido revolucionario puede ocurrir en cualquier momento, afirma en la última página). Apunta, de hecho, hacia algo más allá de la mera resistencia. Es preciso “aspirar a renovar lo que se combate”, los objetivos y los métodos de lucha. Resulta paradójico en nuestros días que el posible ejemplo propuesto venga, una vez más en la historia, de los campesinos (a partir del movimiento internacional Vía Campesina): No se trata tanto de la demanda de reformas (del clásico razonamiento sindicalista de obtener concesiones de la clase empresarial y del gobierno) como de la formulación de una nueva organización horizontal del trabajo en torno a la cooperación. Y concluye: “La tarea más necesaria a que debemos enfrentarnos es la de inventar un mundo nuevo que pueda ir reemplazando al actual, que tiene sus horas contadas.” Aunque, como el propio Fontana no puede ignorar, serán unas horas largas. Muy largas.

viernes, 5 de abril de 2013

Democracia, de Pablo Gutiérrez

Democracia
Pablo Gutiérrez (1978)
Seix Barral, 2012, 234 p.

Está claro que el nuevo estado de cosas (llámese como se quiera, a mí la palabra crisis me parece demasiado coyuntural para definir algo que ha venido para quedarse) tenía que verse reflejado de alguna manera en la narrativa literaria. Por suerte, no se manifiestan “de cualquier manera”, sino con exigencia y rigor literario. Así, empiezan a publicarse algunas novelas que tienen como centro las consecuencias de todas las quiebras (económicas, políticas y sociales) que nos abruman. No se trata de una categoría genérica, ni creo que deba promocionarse como tal, pero no deja de ser un trabajo literario a partir de la realidad de nuestros días, con puntos en común. Es posible que, de seguir escribiéndose novelas sobre este tema, acabe por consolidarse un nuevo subgénero, como las novelas sobre la guerra civil, hasta que Isaac Rosa llegue y publique Otra maldita novela sobre la crisis (ya estoy deseando leerla) sin que por ello pretenda liquidar nada. Democracia, de Pablo Gutiérrez, es un buen ejemplo de esto. No crearé una etiqueta en el blog sobre “novelas de la crisis”, al margen de que lea otras que pudieran etiquetarse así. No me gusta meter a gente diversa en el mismo saco, manías mías.

En Democracia, todo comienza en septiembre de 2008, con el derrumbe de Lehman Brothers y el despido de Marco, el protagonista de la novela, un delineante especialmente dotado para el dibujo. De manera progresiva, Marco inicia un proceso de depresión y decadencia, primero desde su azotea contemplativa, después a través de la adicción televisiva, hasta que por fin sale a la calle y comienza a llenar las paredes de grafitis con versos y dibujos. El hilo narrativo se multiplica, sin embargo, y muestra otras caras de la realidad: entre otras, la del pijo Talo, director general que despide a Marco; Cloe y Julia, madre y mujer de Marco, respectivamente; una presentadora de televisión, una congresista norteamericana y, sobre todo, George Soros. Sí, ese Soros: el especulador multimillonario que juega a ser filántropo. Soros, que podría ser la antítesis de Marco, aunque pueda llegar a parecer su inspirador.

La forma en que Pablo Gutiérrez narra parece buscar un desapego ante cualquier compasión o solidaridad con los personajes. Desde el principio, y con mayor énfasis hacia el final, se recurre al tono mordaz y paródico. Eso, que no tiene por qué ser bueno ni malo, en mi experiencia obliga a tomar distancia, una distancia que puede ser reflexiva o no, según cómo se desarrolle (según tantas cosas, en realidad, empezando por el estado de ánimo del lector). Los personajes parecen estar ahí como un medio para algo. Ese algo es una ficción que rompe con maniqueísmos y nos instala ante un mundo donde las víctimas del sistema pueden ser sujetos cómplices o, cuando menos, pasivos. Donde algunos elementos de la resistencia caen en una dialéctica antisistema autodestructiva y estéril. No faltan ideas certeras, momentos brillantes, delirantes, desternillantes, además de puntos de vista que, en general, comparto.

Mi problema con esta novela no estriba en que los personajes sean poco creíbles, lo que puede ocurrir desde cierto realismo crítico, o desde la parábola, la novela del absurdo, etcétera. Tampoco tengo nada que objetar a la profusión de referencias, que van desde Karl Popper, Confucio, Maiakovski o Marvin Harris a versos de Rubén Darío o Lorca, pasando por canciones de Silvio Rodríguez y alusiones a Star Wars o a El Señor de los anillos, videojuegos o dibujos animados. Eso, según el lector, puede resultar tedioso o enriquecedor, indicador de algo, supongo. No. Lo que me ha ocurrido es que la distancia afectiva a que me empuja el autor no ha derivado en la proximidad cómplice que a menudo provocan las narraciones paródicas. Puede que el problema sea mío, que yo no haya entendido ese juego que empieza siendo ácido y que se va perdiendo en callejones cada vez más inverosímiles y dispersos. Me quedo con lo que me ha gustado, partes sueltas, buenos momentos de un conjunto que se me escapa.

jueves, 4 de abril de 2013

Dos poemas de David Mayor


Entrar, ¿salir? ¿Se sale del todo de una lectura? Estos días entro y salgo de estos 31 poemas de David Mayor (Pre-Textos, 2013). Desde la primera inmersión que hice –hicimos: la poesía, muchas veces, es lectura compartida en esta casa–, he disfrutado con este libro sobrio y lleno de paradojas, de sugerencias y sentidos que uno intuye o percibe oblicuamente. Se narra mejor que en algunas prosas, aquí, y con tan pocas palabras. Ahí está todo: saber usar pocas palabras (no necesariamente las justas: ¿existen las palabras justas y necesarias?, ¿tienen importancia?). Aquí hay viaje, mutación, encuentros. Algo queda dicho, lo demás es un gran hueco que no necesita ser colmado de palabras.

Es difícil seleccionar. Escojo dos que me parecen, ya, memorables:


ADVERTENCIA

Mi corazón está en mi bolsillo,
hoy son los poemas
de Frank O’Hara –“El día que murió
Lady Day”–.

Mi trabajo es la aproximación,
subrayar con tinta muy licuada
la vida que cambia de acera,
habla lo justo y mira a los ojos
sin parecer un hombre asustado.


DESNUDO SENTADO

Como lectura de un libro
que revela quiénes somos,
te miro en ese cuadro
antes de que tú lo veas
y me mires:

la exigencia inexcusable
de encontrarnos.
Así de sencillo, así de laborioso.

jueves, 28 de marzo de 2013

Los adolescentes trogloditas, de Emmanuelle Pagano

Los adolescentes trogloditas, 2007
Emmanuelle Pagano (1969)
Lengua de trapo, 2011, 164 p.
Traducción de Tamara Gil Somoza

El tema de la identidad, de su mutabilidad y permeabilidad, me interesa desde hace tiempo, y no sólo desde lo literario. Aquí se trata una de sus variantes más sugerentes, pero también más vitales: la identidad de género y la transexualidad. Hay que saber abordar un tema así desde la literatura para no convertir el relato en una retahíla de sensiblerías, o en una inmersión en lo sórdido, o en un mero traspaso a la ficción de las teorías de Judith Butler. Afortunadamente, Emmanuelle Pagano no hace nada de eso en esta breve novela. Porque sabe escribir, y sabe que el tema central no tiene por qué ser el tema único, ni siquiera el que más se desarrolla en el relato.

Adèle conduce un microbús escolar (alumnos de colegio y de instituto) en la Francia más desconocida, en el altiplano del departamento de l’Ardèche. Observa con atención y curiosidad a “sus chavales”, cómo se relacionan, sus gestos y actitudes. En su trabajo, se encuentra con la dificultad de la carretera de alta montaña en inviernos duros, de intensas ventiscas. Las alusiones a esos adolescentes, sus historias, que ocupan la mayor parte de la narración, son en gran medida una suerte de pretexto, una escaramuza. Porque Adèle, que es la narradora de estos seis días dispersos que van del inicio de curso en septiembre hasta febrero, también habla de sí misma. Habla del tiempo en que vivió en esa misma comarca, cuando era niño, hermano mayor. Habla de su regreso como mujer, diez años después de haberse marchado. Habla de su hermano menor, que no acepta esa mudanza de cuerpo y nombre. Habla de un cazador, que la ama, pero que no sabe. Hacia el final, el mal tiempo, las horas compartidas con los adolescentes en una cueva, las líneas difusas hacia lo que podrá ocurrir o no en su vida.

Lo que hace que Los adolescentes trogloditas sea una novela inteligente es su capacidad para sugerir, su decidida negativa a narrar grandes acciones, pasiones o desgarros. Como en muchas buenas novelas, todo lo que no se dice es también la novela. Con un lenguaje desnudo, despojado, Pagano nos da pistas, narra algunos días de una mujer nacida hombre, huellas de una soledad en ese lugar aislado. Llama la atención la intensidad de algunas descripciones, la naturaleza carnal y abrupta de la montaña. Y, todo el tiempo, la compañía diaria de esos adolescentes que sabe retratar con ternura, esos niños y niñas en viaje a una identidad (de género y de tantas otras cosas) que todavía está por definirse. Sin más.