¿Qué hace que una novela autobiográfica tenga fuerza? ¿Sólo la intensidad de una vida pesa? ¿Y dónde queda el trabajo literario, más allá del contenido de lo narrado, de lo vivido? Tal vez esa fuerza no se limite al contenido, al estilo o a una mirada lúcida, sino que es algo más sutil e inasible. En estos tiempos en que lo autobiográfico, la autoficción y sucesivos desdoblamientos del autor se han sobredimensionado y sobrevalorado tanto, regreso a una novela autobiográfica que me dejó profunda huella en su momento: El pan desnudo, de Mohamed Chukri. No es la narración previsible de un autor literario, de una infancia despierta a la sensibilidad o a la creatividad, de una juventud más o menos transgresora o fértil, de los círculos literarios y el mundo cerrado de la casta de los escritores. No, no es nada de eso, aunque sí que tiene mucho de retrato del artista-granuja adolescente. Está, en ese sentido, emparentado con el impresionante Diario de un ladrón de Jean Genet, a quien Chukri trató en Tánger, aunque tengo la impresión de que el francés era más fabulador que el marroquí.
El pan desnudo es la narración de la vida (o la supervivencia, mejor dicho) de un autor antes de la escritura; antes, incluso, de saber leer. Son los primeros veinte años de una vida quebrada desde el inicio: la extrema pobreza y el hambre, la violencia y crueldad del padre, el erotismo brutal del adolescente, la iniciación al sexo en los burdeles, la prisión, la búsqueda del sustento en la mendicidad y el contrabando. Finalmente, el descubrimiento de un mundo vivo detrás del aparente silencio de esos signos incomprensibles: las palabras. Y el deseo, la necesidad de aprender a leer y a escribir.
“Enfermo, dejé el trabajo. Durante mi convalescencia aprendí a cazar pájaros en el jardín. Improvisé un columpio con una cuerda atada a una higuera. Me sentía a gusto columpiándome. Mi pequeño sexo se erguía con el movimiento. Aprendí a nadar en el estanque que servía para regar el jardín. Me levantaba muy temprano para robar frutas, gallinas y huevos. Conocía perfectamente todos los nidos. Vendía el botín a las tiendas del barrio. Sentía cada día más intensamente el deseo sexual: la gallina, la cabra, la perra, la ternera… eran mis hembras. Tapaba la cabeza de la perra con un tamiz roto, a la ternera la ataba, y en cuanto a la cabra y a la gallina, ¿quién les tiene miedo?
Me dolía el pecho; los mayores a quienes pregunté acerca de ello me dijeron que era por la pubertad. Me dolían los testículos cuando conseguía la erección. La masturbación me parecía normal y cuando lo hacía me imaginaba todos los cuerpos y al eyacular sentía como si tuviera una herida en la verga.” (p. 25)
Uno de los momentos más luminosos de la novela es la narración de su breve paso por la prisión. Allí, cuando ve a un compañero de celda escribir unos versos en la pared, siente por primera vez el deseo de aprender a leer. Ese pasaje, un diálogo, viene paradójicamente precedido por la intensidad del silencio en la celda:
“Fumábamos en silencio. Sentía calor circulando por mi cuerpo. Fumábamos y tomábamos a tragos el resto del té. Quizá el que la ventanilla estuviera abierta era lo que nos imponía ese silencio. ¿Qué sería de nosotros si estuviéramos condenados a pasar toda la vida en esta celda? Sin duda, representaríamos nuestro papel, nuestros papeles en la vida, de nuestro pasado y de nuestro presente. Acabaríamos esperando el eterno silencio, desapareciendo uno detrás del otro. El más desgraciado sería el último en desaparecer.” (p. 143)
El pan desnudo es, como toda obra literaria digna de serlo, una novela de múltiples lecturas, apreciable desde diversas perspectivas. Lo es, sin duda, desde el punto de vista testimonial, vital, social e incluso político. Testimonio de la extrema miseria, de la humillación y del afán de sobrevivir, así como de un despertar al erotismo y al placer, y también al conocimiento que le llevará, después, a la necesidad de la expresión literaria. Escrita a principios de los setenta del pasado siglo, hay cosas que se cuentan en El pan desnudo que lamentablemente no han cambiado en Marruecos, o que han regresado con el nuevo colonialismo, el turístico. Así, sobre todo, las desigualdades sociales y la extrema pobreza de gran parte de la población, que facilitan, entre otras cosas, el trabajo infantil en condiciones de explotación, el turismo sexual y la prostitución de menores. Con todo, el tiempo en que fue escrita está presente, como cuando se narra la matanza en Tánger que coincidió con las protestas en el día del cuarenta aniversario del protectorado francés sobre Marruecos, con decenas de muertos y desaparecidos. En el origen de las protestas, según uno de los personajes, estuvieron instigadores que trabajaban para el régimen franquista, con el fin de abolir el estatuto de Ciudad Internacional de Tánger y lograr así su incorporación al protectorado español en el Rif.
Mohamed Chukri, nacido en un pueblo del Rif marroquí en 1935 y fallecido en Rabat en 2003, pasó casi toda su vida en Tánger, ciudad fronteriza y de contrastes, ciudad con su época dorada internacional, refugio de escritores pero también ciudad polifacética, luminosa y turbia, sugerente, miserable, esa ciudad donde desde hace décadas los emigrantes africanos se asoman al mirador para imaginar el otro lado. Chukri no aprendió a leer hasta después de los veinte años, y esa primera edad del analfabetismo (que no de la ignorancia) es la que refiere El pan desnudo. Sólo después del tiempo que narra esta novela, Chukri empezó a relacionarse con los escritores refugiados en Tánger, como Paul y Jane Bowles, Tennesee Williams, Truman Capote, Kerouac, Allen Ginsberg, a menudo ajenos a las penurias del Marruecos previo a la independencia, así como a otros más apegados a lo que les rodeaba, como Jean Genet o Juan Goytisolo. Como puede suponerse, El pan desnudo estuvo prohibida durante años en Marruecos y otros países musulmanes, y en general toda la obra de Chukri fue sometida a la censura de Hassan II, así como al rechazo de los islamistas.
Las dos lecturas del libro de Chukri –la primera, de junio de 2001, y la relectura de ahora– son de la edición de Debate (2000). Aunque en los últimos años era difícil de encontrar, ha vuelto a las librerías gracias al buen criterio de Cabaret Voltaire, que edita una nueva traducción de la versión definitiva del libro, a cargo de Rajae Boumediane El Metni, con el nuevo título de El pan a secas (a sugerencia, al parecer, de Juan Goytisolo, por considerar que es más fiel al original). Vale la pena viajar por las páginas de esta novela al Marruecos más amargo, la cara inversa del orientalismo propio de los escritores anglosajones que nunca traspasaron la dura piel de la tierra que pisaban.
Nota: Cabaret Voltaire ha publicado recientemente Paul Bowles, el recluso de Tánger, un relato sin pelos en la lengua sobre el autor de El cielo protector, que desmitifica la época dorada de los escritores malditos en Tánger. Aún no lo he leído, de modo que no sé si está en la línea de otra selección de los escritos autobiográficos de Chukri que sí leí hace años, Jean Genet en Tánger (con prólogo de William Burroughs), suplemento de la revista Debats de diciembre de 1993, y traducido al inglés por el propio Paul Bowles.
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