domingo, 6 de enero de 2013

Aprender a terminar, de Laurent Mauvignier

Aprender a terminar, 2000
Laurent Mauvignier
Pasos Perdidos, 2012, 125 p.
Traducción de Santiago Martín Bermúdez

Hace unas semanas publiqué aquí unas notas sobre cuatro novelas de Mauvignier, un autor del que me siento próximo y que me gusta mucho. Allí lamentaba que sólo se hubiese traducido una de sus novelas (la mejor, hasta ahora), Hombres, y que el resto permaneciera inaccesible para los lectores en español. La editorial Pasos Perdidos me escribió para comunicarme que precisamente acaban de publicar la traducción de su segunda novela, Aprender a terminar (Apprendre à finir, Les Éditions de Minuit, 2000), lo que es una excelente noticia. Amablemente me enviaron un ejemplar y, como no es algo que me pase habitualmente (no soy crítico literario profesional ni aspiro a serlo, aunque seguiré compartiendo algunas de mis lecturas), devuelvo el gesto con unas impresiones de mi lectura.

En Aprender a terminar, una mujer narra su impotencia ante la infidelidad y el desprecio de su marido. La novela, lejos de lo que puede indicar el título, no narra una separación, aunque haya efectivamente una ruptura, una toma de conciencia del fin de una relación de pareja. En ese sentido, el título parece más un deseo que un hecho narrable: la ruptura real, la separación de ambos, podría llegar después de acabada la novela, pero eso no se narra, y acaso no importa. Lo que Mauvignier disecciona y analiza, a través de ese monólogo interior, es todo un proceso de sumisión y autoengaño, una apertura progresiva a la implacable realidad de tantas parejas, la fragilidad de lo que se consideraba sólido y duradero, los silencios, las renuncias, las simulaciones, los compromisos que encadenan y las miserias y violencia cotidianas.

En el inicio, la narradora cuenta cómo espera el regreso de su marido del hospital. Así, la novela parte de una aparente fisura: un accidente de automóvil que ha dejado a su marido maltrecho y a su cuidado. Sin embargo, el accidente no trae consigo una mudanza interior, una fisura real: no modifica el rechazo del marido hacia ella, ni pone fin a la relación que éste mantiene con otra mujer. Él, sencillamente, está imposibilitado para volver a hacer sus escapadas. Esa imposibilidad crea en ella la ilusión de que todo puede cambiar, de que con su cuidado y apoyo ella puede intentar modificar algo, volver a ser una pareja, un nosotros, más allá de dos seres que viven bajo el mismo techo con sus dos hijos. Ahí comienzan las esperanzas rotas, los recuerdos de cuando todo era diáfano y hermoso, pero también de los celos y la crueldad de ese hombre incapaz de romper, de terminar. Tan incapaz como ella misma.

La voz narradora, como ocurre en el resto de libros de Mauvignier, no busca imitar los registros previsibles de un ama de casa. Es un discurso complejo narrado con un ritmo y un estilo trabajados, un aliento y un ritmo que en algunos pasajes recuerdan (¿más que en otras de sus novelas?) la prosa hipnótica de Thomas Bernhard. Más allá de esta impresión (que no afecta a las preocupaciones de ambos autores, en modo alguno asimilables), Mauvignier realiza un trabajo sobrio e implacable, dentro de un realismo que, sin buscar la denuncia como fin literario, la contiene mediante la propia exposición de la desgracia como fuente de denuncia en sí misma. Concluyo con un fragmento:

“Porque ellos sabían perfectamente que nos desgarrábamos en la cocina, que nos arañábamos, sabían perfectamente de nuestras voces y de los jadeos sofocados, no se van a olvidar, ahora lo sé: las manos, las uñas que acudían a apoyar los insultos, las manos que acudían cuando ya no valía la pena abrir la boca, cuando la presencia del uno frente al otro era lo único que podíamos oír en esos momentos, y luchábamos, y ellos nos veían luchar, sabían que luchábamos a muerte, escupiendo, he sabido después por ellos lo terrorífico que era aquello, el mayor cogía a su hermano y se lo llevaba a la escalera, al cuarto de la caldera, lo llevaba en brazos y le escondía la cabeza, al más pequeño, también para que no oyera desde la salida del aire lo que él sí quería oír, en caso de que, hasta con su miedo, con los labios mordidos, los dientes apretados y las mandíbulas doloridas, con el pavor de ese preciso momento en que habría tenido que subir, dejar al pequeño abajo y correr por el pasillo, subir la escalera de cemento para encontrarse en la cocina con la sangre que al otro le salía del labio, con el miedo en las tripas de tenernos que separar, de arrancarnos uno del otro, encontrarse con nosotros que no sabíamos terminar el uno con el otro, terminar con eso, con nosotros, mientras ellos estaban en el sótano junto a la caldera y arriba las bofetadas, los arañazos, los gritos que nos lanzábamos y que a ellos les caían encima, encima de su infancia, como un anuncio de lo que les pasaría también a ellos, el mundo, eso es lo que está por llegar, se acabaron los sueños de paz, ya no hay paz, nunca la ha habido y os hemos mentido, todos, todos mentimos, hay que mentir; y ahora saben lo que pasa cuando algo se rompe, cuando revienta por todos lados. Y lo oían todo desde el cuarto de la caldera. Y sentían el odio, sentían cómo les penetraba en la piel el odio que rezumaba de nosotros.”

2 comentarios:

  1. Impresionante el párrafo. La reseña indica un criterio en el que confiar. Volveré a por más recomendaciones. Saludos

    ResponderEliminar