jueves, 10 de julio de 2014

la escalera del 72 de la rue Mouffetard

© Albert Monier, 1952. Escalier 72 rue Mouffetard, Paris

Espera. Una hora, la eternidad. Por fin escucha: tacón contra madera, ella baja despacio. No: se detiene; sabe que él está abajo esperando, y quiere jugar. La sombra de ella, arriba, sobre el desconchado blanco de la pared. Quieta. Podría verla de frente si subiera apenas una docena de escalones. Pero tampoco se mueve. Silencio. Trata de imaginar su expresión. ¿Desprecio?, ¿deseo? Puede que ambas cosas. Entonces el piano. Viene de un piso alto, un adagio de sonata. Vacilante. La sombra en la escalera mengua, se ajusta a la altura del desconchado blanco, como si quisiera encajar en él. Se ha sentado. Arriba una mano yerra una nota y se detiene. De nuevo silencio. La sombra encerrada en lo blanco se contrae. Parece que llora o gime. Un instante después el piano irrumpe de nuevo y ya no puede oírla. Ese no poder oírla: ahogo. Tiene que subir. Ahora sube, los zapatos sucios de barro a pesar de la indicación del quinto escalón. Hasta ese cuerpo que proyecta la sombra. Sentada en el rellano, ella lo mira, la cara congestionada por la risa. Una risa que no emite vocales, sólo un arrastre como de hiena asmática. Luego dice algo que él no acaba de entender, entrecortado por ese arrastre traqueal. Algo como: pero qué manos de mierda. Arrodillado frente a ella, él suplica: Déjame subir contigo. Ella lo mira, ya seria. Asiente. La sigue escaleras arriba. El piano suena todavía. Entre las manos, él prepara el alambre.

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