Fleur Jaeggy (1940)
Adelphi, 2005, 108 p.
Llego a Fleur Jaeggy como quien se apea en una estación para mí desconocida y descubre que tras el edificio se abre un nuevo paisaje, un horizonte fresco del que apenas tenía noticia. Cuando preguntas por Jaeggy aquí en Italia, quienes no la han leído pero están familiarizados con la literatura contemporánea se refieren a ella como “la mujer de Roberto Calasso”, escritor, ensayista y editor de Adelphi, de quien sólo he leído Las bodas de Cadmo y Harmonía, que me gustó. Qué absurda esa atribución, y qué importa, más allá de la constatación de que bajo un mismo techo (suponiendo que vivan juntos) conviven dos formas de ver la literatura muy diferentes, la de Calasso más ensayística, por una parte, y más apegada a la literatura clásica y mitológica; la de Jaeggy más oculta, extraña y luminosa. Y, para mí, mucho más interesante (al menos de momento).
Aún no me resulta sencillo decidir cuándo afronto a un autor italiano (o autora italiana) en su lengua o en la traducción española. Con Gadda, por ejemplo, de momento lo dejo en manos de Masoliver, con mis reservas (¿por qué traducir la expresión pasticciaccio brutto –algo así como feo enredo, lío espantoso, pero también crimen o delito, qué sé yo– con una palabra semánticamente tan limitada como ‘zafarrancho’, por ejemplo?). Pero me pasa incluso con autores recientes, como Giorgio Vasta (por cierto, qué gran novela El tiempo material) que he empezado a leer en italiano, pero cuya exhuberancia lingüística me obliga a recurrir a la traducción para poder disfrutar de la lectura. Con Fleur Jaeggy, como con Pasolini, Sciascia o Natalia Ginzburg, mal que bien, me he atrevido directamente con el original. Y ha valido la pena.

En I beati anni del castigo se parte de la propia experiencia vivida, pues Fleur Jaeggy también fue alumna interna en un colegio femenino de élite en los Alpes suizos, como el personaje narrador. Los “nichos de la memoria”, metáfora que utiliza Jaegger a lo largo de libro, llevan a la narradora a los años del Bausler Institut, en el Appenzell. No es ficción sobre el personaje de sí misma, sino creación a partir de la experiencia. Y esa experiencia es la de la vida en una comunidad cerrada, pero también la del descubrimiento de la sensualidad, la amistad y el deseo entremezclados, la obediencia y la demencia.
Seguiré con Fleur Jaeggy, y seguiré con Proleterka.
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