“Pero en este momento de éxtasis de mis fantasías más brillantes existe un descanso, el divino entr’acte, a medio camino entre la nada y el brotar de la vida. Este instante demiúrgico, lleno de la más explosiva fertilidad, como antes de una erección, es el lugar en el que se cruzan los círculos de la nada y el arco iris de la vida, es el instante infinitesimal en el que unas cosas acaban y otras empiezan, es el silencio fecundo que reina sobre el mundo antes de que los pájaros lo dispersen con sus picos y los ungulados y las fieras lo pisoteen, es el silencio postdiluviano que los menudos incisivos de la hierba aún no han roído ni los vientos han perforado con sus trombones. Es aquel silencio único, irrepetible, el apogeo de su historia, la cima de su propia fertilidad, de la que ha de nacer el ruido del mundo”
(Danilo Kis, Jardín, ceniza, en el volumen Circo familiar, Acantilado, 2007, p. 179).
“(…) orgulloso de haber conseguido vencer mis pesadillas con mi propia voluntad, trataba de dar vueltas de un lado para otro antes de quedarme dormido, de modo que el sueño me sorprendiera del lado izquierdo, el que alberga al corazón, fuente de mis pesadillas, pero en el último momento, cuando el sueño empezaba a apoderarse de mí y ya no cabía duda de su llegada, hacía un último esfuerzo de conciencia y de voluntad y me volvía del lado derecho, en el que sólo soñaba cosas bonitas: iba en la bicicleta del tío Otto y echaba a volar por encima del río describiendo un gran arco… La conciencia de poder controlar mis sueños, incluso de poder encauzarlos con mis lecturas nocturnas o con mis pensamientos, provocó la explosión de mis más turbios instintos. El hecho de vivir, en definitiva, dos vidas (y ahí no cabía literatura alguna: mi edad no me permitía derrochar la pureza de mis sueños ni de mis mundos), una en la realidad y otra en el sueño, me provocaba una alegría excepcional y, sin duda, pecaminosa” (idem pp. 281-282).
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