miércoles, 2 de septiembre de 2015

tras una relectura de Bruno Schulz


Estas semanas, por un conjunto de razones que no vienen al caso, he releído a Bruno Schulz. Tenía un recuerdo muy vago de mi primera lectura de Las tiendas de canela y Sanatorio bajo la clepsidra. Qué gozada volver a esa imaginación desbocada, a la fertilidad de un mundo a la vez duro y lleno de posibilidades de escapatoria, a esa prosa llena de sugerencias sensoriales e incluso eróticas. La capacidad narrativa de Schulz era riquísima, pero sobre todo plenamente libre. Una libertad que debe mucho a la propia identidad del autor, llena de entrecruzamientos. Schulz era de origen judío, aunque no seguía la tradición israelita. Mantuvo siempre estrechos vínculos con la literatura y el arte europeos de su tiempo, pero vivió toda su vida en una pequeña ciudad de la Galizia hoy perteneciente a Ucrania, y su lengua de expresión y escritura fue siempre el polaco. La literatura fue sólo una de sus dos facetas creativas: la otra fue la pintura y el dibujo. No es un dato sin importancia: muchas de sus descripciones y ambientaciones están dotadas de gran plasticidad, siempre en el límite entre lo real y lo onírico. Tampoco es casual que Schulz tradujera a Kafka al polaco.

La relectura es siempre un regreso al placer, pero también un redescubrimiento y una redefinición de la experiencia. Entre otras cosas, permite al lector comparar con lecturas posteriores, descubrir vínculos y pasajes entre literaturas, sean deliberados o no. Hay un vínculo claro y explícito con Véase: amor de David Grossman, donde el propio Schulz es personaje central de uno de los libros que componen esa inmensa novela. Grossman acentúa la fuerza imaginaria de Schulz y crea una fábula cargada de poesía. Pero la relectura me ha llevado a pensar en otro hilo, en otro autor, leído hace pocos meses: Mircea Cartarescu. En el autor rumano (al menos en Nostalgia y en Lulu, lo que he leído hasta ahora de él) hay una materia onírica y una forma de afrontar los límites de la realidad que recuerdan mucho a Bruno Schulz. Pero no sólo. También el modo en que se urde la nostalgia de la infancia y la adolescencia. Leyendo a Schulz pensaba a menudo en Cartarescu, en la lectura que Cartarescu seguramente ha hecho del autor de Las tiendas de canela y Sanatorio bajo la clepsidra. De forma más o menos explícita y flexible, la tradición literaria en la que se insertan estos dos autores es la misma. Un lugar sin límites, como diría José Donoso, otro autor que también frecuentó el mismo bosque.


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