martes, 31 de enero de 2012

un mapa sin territorio

La carte et le territoire, 2010
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Michel Houellebecq (1958)
Flammarion, 2010, 428 p.

Después de cerrar el libro, vuelvo a ver la cabeza decapitada de Michel Houellebecq sobre un sillón, esa imagen algo cutre, como de cine gore, que pretende dar un giro a la trama y a la autoficción entre estereotipada y paródica que emprende (sí, lo sé, no debería haber revelado ese dato, pero me resisto a pensar que lo crucial en esta compleja novela sea una sorpresa de mago de chistera, pues ni lo es Houellebecq ni la lectura pierde por eso). Lo cierto es que la última obra de Houellebecq me ha producido, como me ocurre siempre con este autor, sensaciones e ideas encontradas, que van de la admiración a la repulsa, pasando por la complicidad, la risa, la compasión y el tedio (sí, también el tedio, aunque parezca mentira). Esto, claro, no es una reseña (y no juego a Magritte): es apenas una tentativa de aproximación crítica a una primera lectura.

Pero voy por partes. Michel Houellebecq es, entre los autores franceses de las últimas décadas, uno de los más leídos y respetados, y probablemente el más polémico y políticamente incorrecto. Además de ésta (que obtuvo el Premio Goncourt 2010), sus novelas son Extension du domaine de la lutte (1994), Les particules élémentaires (1998), Plateforme (2001) y La Possibilité d’une île (2005). Houellebecq ha escrito, por otra parte, más de media docena de libros de poesía.

En La carte et le territoire (en español El mapa y el territorio, traducción de J. Zulaika, Anagrama, 2011), Michel Houellebecq vuelve a poner en nuestras manos un artefacto literario complejo, lleno de referencias al tiempo presente, de ideas sobre la civilización occidental y su decadencia, así como sobre la propia decadencia del ser humano (y su posible salvación). Los temas que vertebran sus libros son recurrentes, aunque siempre hay variaciones. Así, por ejemplo, si en Les particules élémentaires abordaba el individualismo, la frustración, la crisis de los cuarenta y la sexualidad obsesiva, la apatía amorosa y en general la imperfección humana (y su perfeccionamiento mediante la genética), en esta que pretendo comentar hay una reflexión sobre el arte como medio de conocimiento (y no sólo de representación) del mundo en que vivimos, así como un autorretrato del autor (paródico, que asume e incluso magnifica los tópicos sobre su personalidad y actitudes), además de una nueva redención, esta vez por vía del retorno a las raíces rurales (vuelta a los orígenes y proyección de un futuro rural utópico).

La prosa de Houellebecq no se aventura en una retórica y un léxico frondosos, y, aunque desde luego no se limita a un estilo simplón, es evidente que en él el lenguaje está al servicio de las ideas. De hecho, las suyas son novelas de ideas, de tesis, con abundantes rasgos sociológicos, moralistas y filosófico-científicos. Frente a otras novelas del autor, sin embargo, los personajes están tratados de un modo más “novelístico”, en el sentido clásico del término. Aquí tienen más profundidad y perfiles que en otras novelas, donde servían a menudo como meros arquetipos al servicio de las ideas de Houellebecq.

En La carte et le territoire el autor francés se sirve de nuevo de un narrador en tercera persona y pretérito, que permanece próximo a su protagonista, el artista plástico Jed Martin (aunque a determinada altura, y en ausencia de éste, se sitúa cerca del punto de vista de otro personaje, el comisario Jasselin). Tampoco el tiempo narrativo es nuevo: la historia parte desde el presente de la escritura hacia un futuro desde el que se narra (es decir, de 2010 en adelante, pero no de forma lineal, sino con los pertinentes saltos al pasado en forma de recuerdos y alusiones). Mientras en otras novelas predomina el espacio urbano, aquí París deja de ser central en el momento en que los personajes principales acaban por abandonar la ciudad en busca de un refugio frente a las zarpas de la vida, un retorno a la naturaleza y a los orígenes: así ocurre con el Houellebecq ficticio (“exiliado” en Irlanda primero, luego en la casa del pueblo donde vivió parte de su infancia), así como con el comisario Jasselin (que tras jubilarse volverá a la casa familiar en Bretaña) y el propio Jed Martin, que se refugia en la antigua casa de sus abuelos en el departamento de la Creuse. Hasta el personaje de Frédéric Beigbeder (trasunto del novelista real) acabará sus días en una casa de la costa vasca, según escuchará el protagonista en la radio, “entouré de l’affection des siens”. En todos ellos se trata de un regreso a la casa de los orígenes, pero además en el caso de Jed Martin es el síntoma de un fenómeno futuro (al menos en la ficción), el de la repoblación del hinterland francés por parte de jóvenes urbanos, y sobre todo por parte de extranjeros ricos, principalmente rusos y chinos.

La novela tiene varios puntos de interés. El primero, en mi opinión, es un juego de espejos a través del arte figurativo como modo de expresión de la realidad: La representación de la realidad a través de los retratos de diferentes oficios que realiza el pintor Jed Martin (desde trabajadores a grandes empresarios, incluyendo un cuadro en el que reúne a Bill Gates y Steve Jobs) se concluye con un retrato del propio autor de la novela (que es también personaje, como se ha mencionado), titulado “Michel Houellebecq, escritor”. La representación de sí mismo, por tanto, es múltiple: no sólo está el Houellebecq personaje, asesinado y cruelmente despedazado, sino que además está su representación pictórica y las numerosas representaciones de sus ideas en el narrador o en Jed Martin. El pintor retrata al escritor que a través del narrador retrata al pintor que retrata la realidad (fragmentos de realidad) a través de personajes, de fotografías retocadas de mapas, de objetos, etcétera. La realidad, por supuesto, no se limita a personajes representativos o arquetípicos, como no se limita a la representación fotográfica de mapas Michelin o de utensilios cotidianos, ni tan siquiera a la captación videográfica de la naturaleza y los objetos (fotografía en movimiento de cosas y lugares). Son partes, láminas de realidad como los pedazos de carne del cadáver de Houellebecq que aparecen diseminados en su casa a modo de un burdo y sangriento cuadro de Jackson Pollock. Salpicaduras de realidad.

Joëlle Delhovren, Hou­el­le­becq, Huile sur toile de lin, 53cm x 53cm, 2005.

Houellebecq, así pues, se sirve también a su manera del recurso a la autoficción, un procedimiento que empieza a ser, a mi juicio, demasiado recurrente en las narrativas actuales, desde Coetzee a nuestro más cercano Manuel Vilas (e incluso Menéndez Salmón, aun disfrazándose bajo el nombre de Bocanegra, en La luz es más antigua que el amor), así como otros autores más o menos conscientes de un discurso que se quiere posmoderno. Como Coetzee en Verano, Houellebecq tiene la inteligencia suficiente (y el respeto a la sensibilidad del lector) como para retratarse de forma desidealizada e incluso paródica; la otra coincidencia entre ambas novelas es la muerte del autor: en la del surafricano éste había fallecido ya, mientras que en la del francés el personaje del autor es encontrado muerto y mutilado en el tiempo de la narración. Está claro que el recurso escapa a lo meramente ingenioso, que detrás hay toda una intencionalidad crítica, empezando por la negación de un realismo clásico, sustituido ya por un realismo descarnado, ajeno a convencionalismos naturalistas y al yugo de la verosimilitud. En términos generales el recurso resulta pertinente a veces, otras me parece propio de un egocentrismo mal disimulado que juega al tristanshandismo con más o menos gracia, y en otras me recuerda (salvando las distancias y el contexto) a ese molesto narrador decimonónico que interpelaba al lector y se dedicaba a opinar sobre lo divino y lo humano sin venir a cuento. Este último no parece el caso de Houellebecq, pero no cabe duda de que el recurso funciona bien en muchos sentidos. Incluido en el sentido más rentable en términos no sólo literarios. Si en otras novelas muchos lectores buscaban el “morbo” en algunas opiniones del narrador o los personajes (e indirectamente del propio Houellebecq), en ocasiones misóginas o xenófobas, en ésta ese supuesto morbo se encuentra en la propia muerte del autor y en el thriller que lo acompaña, que difícilmente podemos tomarnos en serio como tal. Aunque el recurso no se agota en esa lectura.

El juego de espejos tampoco se agota en la autorreferencia múltiple. Se encuentra en el mismo principio: lo que parece una escena de la realidad es una escena de un cuadro en el momento en que el pintor Jed Martin lo está realizando. Una obra, por otra parte que el pintor destrozará ante la impotencia de no lograr expresar lo que pretende. Ese cuadro, que lleva por título “Jeff Koons y Demian Hirst se reparten el mercado del arte”, en alusión a los dos artistas mejor cotizados, es una de las numerosas referencias al valor económico del arte. El arte, por tanto, tiene doble tratamiento: desde lo puramente pecuniario, fuente de beneficios, y como forma de interpretar la realidad. Este último constituye un pilar de la novela, aunque las tentativas de Jed Martin resulten infructuosas (aparte de los fructíferos resultados en términos de beneficios económicos). La crítica al mercado del arte (y a la industria cultural por extensión) queda, no obstante, algo difusa.

Otro punto de gran interés está, una vez más, en el diagnóstico nihilista y el retrato de un realismo desencantado que hace de nuestra sociedad, en particular de un mundo occidental poblado de seres solos (por voluntad o torpeza), impotentes (en sentido polisémico), incapaces a menudo de comunicar sus sentimientos y sus ideas a quienes tienen más cerca. Es el caso de la relación entre Jed Martin y su padre, que me parece de lo mejor de la novela, o del mismo pintor con Olga, algo más previsible. Aquí me parece patente la escasa proximidad de Houellebecq al género femenino, por lo esquemático de muchos de sus personajes femeninos (aunque la Anabelle de Les particules élémentaires me pareció más lograda, desde luego mucho más que esta estereotipada Olga). Frente a su nihilismo descarnado, virulento, frente al hueso duro que pretende hacernos roer, surge, como en otras novelas del autor, una mirada más sensible, sobre todo cuando toca los aspectos más vulnerables de sus personajes, los relacionados con su afectividad. Este elemento, que actúa como contrapeso, aun sin dejar de ser abordado desde el pesimismo, otorga un sentido diferente a esa otra mirada más turbia de Houellebecq.

En su conjunto, La carte et le territoire me parece una novela muy valiosa, por momentos lúcida, hilarante, obscena (lo cual no tiene por qué ser negativo), por momentos tediosa (sobre todo en las digresiones más pobres y deudoras del discurso comercialoide, esa servidumbre en forma de disertación sobre marcas y modelos) y por momentos ágil. Contradictoria como pocas. Por otra parte, su afán de multiplicidad se queda en ocasiones en el mero comentario. Acaso por eso se ha acusado al autor de desarrollar un discurso wikipediano, sobrecargado de información sin fondo. Esto, que queda en el terreno del chascarrillo, me parece menos importante que su manera de salir del paso.

Lo que se plantea de forma más o menos sutil como solución de escape es, como decía más arriba, una vuelta a los orígenes, a las raíces familiares rurales. Se nos pinta así, como en Les particules élémentaires, una salida utópica algo pueril, y en cierto modo reaccionaria. Si en la novela de 1998 el desarrollo de las investigaciones biológicas de Michel acababan por mejorar la especie humana en 2029, en ésta la vida en Francia hacia 2040 se pinta como una repoblación idílica del mundo rural. Eso sí, no desde una ideología comunal progresista, o neohippie, lo que Houellebecq desprecia, sino con cierto clasismo, bajo el predomino de los nuevos colonizadores ricos, principalmente chinos y rusos. Lo que pierde a Houellebecq, en mi opinión, después de hacer un diagnóstico arriesgado pero certero de nuestro presente occidental, puede que hiperbólico y hasta cruel, pero agudo, es su incapacidad para aceptar la imperfección y la derrota de la humanidad, la necesidad de redención. Esa salida idílica, como en su novela de 1998, no puede sostenerse en serio, y queda por tanto la impresión (diría la certeza si se pudiera hablar de certezas en novelas como ésta) de que es un último elemento de juego.

La novela, en suma, y como vengo diciendo, es muy rica en temáticas e interpretaciones. Esto tal vez sea, simultáneamente, un valor y una carencia, puesto que pretende abarcar demasiado. Tanto, que el mapa supera con diferencia las dimensiones del territorio que pretende representar (o interpretar). De hecho, el lector se encuentra en definitiva ante un mapa sin territorio, una representación de la realidad que, por realista que se pretenda, no deja de ser una interpretación, una mirada personal. Aunque, desde luego, no una mirada cualquiera.

3 comentarios:

  1. Cuando leí hace años Las partículas elementales, me conmocionó mucho. Me gusta la provocación y la reflexión que hay en ella, pero me repugnaba un poco el tono de francés que intelectualiza todo, el sexo, el consumo, el hippismo y esa distancia a la mujer que le da un tono artificial a las relaciones, como si fuera un analfabeto social total. Sin embargo, siempre me ha parecido una de las grandes novelas contemporáneas, y quizás por mi gusto por la ciencia ficción, me encantó el final, con un punto de cuento extraño que daba un respiro a la angustia del resto. Por lo que cuentas me han entrado ganas de leer esta, pese a que Houllebec me produce el mismo rechazo que atracción, como aquellas películas de Rompiendo las olas o La pianista, impactantes y dolorosas.
    Besitos, Dani, te debo una llamada.
    Sigue escribiendo, hoy en día sólo triunfa la persistencia.

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  2. Eso es lo que pretendía decir, implícitamente, en mi lectura de Houellebecq: la buena literatura no sólo emociona, también te hace reaccionar, y a veces te subleva. De todas formas, si el pacto de la ficción se establece de forma diferente con cada autor, hay algunos, como Houellebecq, que exigen una mente más abierta para encajar sus ideas, o al menos saber qué vale la pena tomar y qué dejar de lado: nada nos obliga a abrazar el todo. Gracias por el comentario y por los ánimos. Y besos, llama cuando quieras, Helena.

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  3. Houllebecq siempre vuelve a los mismos temas pero el aura de vacío vital se encarna en 'El mapa y el territorio'como nunca, incluyendo su propio asesinato...

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