La carte et le territoire, 2010
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Michel
Houellebecq (1958)
Flammarion, 2010, 428 p.
Después de cerrar el libro,
vuelvo a ver la cabeza decapitada de Michel Houellebecq sobre un sillón, esa
imagen algo cutre, como de cine gore,
que pretende dar un giro a la trama y a la autoficción entre estereotipada y
paródica que emprende (sí, lo sé, no debería haber revelado ese dato, pero me
resisto a pensar que lo crucial en esta compleja novela sea una sorpresa de
mago de chistera, pues ni lo es Houellebecq ni la lectura pierde por eso). Lo
cierto es que la última obra de Houellebecq me ha producido, como me ocurre siempre
con este autor, sensaciones e ideas encontradas, que van de la admiración a la
repulsa, pasando por la complicidad, la risa, la compasión y el tedio (sí,
también el tedio, aunque parezca mentira). Esto, claro, no es una reseña (y no
juego a Magritte): es apenas una tentativa de aproximación crítica a una
primera lectura.
Pero voy por partes. Michel Houellebecq
es, entre los autores franceses de las últimas décadas, uno de los más leídos y
respetados, y probablemente el más polémico y políticamente incorrecto. Además
de ésta (que obtuvo el Premio Goncourt 2010), sus novelas son Extension du domaine de la lutte (1994),
Les particules élémentaires (1998), Plateforme (2001) y La Possibilité d’une île (2005). Houellebecq ha escrito, por otra
parte, más de media docena de libros de poesía.
En La carte et le territoire (en español El mapa y el territorio, traducción de J. Zulaika, Anagrama, 2011),
Michel Houellebecq vuelve a poner en nuestras manos un artefacto literario complejo,
lleno de referencias al tiempo presente, de ideas sobre la civilización
occidental y su decadencia, así como sobre la propia decadencia del ser humano
(y su posible salvación). Los temas que vertebran sus libros son recurrentes,
aunque siempre hay variaciones. Así, por ejemplo, si en Les particules élémentaires abordaba el individualismo, la
frustración, la crisis de los cuarenta y la sexualidad obsesiva, la apatía
amorosa y en general la imperfección humana (y su perfeccionamiento mediante la
genética), en esta que pretendo comentar hay una reflexión sobre el arte como
medio de conocimiento (y no sólo de representación) del mundo en que vivimos,
así como un autorretrato del autor (paródico, que asume e incluso magnifica los
tópicos sobre su personalidad y actitudes), además de una nueva redención, esta
vez por vía del retorno a las raíces rurales (vuelta a los orígenes y
proyección de un futuro rural utópico).
La prosa de Houellebecq no se
aventura en una retórica y un léxico frondosos, y, aunque desde luego no se
limita a un estilo simplón, es evidente que en él el lenguaje está al servicio
de las ideas. De hecho, las suyas son novelas de ideas, de tesis, con abundantes
rasgos sociológicos, moralistas y filosófico-científicos. Frente a otras
novelas del autor, sin embargo, los personajes están tratados de un modo más
“novelístico”, en el sentido clásico del término. Aquí tienen más profundidad y
perfiles que en otras novelas, donde servían a menudo como meros arquetipos al
servicio de las ideas de Houellebecq.
En La carte et le territoire el autor francés se sirve de nuevo de un
narrador en tercera persona y pretérito, que permanece próximo a su
protagonista, el artista plástico Jed Martin (aunque a determinada altura, y en
ausencia de éste, se sitúa cerca del punto de vista de otro personaje, el
comisario Jasselin). Tampoco el tiempo narrativo es nuevo: la historia parte desde
el presente de la escritura hacia un futuro desde el que se narra (es decir, de
2010 en adelante, pero no de forma lineal, sino con los pertinentes saltos al
pasado en forma de recuerdos y alusiones). Mientras en otras novelas predomina
el espacio urbano, aquí París deja de ser central en el momento en que los
personajes principales acaban por abandonar la ciudad en busca de un refugio
frente a las zarpas de la vida, un retorno a la naturaleza y a los orígenes: así
ocurre con el Houellebecq ficticio (“exiliado” en Irlanda primero, luego en la
casa del pueblo donde vivió parte de su infancia), así como con el comisario
Jasselin (que tras jubilarse volverá a la casa familiar en Bretaña) y el propio
Jed Martin, que se refugia en la antigua casa de sus abuelos en el departamento
de la Creuse. Hasta el personaje de Frédéric Beigbeder (trasunto del novelista
real) acabará sus días en una casa de la costa vasca, según escuchará el
protagonista en la radio, “entouré de l’affection des siens”. En todos ellos se
trata de un regreso a la casa de los orígenes, pero además en el caso de Jed
Martin es el síntoma de un fenómeno futuro (al menos en la ficción), el de la
repoblación del hinterland francés
por parte de jóvenes urbanos, y sobre todo por parte de extranjeros ricos, principalmente
rusos y chinos.
La novela tiene varios puntos de
interés. El primero, en mi opinión, es un juego de espejos a través del arte
figurativo como modo de expresión de la realidad: La representación de la
realidad a través de los retratos de diferentes oficios que realiza el pintor
Jed Martin (desde trabajadores a grandes empresarios, incluyendo un cuadro en
el que reúne a Bill Gates y Steve Jobs) se concluye con un retrato del propio
autor de la novela (que es también personaje, como se ha mencionado), titulado
“Michel Houellebecq, escritor”. La representación de sí mismo, por tanto, es
múltiple: no sólo está el Houellebecq personaje, asesinado y cruelmente
despedazado, sino que además está su representación pictórica y las numerosas
representaciones de sus ideas en el narrador o en Jed Martin. El pintor retrata
al escritor que a través del narrador retrata al pintor que retrata la realidad
(fragmentos de realidad) a través de personajes, de fotografías retocadas de
mapas, de objetos, etcétera. La realidad, por supuesto, no se limita a
personajes representativos o arquetípicos, como no se limita a la
representación fotográfica de mapas Michelin o de utensilios cotidianos, ni tan
siquiera a la captación videográfica de la naturaleza y los objetos (fotografía
en movimiento de cosas y lugares). Son partes, láminas de realidad como los
pedazos de carne del cadáver de Houellebecq que aparecen diseminados en su casa
a modo de un burdo y sangriento cuadro de Jackson Pollock. Salpicaduras de
realidad.
Joëlle Delhovren, Houellebecq, Huile sur toile de lin, 53cm x 53cm, 2005.
Houellebecq, así pues, se sirve
también a su manera del recurso a la autoficción, un procedimiento que empieza
a ser, a mi juicio, demasiado recurrente en las narrativas actuales, desde
Coetzee a nuestro más cercano Manuel Vilas (e incluso Menéndez Salmón, aun disfrazándose
bajo el nombre de Bocanegra, en La luz es
más antigua que el amor), así como otros autores más o menos conscientes de
un discurso que se quiere posmoderno. Como Coetzee en Verano, Houellebecq tiene la inteligencia suficiente (y el respeto
a la sensibilidad del lector) como para retratarse de forma desidealizada e
incluso paródica; la otra coincidencia entre ambas novelas es la muerte del
autor: en la del surafricano éste había fallecido ya, mientras que en la del
francés el personaje del autor es encontrado muerto y mutilado en el tiempo de
la narración. Está claro que el recurso escapa a lo meramente ingenioso, que
detrás hay toda una intencionalidad crítica, empezando por la negación de un
realismo clásico, sustituido ya por un realismo descarnado, ajeno a convencionalismos
naturalistas y al yugo de la verosimilitud. En términos generales el recurso
resulta pertinente a veces, otras me parece propio de un egocentrismo mal
disimulado que juega al tristanshandismo con más o menos gracia, y en otras me
recuerda (salvando las distancias y el contexto) a ese molesto narrador
decimonónico que interpelaba al lector y se dedicaba a opinar sobre lo divino y
lo humano sin venir a cuento. Este último no parece el caso de Houellebecq,
pero no cabe duda de que el recurso funciona bien en muchos sentidos. Incluido
en el sentido más rentable en términos no sólo literarios. Si en otras novelas
muchos lectores buscaban el “morbo” en algunas opiniones del narrador o los
personajes (e indirectamente del propio Houellebecq), en ocasiones misóginas o
xenófobas, en ésta ese supuesto morbo se encuentra en la propia muerte del
autor y en el thriller que lo
acompaña, que difícilmente podemos tomarnos en serio como tal. Aunque el
recurso no se agota en esa lectura.
El juego de espejos tampoco se agota
en la autorreferencia múltiple. Se encuentra en el mismo principio: lo que
parece una escena de la realidad es una escena de un cuadro en el momento en
que el pintor Jed Martin lo está realizando. Una obra, por otra parte que el
pintor destrozará ante la impotencia de no lograr expresar lo que pretende. Ese
cuadro, que lleva por título “Jeff Koons y Demian Hirst se reparten el mercado
del arte”, en alusión a los dos artistas mejor cotizados, es una de las
numerosas referencias al valor económico del arte. El arte, por tanto, tiene
doble tratamiento: desde lo puramente pecuniario, fuente de beneficios, y como
forma de interpretar la realidad. Este último constituye un pilar de la novela,
aunque las tentativas de Jed Martin resulten infructuosas (aparte de los
fructíferos resultados en términos de beneficios económicos). La crítica al
mercado del arte (y a la industria cultural por extensión) queda, no obstante,
algo difusa.
Otro punto de gran interés está,
una vez más, en el diagnóstico nihilista y el retrato de un realismo
desencantado que hace de nuestra sociedad, en particular de un mundo occidental
poblado de seres solos (por voluntad o torpeza), impotentes (en sentido
polisémico), incapaces a menudo de comunicar sus sentimientos y sus ideas a
quienes tienen más cerca. Es el caso de la relación entre Jed Martin y su
padre, que me parece de lo mejor de la novela, o del mismo pintor con Olga,
algo más previsible. Aquí me parece patente la escasa proximidad de Houellebecq
al género femenino, por lo esquemático de muchos de sus personajes femeninos
(aunque la Anabelle de Les particules
élémentaires me pareció más lograda, desde luego mucho más que esta
estereotipada Olga). Frente a su nihilismo descarnado, virulento, frente al
hueso duro que pretende hacernos roer, surge, como en otras novelas del autor,
una mirada más sensible, sobre todo cuando toca los aspectos más vulnerables de
sus personajes, los relacionados con su afectividad. Este elemento, que actúa
como contrapeso, aun sin dejar de ser abordado desde el pesimismo, otorga un
sentido diferente a esa otra mirada más turbia de Houellebecq.
En su conjunto, La carte et le territoire me parece una
novela muy valiosa, por momentos lúcida, hilarante, obscena (lo cual no tiene
por qué ser negativo), por momentos tediosa (sobre todo en las digresiones más
pobres y deudoras del discurso comercialoide, esa servidumbre en forma de
disertación sobre marcas y modelos) y por momentos ágil. Contradictoria como
pocas. Por otra parte, su afán de multiplicidad se queda en ocasiones en el
mero comentario. Acaso por eso se ha acusado al autor de desarrollar un
discurso wikipediano, sobrecargado de información sin fondo. Esto, que queda en
el terreno del chascarrillo, me parece menos importante que su manera de salir
del paso.
Lo que se plantea de forma más o
menos sutil como solución de escape es, como decía más arriba, una vuelta a los
orígenes, a las raíces familiares rurales. Se nos pinta así, como en Les particules élémentaires, una salida utópica
algo pueril, y en cierto modo reaccionaria. Si en la novela de 1998 el
desarrollo de las investigaciones biológicas de Michel acababan por mejorar la
especie humana en 2029, en ésta la vida en Francia hacia 2040 se pinta como una
repoblación idílica del mundo rural. Eso sí, no desde una ideología comunal
progresista, o neohippie, lo que
Houellebecq desprecia, sino con cierto clasismo, bajo el predomino de los
nuevos colonizadores ricos, principalmente chinos y rusos. Lo que pierde a
Houellebecq, en mi opinión, después de hacer un diagnóstico arriesgado pero
certero de nuestro presente occidental, puede que hiperbólico y hasta cruel,
pero agudo, es su incapacidad para aceptar la imperfección y la derrota de la
humanidad, la necesidad de redención. Esa salida idílica, como en su novela de 1998, no puede sostenerse en serio, y queda por tanto la impresión (diría la certeza si se pudiera hablar de certezas en novelas como ésta) de que es un último elemento de juego.
La novela, en suma, y como vengo
diciendo, es muy rica en temáticas e interpretaciones. Esto tal vez sea,
simultáneamente, un valor y una carencia, puesto que pretende abarcar
demasiado. Tanto, que el mapa supera con diferencia las dimensiones del
territorio que pretende representar (o interpretar). De hecho, el lector se
encuentra en definitiva ante un mapa sin territorio, una representación de la realidad
que, por realista que se pretenda, no deja de ser una interpretación, una
mirada personal. Aunque, desde luego, no una mirada cualquiera.
Cuando leí hace años Las partículas elementales, me conmocionó mucho. Me gusta la provocación y la reflexión que hay en ella, pero me repugnaba un poco el tono de francés que intelectualiza todo, el sexo, el consumo, el hippismo y esa distancia a la mujer que le da un tono artificial a las relaciones, como si fuera un analfabeto social total. Sin embargo, siempre me ha parecido una de las grandes novelas contemporáneas, y quizás por mi gusto por la ciencia ficción, me encantó el final, con un punto de cuento extraño que daba un respiro a la angustia del resto. Por lo que cuentas me han entrado ganas de leer esta, pese a que Houllebec me produce el mismo rechazo que atracción, como aquellas películas de Rompiendo las olas o La pianista, impactantes y dolorosas.
ResponderEliminarBesitos, Dani, te debo una llamada.
Sigue escribiendo, hoy en día sólo triunfa la persistencia.
Eso es lo que pretendía decir, implícitamente, en mi lectura de Houellebecq: la buena literatura no sólo emociona, también te hace reaccionar, y a veces te subleva. De todas formas, si el pacto de la ficción se establece de forma diferente con cada autor, hay algunos, como Houellebecq, que exigen una mente más abierta para encajar sus ideas, o al menos saber qué vale la pena tomar y qué dejar de lado: nada nos obliga a abrazar el todo. Gracias por el comentario y por los ánimos. Y besos, llama cuando quieras, Helena.
ResponderEliminarHoullebecq siempre vuelve a los mismos temas pero el aura de vacío vital se encarna en 'El mapa y el territorio'como nunca, incluyendo su propio asesinato...
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