Polvo en el neón
Carlos Castán (1960)
Fotos de Dominique Leyva
Tropo editores, 2012, 96 p.
El viaje. No sólo el que lleva a Quinn desde Springfield, Illinois, hasta un lugar llamado Flagstaff, en Arizona, para cobrar la herencia de su tía Hanna: el otro, el que le lleva a encontrarse consigo mismo; la duración del viaje como proceso de cambio, de búsqueda dentro de sí. El viaje es la proyección hacia atrás y hacia delante, origen y destino en la geografía, pero sobre todo memoria y proyecto. Y ese presente del viaje que supone hacer balance, decidir, romper. Quinn parece estar a mitad de camino de todo, entre dos: mujeres, lugares, modos de vida. Sexo y amor, compañía y soledad. Acaso sólo sea una apariencia y ese estar entre ya se haya cerrado dentro de su cabeza antes de que el lector lo sepa.
El viaje. El de las fotografías de Dominique Leyva, que no son mero soporte de las palabras, sino que entablan un diálogo con ellas, sin que por ello ambas narraciones se entremezclen o cuenten la misma historia. No la fotografía como ilustración: la fotografía como narración paralela. Los moteles, la carretera, la América profunda de la Ruta 66 están en los dos lados, pero ambos circulan sin entorpecerse, sin mezclarse. Y también la fotografía nos cuenta, de otra forma, discontinua y contundente, vacía de todo lo que llena la otra historia: las personas. No hay personas, nadie, en las fotografías de Dominique Leyva. A lo sumo huellas de presencias, alguna sombra. Predominan los lugares, detalles, letreros. Y sin embargo ahí también está latiendo algo, indicios para la imaginación.
El viaje. El del texto que completa al propio texto: esos fragmentos destacados, que son y no son la narración, como una sucesión de voces externas al relato del narrador. Antes de entrar en la lectura pensé que eran fragmentos del propio texto, repetidos en letra mayor. No: son otra forma del viaje, un juego de espejos que aportan nuevos ángulos al relato.
El viaje. El que uno hace en su mundo de referencias. Wim Wenders y Raymond Carver se esconden en algún lado de estas páginas. Las asociaciones no son necesarias, sino libres. Ni siquiera discutibles, porque no son de Carlos Castán sino mías, se dan en la recepción sin pretender acertar. Aquí he vuelto a vivir la experiencia de París, Texas. Es algo más complejo que una mera atmósfera compartida. También he tenido una sensación que me recuerda la lectura de Carver, ahí está ese ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? No creo que haya azar: la pista la da esa misma frase, que Quinn suelta a Jessica poco antes de su separación.
El viaje. Más allá del viaje narrado en el relato y la imagen, me figuro este libro como un viaje doble. El primero, el de Carlos Castán desde el relato a la novela (con sucesivas idas y vueltas futuras, supongo, espero): este año aparece su primera novela, en Destino. El segundo, el de dos editores inconformistas y valientes, que no sólo apuestan por escritores españoles desconocidos (no es, desde luego, el caso de Carlos Castán: es más bien el mío), sino que aún se atreven a editar libros fuera de lo común como éste (y, si tenemos suerte, seguirán haciéndolo).
Ojalá Polvo en el neón se convierta en el librito de culto que merece ser. No por el relato de Carlos Castán por sí solo, por las fotos de Dominique Leyva o por la cuidada edición de Tropo, sino por el conjunto indisociable de las tres cosas.
me quedan apenas unas páginas para acabarlo por fin
ResponderEliminary sí