miércoles, 16 de abril de 2014

Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón


Técnicas de iluminación
Eloy Tizón (1964)
Páginas de espuma, 2013, 164 p.

No suelo leer libros de relatos de autores actuales, más por una mala predisposición mía que por otra razón: me produce una gran desazón el desequilibrio, que a un buen cuento siga otro más flojo y al siguiente uno acaso imaginativo pero que no alcanza a otros que le seguirán; altibajos inevitables, seguramente, y que sin duda se dan también en la novela. Pero en la novela esos desequilibrios me parecen más justificables, un poco como quien tolera las bufonadas en un niño deficiente, mientras se muestra más inflexible con ése del que se espera más, que aspira a otro rango. El cuento, es cierto, se ha caracterizado siempre por ser más exigente en su composición, quizá por eso yo, que soy más bien disperso, lo frecuento poco como lector y como escritor. Frecuento más la poesía, y allí la irregularidad no me disgusta porque me quedo con lo que me gusta y puedo prescindir de lo que no me dice gran cosa sin que me pese. Pero lo anterior siempre puede ser contradicho, y además hay excelentes escritores que saben darle la vuelta a los géneros y corsés literarios. Y aquí es donde acabo este preámbulo prescindible para referirme a Eloy Tizón y sus Técnicas de iluminación, un libro tan luminoso como oscuro, rico en matices y reflejos.

Uno llega a ciertos escritores de forma más o menos azarosa. Las referencias son múltiples, pero no siempre nos acercamos en el momento en que lo hacen otros. Yo, casi siempre, llego más tarde (pero nunca es demasiado tarde cuando hablamos de lectura). Técnicas de iluminación es el segundo libro que leo de Eloy Tizón, y me ha bastado para confirmar (después de Velocidad de los jardines, en el que entré hace tiempo, y que recuerdo como un libro que me impresionó más que éste) que estoy ante un escritor mucho más sólido que otros más celebrados. Los principales méritos de Eloy Tizón son la fuerza de su prosa y su inventiva a la hora de crear imágenes expresivas. Cosas como:

“Nos gusta la nieve porque no tiene nombre ni edad. La nieve es la esquina sucia de las palabras, ese resto que queda después de haber triturado todos los nombres propios: un poco de arena fría. Si uno pudiera, se casaría con ella. La nieve en el altar. Los invitados, impacientes, mordisqueándose los guantes. Muebles envueltos en fundas en casas de veraneo cerradas. Y al fondo, un gallo o dos, que no cantan. ¿Acaso existe, la nieve?” (p. 16, “Fotosíntesis”).

Está, además, esa capacidad de jugar con el cuento y darle la vuelta a lo previsible, de burlarse de los decálogos y recetas sobre lo que es o debe ser un buen cuento. Ahí tenemos una pieza tan singular como el citado “Fotosíntesis”, lejos de cánones, cargado de fuerza poética.

El conjunto de relatos es excelente, pero no puedo evitar tener mis preferidos (sólo he hecho una lectura, es un libro para volver a visitar). Son “Ciudad dormitorio”, “Nautilus”, “Fotosíntesis” y “Manchas solares”. En todos ellos me interesa más el mundo que crean las palabras que lo narrado: lo que me parece más sólido es esa belleza del lenguaje, la capacidad de hacer que el lector goce con esa capacidad para crear imágenes y formas nuevas, independientemente de que lo que se cuente sea, como me parece, muy sugerente. Tal vez eso sea lo que ha hecho que muchos escritores de nuestro tiempo tengan a Eloy Tizón como uno de los grandes. Y no les falta razón.

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