Los hemisferios
Mario Cuenca Sandoval (1975)
Seix Barral, 2014, 536 p.
Hacía días que quería escribir algo sobre esta novela, que acabé de leer a principios de septiembre. La acabé, de hecho, en el asilo nido (guardería) donde mi hijo menor hacía el inserimento (periodo de adaptación), sentado frente a un grupo de madres de otros niños recién llegados. En ocasiones sentía miradas de soslayo, un silencio de extrañamiento ante este padre que, con el simple movimiento de apertura de las cubiertas de un libro, dejaba de ser alguien comunicativo e implicado en la crianza de su hijo para transformarse en un devorador de palabras silencioso y esquivo. Ese libro es este libro: Los hemisferios, la tercera novela de Mario Cuenca. Imagino que la imagen de la cubierta chocaría a algunas de esas madres: ese beso de dos mujeres idénticas contrasta con la candidez predominante en el espacio que compartimos mientras acompañábamos a nuestros hijos en su primer contacto con la institución educativa (sí: las escuelas, hospitales, prisiones, ya sabemos, ahí un primer atisbo de Foucault, algunas de cuyas ideas están presentes en la novela).
Los hemisferios es hipnótica y compleja, se entra en ella como quien atraviesa bajo un arco para ingresar en ese estado de implicación que logran las novelas abiertas a la multiplicidad de interpretaciones. Desde el mismo inicio entré con sorpresa y esa avidez de leer que despiertan pocos libros. Novela doble, múltiple. Doble en su estructura: dos “novelas” sucesivas, compuestas por noventa fragmentos cada una, primero “La novela de Gabriel” y a continuación “La novela de María Levi”, entre las que se establecen numerosas conexiones: y aquí es donde entra la multiplicidad, en el fértil juego de reflejos distorsionados, repeticiones levemente alteradas en personajes y acontecimientos, sustituciones, versiones; pero también en la riqueza de ideas y referencias.
En el comienzo, lo que leemos pertenece a un plano de realidad segundo: texto dentro del texto, un narrador nos cuenta, próximo al punto de vista de Gabriel, el accidente de coche en que éste viaja con su amigo francés Hubert Mairet-Levi, la muerte de la Primera Mujer y lo que desencadena: el origen en la desaparición. Lo que viene después transcurre sobre todo en una ciudad llamada Panam’ (que es París, en la novela que escribe Gabriel) y en Barcelona (que, como otras ciudades, se cita con las siglas de su aeropuerto, BCN), hasta el espejo en que el narrador se desdobla y comienza a dirigirse a Gabriel en segunda persona. Memoria y e imaginación, anacronismos y negación del tiempo presente:
“Y qué sucede cuando se diluye la frontera entre la realidad percibida y la realidad recordada. Has vivido prisionero de la memoria, en una resistencia absoluta a lo novedoso, una enfermiza voluntad de transitar una y otra vez el mismo circuito, las mismas realidades, sólo lo conocido o lo que se asemeja a lo conocido. Tal vez la locura consista en ese ensimismamiento, esa resistencia a aprehender la novedad, la apreciación de todo objeto, de toda persona y de todo suceso como un ritornello, el desprecio de cuanto no puede hacerse girar en el carrusel de la conciencia.” (p. 234)
La idea de regreso de la desconocida muerta en el accidente (reencarnación alterada en la figura de Carmen) se vincula pronto a la película Vértigo de Hitchcock (“De entre los muertos” se tituló de forma bien descriptiva en España).
La segunda parte está narrada en un estado de limbo por la propia María Levi, versión o desdoble del cienasta Hubert Mairet-Levi en una mujer lesbiana que viaja de París a Islandia. La narración de la búsqueda del volcán islandés se alterna con el recuerdo de su adolescencia y juventud punk entre París y Barcelona. Es aquí donde se suceden los reflejos, y de nuevo la repetición de la presencia de esa Primera Mujer, las sustituciones. Las semejanzas, sin embargo, no implican un cambio en el punto de vista sobre la misma historia: aunque el motivo sea el mismo y se invoquen situaciones, personajes y detalles de la primera parte, lo narrado entra en un terreno menos sólido, en ocasiones próximo a lo onírico, sobre todo en la parte de Islandia. En la narración del pasado, lo punk se funde con un peculiar vampirismo. Pero estos supuestos vampiros de Mario Cuenca tienen algo en común con los de la última película de Jim Jarmush: en ningún momento inspiran temor o hilaridad, la avidez de estos vampiros es más propia de un romanticismo underground. Los personajes, principalmente María Levi, como Hubert y Carmen en la primera parte, parecen inmersos en una performance personal, intervienen sobre su propio cuerpo mediante tatuajes, piercing, mediante la autolesión que, en última instancia, se vincula con ese vampirismo sin colmillos (Aurora).
La naturalidad con que la narración se convierte en ideas y éstas en pensamiento filosófico es sorprendente. Porque no se llega a ideas de Foucault, de Deleuze y a pensamientos o aspectos de otras filosofías (y aquí yo incluso veo aspectos de teoría queer), sino que las ideas brotan de la propia narración, parece inevitable que surjan, sea de forma más o menos explícita. Por otra parte, si las dos grandes referencias cinematográficas de Los hemisferios son la citada Vértigo y (en la segunda parte, aunque con menos presencia) Ordet (“La palabra”) de Dreyer –hay fotogramas de ambas espigados a lo largo de la novela–, las referencias literarias están bien presentes. Destacan los numerosos vínculos que establece con Rayuela de Cortázar, y ahí también está una forma de ver París. Un ejemplo entre muchos podría ser la Berthe Trépat cortazariana, transmutada aquí en Edith Trépat, que no es ya aquella pésima pianista que tocaba sus piezas en un teatro, sino una performer que trabaja, entre otras cosas, con la automutilación y el masoquismo verbal.
La lectura de Los hemisferios, un mes después, todavía me ronda la cabeza. Me dejo muchas cosas, exigirían una atención que, por desgracia, no puedo prestarle. No es fácil despertar el deseo de leer, de descubrir e interpretar personalmente (acertadamente o no, qué importa) cuanto sugiere, con el disfrute intelectual y literario. Porque, aunque sea al final, hay que decirlo: la prosa de Mario Cuenca es hábil y rica, capaz de conciliar con idéntico vigor placer y desasosiego.
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