Aferrar como apartando, a fin de abrir mejor. Hacer de las dos concavidades una sola, del mismo modo que el pintor esparce con un grueso trazo. Moverse de abajo arriba, de atrás a delante, de sur a norte, entre los bordes hirsutos. Recorrer el surco una y otra vez hasta crear en el sur un hoyuelo blandamente receptivo, como reclamando –se diría– entre balbuceos una atención mayor. Y en el norte, un tenso brote abotonado, henchido y tembloroso, a punto de estallar hacia adentro, hasta el extremo de la última de sus raíces.
Luis Goytisolo, Diario de 360º (2000), ed. Siruela, 2010, p. 102.
En esta ¿novela? encuentro al mejor Luis Goytisolo, más allá de su gran obra Antagonía, que me pareció asombrosa y excelente, pero también a ratos plomiza (lo cual es, probablemente, más una carencia mía que de la propia tetralogía). Hay un dominio de la escritura fragmentaria que ya quisieran algunos afterpoperos (ojo, algunos), un giro de un año a través de fogonazos narrativos, poéticos o eróticos como el fragmento que cito arriba, autobiográficos sin caer en la autorreferencia ombliguista, metaliterarios, etc. Hay hilos conductores (de argumentos, temas, tonos), pero también fragmentos inconexos que mantienen en general un gran nivel literario.
Lejos de la postmodernidad blanda que nos domina, que entre banalidad y balanidad parece volver a poner en primera línea el ego del autor por encima del texto, las propuestas teóricas y los comentarios por encima de los resultados literarios, Goytisolo (probablemente sin pretenderlo) da una lección anticipada de maestría con este libro. Y recuerda, además, que la mejor literatura es la que, además de dar placer, aviva las ideas, amplía el perfil de las preguntas desde el centro de la propia creación literaria, no desde sus márgenes.
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