En estos días en que tanta gente se ha echado a la calle para exigir lo obvio, para pedir que la democracia no se quede en este simulacro, para exigir que los políticos representen a la ciudadanía y no a los intereses del poder, da rabia ver cómo seguimos manteniendo a personajillos que se dedican a reescribir la historia desde sus cavernas académicas.
Para empezar, el Diccionario biográfico español que acaba de publicar la Real Academia de la Historia deja fuera a las mujeres (salvo a algunas glorias del santoral ultramontano), siguiendo la tradición dieciochesca de honrar a los “varones ilustres” de la patria. Entre otras perlas, el Diccionario da lustre a la imagen de Franco (no se le califica de dictador), y suaviza la dureza de su régimen, que describe como “autoritario pero no totalitario”. No es cuestión de matices, sino puro falseamiento interesado, claro afán de limpieza de un régimen dictatorial y de un tirano sanguinario. Si al franquismo no se le atribuye el calificativo de dictadura, por contraste, el último gobierno de la II República, el del socialista Juan Negrín, se tilda de “prácticamente dictatorial”.
De haber sido sufragada por una fundación privada, la publicación de esta obrita sería lamentable, pero no escandalosa. Si resulta indignante es porque esa Real Academia de la Historia, institución obsoleta y ultraconservadora, está mantenida con fondos públicos, y este deplorable Diccionario hagiográfico ha sido costeado por el bolsillo de los contribuyentes.
Más allá de la corrección necesaria de las entradas de ese diccionario, lo cuestionable es la propia existencia de esa Academia. Como ha dicho con acierto Julián Casanova, los historiadores no necesitan guardianes de las esencias de la historia. La Academia no es el órgano institucional de los historiadores (¿acaso lo es la RAE respecto a los escritores?), sino un club de revisionistas. La Academia, a lo sumo, es idónea como objeto de estudio historiográfico, pues es muestra de cómo instituciones de esa índole han servido al poder desde su discurso de reconstrucción y andamiaje de las fuerzas vivas de la tradición más ultraconservadora, que ha gobernado este país durante buena parte de su historia.
Si no queremos que una institución así rediseñe nuestra historia a su antojo, si no queremos que una vez más se devuelva a los vencedores el privilegio de escribir la historia, tenemos el derecho a exigir que, al menos, se les retire toda subvención pública. En última instancia, cabe preguntarse por la necesidad de mantener instituciones públicas caducas e inútiles como ésta, que en tiempos de crisis deberían ser el objetivo prioritario de la tijera presupuestaria.
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