Llámame Brooklyn, 2006
Eduardo Lago
Destino, 2006, 397 p.
Con su primera novela publicada (a la edad de 48 años y con mucha escritura detrás), a Eduardo Lago le dieron el premio Nadal 2006, algo que honra a este galardón aunque sólo sea muy de vez en cuando.
Hay ciertos textos narrativos en los que resulta superfluo separar “lo que se cuenta” de “cómo se cuenta”, y este es un caso claro. El argumento de Llámame Brooklyn es simple, pero la estructura que lo sustenta lo hace parecer complejo y lleno de vericuetos, zonas oscuras, voces y perspectivas, saltos temporales, digresiones e historias paralelas. Es una complejidad amable, digamos, que en ningún momento arrebata al lector el hilo que lo guía en una lectura que en ningún momento desanima.
La historia principal es la de Brooklyn, la novela autobiográfica que Gal Ackerman deja inconclusa y dispersa en múltiples cuadernos y papeles. El texto que leermos es y no es esa novela, de forma similar a como Don Quitote de La Mancha no es, aunque juega a ser, la novela que en gran parte escribió ese Cide Hamete Benengeli y que encontró Miguel de Cervantes. Aquí no hay supuesto hallazgo de un manuscrito, sino encargo: el primer narrador, Néstor Oliver-Chapman, acepta el compromiso de completar esa novela a través de los materiales que le cede su amigo Gal. El argumento tiene dos pilares: por una parte, el de esa amistad incondicional, en la que Néstor se identifica con la narración y la vida de Gal, convirtiéndose en un investigador-compilador, pero también en una extensión del propio Gal; y, por otra parte, la relación amorosa de Gal con la violinista Nadia Orlov, única destinataria de la novela y, por tanto, principal estímulo para su escritura. Hay, afortunadamente, otras historias que actúan como marco de parte de la narración, como la del bar Oakland, último refugio de náufragos. Están aquellas que ayudan a comprender la biografía del escurridizo Gal Ackerman, como el viaje que éste hace al Madrid de los sesenta para conocer sus orígenes en la guerra civil española. Y hay, por fin, piezas narrativas que se insertan como elementos aislados, ficciones nacidas de la imaginación de Gal Ackerman, así como algún homenaje literario (a Thomas Pynchon, entre otros). Y está, claro, Brooklyn, que no es un mero escenario de cartón piedra, sino un personaje central en varios sentidos (y mejor no decir más).
Eduardo Lago es un caso extraño: autor español que vive desde hace décadas en Nueva York, su manera de insertarse en Estados Unidos es un ejemplo de fértil inmigración literaria que recuerda (salvando las distancias, hoy por hoy es muy pronto para valorarlo) a autores como Juan Goytisolo o Julio Cortázar: aporta lo mejor de su tradición y sabe beber del lugar de acogida y de su literatura situándose dentro de ella. Dentro, sí, porque a veces uno tiene la impresión de estar leyendo una novela norteamericana de alguien que conoce bien a Don DeLillo, Philip Roth o Paul Auster. La diversidad de ambientes, tiempos y contextos hace de esta novela un texto mestizo, entre lo español y lo americano, de aquí y de allá a un mismo tiempo.
Llámame Brooklyn es una novela madura e impecable en su compleja organización y en su escritura, pero además cuenta una historia intensa y subyugante mediante personajes muy bien construidos. La novela consigue crear una ficción capaz de conmover (en el sentido amplio), de provocar la reflexión y la complicidad del lector, sin por ello sacrificar el juego literario y el trabajo creativo con la estructura narrativa y el lenguaje (de hecho: lo consigue gracias a ello). O, dicho de manera más sencilla y directa: consigue, a su modo, lo que muchos escritores buscamos: disfrutar escribiendo y hacer disfrutar a otros leyendo.
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