Miguel Ángel Ortiz Albero
Jekyll & Jill, 2011, 125 p.
Qué sorpresa leer este libro, del que tenía algunas referencias y que llevaba varios meses tentándome desde los anaqueles de mis librerías preferidas de Zaragoza. Hace un par de meses me había dejado llevar por una vocecilla interior como de duende puñetero (“vamos, Daniel, llévatelo, léelo, verás que vale la pena”), pero hasta hace una semana (y la recomendación de Menéndez Salmón me ha animado) no lo abrí: y aquí está mi ejemplar, pulcramente editado por Jekyll & Jill y con su correspondiente serigrafía del autor, la 748/800, ya leído y gozado. Y claro que ha valido la pena. Porque es un libro muy vivo, apasionado, amargo y luminoso a un tiempo.
Miguel Ángel Ortiz Albero es un escritor fértil y diverso: poeta, novelista, autor de textos teatrales, guionista y articulista, además de artista plástico de larga trayectoria. (Paréntesis personal: es, además, alguien a quien me he cruzado un puñado de veces en las pantallas y aquí en Zaragoza; la última ocasión, en el festival Trayectos: al parecer también compartimos el interés por la danza contemporánea y territorios fronterizos.) Aunque Un día me esperaba a mí mismo es la única obra suya que he leído, me da la impresión (reforzada al ojear opiniones sobre esta novela) de que es un autor inquieto e inconformista en tanto que busca diversos registros, nuevas formas de expresarse en cada nuevo libro. Es decir, que no se acomoda en un determinado estilo o mundo referencial. Todavía no lo sé, tendré que seguir leyendo su obra para corroborarlo.
Un día me esperaba a mí mismo es una novela sobre Guillaume, que es el poeta Apollinaire. Es una novela sobre Guillaume en la guerra (la Gran Guerra), sobre el ardor y la desmesura de su amor por Madeleine, sobre la poesía y la barbarie. No es, sin embargo, un narrador omnisciente quien da cuenta de la pasión de Apollinaire y de sus vicisitudes en el frente, ni siquiera el propio Guillaume, sino su buen amigo Berthier: La voz de un testigo muy próximo, pero que inevitablemente es una voz incompleta, la de quien ha escuchado y leído, pero no vivido, y por tanto abierta a vacíos y fisuras, a conjeturas disfrazadas de certeza. Y lo que Berthier narra es una reconstrucción a partir de las cartas de Apollinaire a Madeleine, de las conversaciones y experiencias compartidas con él en las trincheras, con el colofón (que es, al tiempo, el detonante de la narración), una treintena de años después de la muerte del poeta, del encuentro con la propia Madeleine.
Ejemplar 748/800 de la serigrafía de Ortiz Albero que se obsequia con el libro.
Entre los 168 fragmentos breves que componen la novela (en su mayoría retazos de conversaciones y cartas, recuerdos de Berthier, etc.) hay otros fragmentos en cursiva, que son “entradas para un más que probable Álbum Guillaume”: descripción de fotografías, postales, dibujos, objetos, textos, etcétera. Más allá de servir como recurso que ancle la narración en la historia real de Apollinaire y su relación con Madelaine y la guerra, suponen todo un repertorio de piezas de coleccionista que, en un principio, desconciertan, pero que pronto adquieren sentido y enriquecen la narración. Supongo que se trata de elementos reales (¿lo son todos?, imagino que sí, y en tal caso hay que celebrar la labor de documentación de Ortiz Albero): se construyen como reales y, como tales, refuerzan la experiencia lectora, acercan la figura humana del protagonista, enriqueciendo la palabra poética.
Las referencias literarias, con todo, no se limitan a Apollinaire: en el horror de la guerra hay un homenaje a la Madre Coraje y sus hijos de Brecht, en forma de recreación: la señora Bragelogne y sus hijos (también hay una muda, llamada aquí Mazel). Como la madre brechtiana, la de Ortiz Albero porta en su carro mercancías para los soldados: su negocio es la guerra y la necesidad, y cuanto más duren, mejor. Y también aquí los hijos de esta madre coraje son aniquilados por la guerra y la ambición de su progenitora.
Al igual que al hablar de su amor por Madelaine, la fuerza poética con que se retrata la guerra en esta novela es propia de Apollinaire: Ortiz Albero logra, así, diluirse como autor, embebido de otra voz y otro lenguaje, la del personaje central del libro, que a menudo habla a Berthier como podría hablarnos a nosotros, lectores que asistimos a esta celebración del amor y la poesía en medio de la oscura belleza de una guerra demasiado lejana.
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