lunes, 4 de febrero de 2013

Vida y época de Michael K, de Coetzee

Vida y época de Michael K, 1983
J.M. Coetzee (1940)
Mondadori, 2006, 188 p.
Traducción de Concha Manella

Como ocurre con la obra de algunos de los escritores que más valoro, las novelas de Coetzee reflejan una diversidad de intereses o necesidades expresivas que hacen del conjunto de la obra un árbol con sus ramas principales a menudo divergentes, sus ramas secundarias, entrecruzamientos y raíz común. El estómago y la mirada de Coetzee está siempre allí, pero es cierto que, por ejemplo, Vida y época de Michael K o Desgracia ocupan un lugar de su espacio literario, y las más o menos autobiográficas (dado que Verano juega más que Infancia o Juventud) ocupan otro muy distinto. Ambos territorios me parecen interesantes por razones diferentes, pero, al menos ahora, me siento más cerca de novelas como Desgracia y esta que comento a continuación.

En Vida y época de Michael K el título nos plantea ya una trampa. No, no se trata de contar la vida de ese Michael K y la época en que vivió. De lo que se trata es de cómo se conjuga esa vida –no la biografía (en la novela, al margen de los recuerdos, no trascurren más de tres años), sino la vida misma– en relación con la época, con el tiempo histórico en el que se inserta y que necesariamente la condiciona. Porque precisamente lo que desarrolla la novela es una relación dialéctica, conflictiva, entre el hombre y su tiempo: Michael K quiere escapar de esa época, del tiempo histórico en el que ese cuerpo endeble y tenaz parece no tener lugar.

Porque detrás de ese hombre marcado por su aspecto de pobre diablo, por ese labio leporino que despierta lástima o rechazo, hay toda una historia de encierros y tentativas de escape. El paso por el orfanato Huis Norenius lo ha dejado marcado y, desde entonces, apegado a su madre, ha trabajado como jardinero. En una Sudáfrica asolada por la guerra civil, donde se suceden controles y limitaciones a la movilidad de la población, trata de viajar (primera huida) con su madre enferma desde Ciudad del Cabo a la granja donde donde ella creció, en el Karoo. En el duro viaje, la madre muere, y Michael deambula con sus cenizas hasta Prince Albert, el pueblo donde está la supuesta granja. El lugar está abandonado por la familia de propietarios, pero, tras enterrar las cenizas, Michael K decide permanecer allí. La llegada de un nieto de los propietarios,  refugiado tras desertar, le hace huir a las montañas, donde sobrevive a duras penas. Después llega el primer internamiento forzoso (o el segundo, si se cuenta la infancia en el orfanato) en un campamento, del que escapa para regresar a la granja. Allí se instala de nuevo con la intención de permanecer indefinidamente, pero no en la casa: excava un habitáculo donde vivir, y entrega todas sus fuerzas al cultivo de calabazas que riega con agua del pozo. Esa es su forma de afrontar su época: crear un agujero, cultivar calabazas. Ni siquiera las calabazas son su sustento diario; apenas se alimenta, y lo hace con las más ínfimas miserias de la tierra, raíces, bayas, incluso lagartijas.

La segunda parte, sin embargo, no está relatada por un narrador en tercera persona próximo a él, sino por el médico que le cuida en un centro de reeducación (se le acusa de aportar alimento a los rebeldes y de colaborar con ellos). Ese médico se obstina en comprenderlo, en ayudarle y alimentarlo, pero fracasa en su empeño, puesto que el obstinado Michael K acaba por escapar también de allí.

La impresión que puede tener el lector es la de un personaje en la frontera de la razón, alguien próximo a la locura o al retraso mental. O la de un personaje à la Beckett, también. Pero detrás de sus sucesivos internamientos y escapadas, sin que afloren los parámetros claros de la época y del conflicto de ese periodo, está una guerra que no es la suya, que él no puede asumir sino como una imposición externa y odiosa. Su agujero no puede compararse con el de un topo que se esconde de una dictadura o de un enemigo, su huida constante no es la del disidente clandestino. Es un agujero contra una realidad incomprensible y hostil, contra el ahora opresivo, ese gran encierro del que no se puede escapar. Es Beckett, sí, pero sobre todo es Kafka.

2 comentarios:

  1. Voy leyéndole poco a poco, no pienso dejar una sola de sus obras. Esta todavía la tengo pendiente, pero la que me intriga es Verano. No llega a ser una autobiografía (se pueden tirar balones fuera pero no todos) pero tampoco ficcionaliza su vida, se vale de trucos, muy ingeniosos sí, pero que nos dejan un poco fríos. Y más tratándose de él, con las expectativas que crea.
    No me convenció, creo que es lo peor que he leído de él con diferencia, pero también puede ser que se me escape algo.

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  2. Gracias por tu comentario. Yo también voy leyendo a Coetzee poco a poco. A mí Verano sí me gustó, más que Juventud, por ejemplo, pero sigo prefiriendo la intensidad de Desgracia o Vida y época de Michael K. La fuerza de Verano es otra, más cerebral: la autoficción paródica, el juego de deconstrucción de la figura del autor a través de una ficción que juega con los datos de la vida real. Me parece un libro muy notable y singular. Lo que me parece menos digerible, sin embargo, es que se nos pretenda vender como el futuro de la novela. Esos juicios totalizadores no los trago.

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