La mala luz
Carlos Castán (1960)
Destino, 2013, 227 p.
De las muchas cosas que me ha dejado esta novela, la primera que me viene a la mente es la imagen de Paul Celan en su último puente, en París. Si pienso en sensaciones, queda ese algo de “telaraña y temblor” que ya no puede ser melancolía, y el gozo de haber acompañado a un personaje narrador intenso e irrepetible. Y preguntas, muchas preguntas que van más allá de la ficción, porque La mala luz –primera novela de Carlos Castán después de varios libros de relatos y una novela breve de la que también dije algo aquí–, toca allí donde más duele, en la médula de la vida o su contrario, la soledad. Y es que, como escribe Castán (aunque sea para recordarnos algo que ya sabemos),
“En ocasiones así es donde más claramente he llegado a atisbar la radical soledad de un ser humano, de cualquier ser humano, y la imposibilidad de una comunicación real. No hay trasvase de nervios ni de sangre, no hay forma de que ese miedo salga de su jaula. Dos personas pueden incluso estrecharse el uno contra el otro, apretarse con fuerza la mano, pero una no llega a penetrar en el infierno de la otra, ni siquiera a comprenderlo lejanamente. Es imposible. Más allá de una rudimentaria empatía que prácticamente se agota en la certeza de que el otro sufre, así, en abstracto, nada hay que pueda hacerse para conseguir penetrar en el pensamiento ajeno, en el miedo ajeno, y luchar a brazo partido, como muchas veces se quisiera, contra los fantasmas y las tormentas que ahí se acumulan.” (pp. 73-74).
La soledad aquí es doble: la del personaje narrador y la de su amigo Jacobo. La muerte (asesinato) de este último pone en evidencia que
“la muerte es algo que tiene que ver con la ausencia y esa ausencia tiene que ser percibida por alguien. Los que vivimos solos como perros no podemos morir en este sentido porque ya desde antes estábamos muertos de alguna manera. Para morir de verdad es necesario dejar un hueco, el lugar de la mesa donde te sentabas a desayunar con los demás y en el que ahora ya no se pondrá nadie. La muerte es ese trozo de mesa en el que falta una taza de café con leche. Hay que dejar una silla vacía si quieres morir como Dios manda y que alguna vez alguien te recuerde; y, Jacobo, las sillas vacías que tú dejas nadie las ve, están en una casa sola y cerrada. Por eso, quizá, siento que tu muerte me pertenece, que has muerto sólo para mí como, si hubieran sido las cosas al revés, yo habría muerto para ti solo.” (pp. 146-147)
Que haya intriga, incluso un crimen, no convierte a una novela en un thriller ni la encierra en el corsé de los géneros. La mala luz demuestra una vez más que la buena literatura puede jugar con todo, siempre que tenga detrás a alguien capaz de hilvanar ideas, memoria y experiencia mediante una escritura tan sólida y rica como ésta. El argumento se construye a partir de un puñado de elementos: un hombre solo, una amistad interrumpida por un crimen, una mujer, el furor y la muerte. El narrador es un hombre recién separado que se muda de una ciudad pequeña a Zaragoza, donde también se ha mudado recientemente su amigo Jacobo, a quien unen estrechos lazos de complicidad.
La verdadera fuerza de La mala luz, para mí, está en la construcción del relato a través de un lenguaje como una lengua de viento que enreda al lector y lo empuja hacia adelante, en las imágenes que crea y recrea (hay mucha memoria, que sea autobiográfica o en parte inventada tampoco es relevante), en la literatura vivida como parte de la propia biografía, como un posible salto final. Hay un sólido recurso a otras voces, otras historias que son asumidas por el narrador como parte de sí mismo (entre otros, dos autores que también leí con atención, Marguerite Duras y, sobre todo, Paul Celan), y no se percibe como mera referencia cultural: se asume como parte de la propia experiencia del narrador, que el lector hace suya.
A lo largo del intenso monólogo del narrador se suceden piezas diversas que podrían tener unidad dentro del relato principal, pero que no me parecen cuentos independientes hilvanados con un hilo conductor. Son historias dentro de la historia, referencias a la memoria o a la realidad externa o al peso de la literatura en la propia experiencia vital, dotadas de cierta autonomía, y que sobre todo confieren al narrador una complejidad muy atractiva.
La mala luz no habla sólo de la vida de ese narrador sin nombre, del horror ante la muerte del amigo y de la seducción que también a él lo arrastra. Habla de nosotros, de lo que somos; y lo que somos es soledad y necesidad de belleza (precisamente porque estamos solos), necesidad de encontrarnos con nosotros mismos como hace el personaje después de la muerte del amigo, investigando su propia vida hacia atrás. La necesidad del recuento, aunque sea en forma de desencanto –cómo si no–, para seguir.
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