martes, 14 de enero de 2014

Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza

Nadie me verá llorar (1999)
Cristina Rivera Garza (1964)
Tusquets, 2003, 254 p.

“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”, y aún más, “¿Cómo se convierte uno en una loca?”. Son dos preguntas recurrentes en esta extraña y hermosa novela a la que he llegado como se llega a los mejores libros: un poco por azar, un poco por haber oído o leído el nombre de la autora a escritores cuya opinión tengo en cuenta. Y ha sido un verdadero acierto: ahora sé que volveré a leer a Cristina Rivera Garza. Esta es la segunda novela de esta mexicana ya reconocida, después de la cual ha publicado otras seis. La autora, además de narrativa, escribe poesía y ensayo, y se dedica a la docencia de la escritura creativa en la Universidad de California en San Diego.

Nadie me verá llorar es la loca Matilda Burgos, y es el morfinómano Joaquín Buitrago, que primero fue fotógrafo de prostitutas y ahora lo es de locos en el manicomio mexicano de La Castañeda. Es el México de principios de siglo, de Porfirio Díaz a la Revolución y el fin de ésta. Los temas más evidentes son la locura, la adicción, la muerte. Y la soledad. A través de un narrador en tercera persona –el título, en este sentido, juega al equívoco– vamos descubriendo la historia de Matilda y de Joaquín, los hilos y personajes que unen ambas vidas destinadas al desencuentro. No hay linealidad, y el dominio de la trama mediante los saltos de tiempo es uno de los muchos logros de esta novela.

“Así, la ausencia de Diamantina fue toda suya. Coleccionó sus recuerdos y, uno a uno, los colocó en un lugar recóndito. Después cerró la puerta y puso el candado del silencio. «Nadie me verá llorar. Nunca». Más que el dolor mismo, Matilda temía la compasión ajena. Desde tiempo antes y sin saber, había decidido vivir todas sus pérdidas a solas, sin la intromisión de nadie, a veces ni de sí misma.” (p. 164)

Hay numerosos aspectos destacables en este libro, empezando por el uso del lenguaje, denso y rico en metáforas, bien ritmado, donde se advierte a la poeta que también es Rivera Garza. Por su parte, los propios personajes de Nadie me verá llorar son extremadamente ricos e imprevisibles. No bastan el estigma de la locura o la drogadicción para justificar la ambigüedad y el comportamiento caprichoso de Matilda y Joaquín. Son personajes arcanos, abiertos a la imaginación lectora. Como están abiertas a la imaginación esas fotografías de Joaquín Buitrago, búsqueda de una interioridad en la apariencia: las mujeres de las casas de citas, las locas y, por fin, las ausencias, fotografías de lugares y objetos abandonados por una presencia humana aún latente: un sofá vacío que conserva el pliegue del peso de un cuerpo que ya no está, los columpios recién abandonados en los parques, una taza con la huella del lápiz labial de una mujer.

También destaca el trabajo sobre la realidad, tanto en lo que se refiere a la institución psiquiátrica como a la propia historia mexicana; no en vano la autora es, además, doctora en Historia con una tesis sobre el propio manicomio de La Castañeda y los relatos de los enfermos en él recluidos. Es algo muy patente en los capítulos 3 (donde se reproducen y recrean expedientes de los enfermos) y 8 (donde se reproducen los escritos de Modesta Burgos L., la enferma real a partir de la cual Cristina Rivera Garza construyó el personaje de Matilda). Sin embargo, la historia mexicana no es el centro de la novela y, aunque no se limita a ser un mero escenario –baste con nombrar la presencia de Diamantina y del anarquista Cástulo, ambos comprometidos en la lucha contra la explotación obrera–, sí es cierto que “Matilda Burgos y Joaquín Buitrago se han perdido todas las grandes ocasiones históricas” (p. 211), absortos en sus propios laberintos.

Una novela, pues, intensa y riquísima, construida con los materiales del estudio y del trabajo del lenguaje, que me hace suponer que volveré a disfrutar y aprender (tantas veces es lo mismo) con la lectura de otras obras de esta autora.

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