sábado, 29 de diciembre de 2012

la primera película



Volver a la cueva donde nació, dicen, la imagen. ¿Volver? Nunca estuvimos. ¿Quién, entonces? Volver con el canto la música el cine. Recreación desde el asombro, mirada vírgen. La primera película.

(La música es de Ernst Reijseger, violoncelista y compositor experimental. La película, del gran Werner Herzog: Cave of Forgotten Dreams: más allá del documental sobre las cuevas rupestres de Chauvet, un viaje a los orígenes del arte).

viernes, 21 de diciembre de 2012

regreso al pan desnudo

¿Qué hace que una novela autobiográfica tenga fuerza? ¿Sólo la intensidad de una vida pesa? ¿Y dónde queda el trabajo literario, más allá del contenido de lo narrado, de lo vivido? Tal vez esa fuerza no se limite al contenido, al estilo o a una mirada lúcida, sino que es algo más sutil e inasible. En estos tiempos en que lo autobiográfico, la autoficción y sucesivos desdoblamientos del autor se han sobredimensionado y sobrevalorado tanto, regreso a una novela autobiográfica que me dejó profunda huella en su momento: El pan desnudo, de Mohamed Chukri. No es la narración previsible de un autor literario, de una infancia despierta a la sensibilidad o a la creatividad, de una juventud más o menos transgresora o fértil, de los círculos literarios y el mundo cerrado de la casta de los escritores. No, no es nada de eso, aunque sí que tiene mucho de retrato del artista-granuja adolescente. Está, en ese sentido, emparentado con el impresionante Diario de un ladrón de Jean Genet, a quien Chukri trató en Tánger, aunque tengo la impresión de que el francés era más fabulador que el marroquí.

El pan desnudo es la narración de la vida (o la supervivencia, mejor dicho) de un autor antes de la escritura; antes, incluso, de saber leer. Son los primeros veinte años de una vida quebrada desde el inicio: la extrema pobreza y el hambre, la violencia y crueldad del padre, el erotismo brutal del adolescente, la iniciación al sexo en los burdeles, la prisión, la búsqueda del sustento en la mendicidad y el contrabando. Finalmente, el descubrimiento de un mundo vivo detrás del aparente silencio de esos signos incomprensibles: las palabras. Y el deseo, la necesidad de aprender a leer y a escribir.

“Enfermo, dejé el trabajo. Durante mi convalescencia aprendí a cazar pájaros en el jardín. Improvisé un columpio con una cuerda atada a una higuera. Me sentía a gusto columpiándome. Mi pequeño sexo se erguía con el movimiento. Aprendí a nadar en el estanque que servía para regar el jardín. Me levantaba muy temprano para robar frutas, gallinas y huevos. Conocía perfectamente todos los nidos. Vendía el botín a las tiendas del barrio. Sentía cada día más intensamente el deseo sexual: la gallina, la cabra, la perra, la ternera… eran mis hembras. Tapaba la cabeza de la perra con un tamiz roto, a la ternera la ataba, y en cuanto a la cabra y a la gallina, ¿quién les tiene miedo?
Me dolía el pecho; los mayores a quienes pregunté acerca de ello me dijeron que era por la pubertad. Me dolían los testículos cuando conseguía la erección. La masturbación me parecía normal y cuando lo hacía me imaginaba todos los cuerpos y al eyacular sentía como si tuviera una herida en la verga.”
(p. 25)

Uno de los momentos más luminosos de la novela es la narración de su breve paso por la prisión. Allí, cuando ve a un compañero de celda escribir unos versos en la pared, siente por primera vez el deseo de aprender a leer. Ese pasaje, un diálogo, viene paradójicamente precedido por la intensidad del silencio en la celda:

“Fumábamos en silencio. Sentía calor circulando por mi cuerpo. Fumábamos y tomábamos a tragos el resto del té. Quizá el que la ventanilla estuviera abierta era lo que nos imponía ese silencio. ¿Qué sería de nosotros si estuviéramos condenados a pasar toda la vida en esta celda? Sin duda, representaríamos nuestro papel, nuestros papeles en la vida, de nuestro pasado y de nuestro presente. Acabaríamos esperando el eterno silencio, desapareciendo uno detrás del otro. El más desgraciado sería el último en desaparecer.” (p. 143)

El pan desnudo es, como toda obra literaria digna de serlo, una novela de múltiples lecturas, apreciable desde diversas perspectivas. Lo es, sin duda, desde el punto de vista testimonial, vital, social e incluso político. Testimonio de la extrema miseria, de la humillación y del afán de sobrevivir, así como de un despertar al erotismo y al placer, y también al conocimiento que le llevará, después, a la necesidad de la expresión literaria. Escrita a principios de los setenta del pasado siglo, hay cosas que se cuentan en El pan desnudo que lamentablemente no han cambiado en Marruecos, o que han regresado con el nuevo colonialismo, el turístico. Así, sobre todo, las desigualdades sociales y la extrema pobreza de gran parte de la población, que facilitan, entre otras cosas, el trabajo infantil en condiciones de explotación, el turismo sexual y la prostitución de menores. Con todo, el tiempo en que fue escrita está presente, como cuando se narra la matanza en Tánger que coincidió con las protestas en el día del cuarenta aniversario del protectorado francés sobre Marruecos, con decenas de muertos y desaparecidos. En el origen de las protestas, según uno de los personajes, estuvieron instigadores que trabajaban para el régimen franquista, con el fin de abolir el estatuto de Ciudad Internacional de Tánger y lograr así su incorporación al protectorado español en el Rif.

Mohamed Chukri, nacido en un pueblo del Rif marroquí en 1935 y fallecido en Rabat en 2003, pasó casi toda su vida en Tánger, ciudad fronteriza y de contrastes, ciudad con su época dorada internacional, refugio de escritores pero también ciudad polifacética, luminosa y turbia, sugerente, miserable, esa ciudad donde desde hace décadas los emigrantes africanos se asoman al mirador para imaginar el otro lado. Chukri no aprendió a leer hasta después de los veinte años, y esa primera edad del analfabetismo (que no de la ignorancia) es la que refiere El pan desnudo. Sólo después del tiempo que narra esta novela, Chukri empezó a relacionarse con los escritores refugiados en Tánger, como Paul y Jane Bowles, Tennesee Williams, Truman Capote, Kerouac, Allen Ginsberg, a menudo ajenos a las penurias del Marruecos previo a la independencia, así como a otros más apegados a lo que les rodeaba, como Jean Genet o Juan Goytisolo. Como puede suponerse, El pan desnudo estuvo prohibida durante años en Marruecos y otros países musulmanes, y en general toda la obra de Chukri fue sometida a la censura de Hassan II, así como al rechazo de los islamistas.

Las dos lecturas del libro de Chukri –la primera, de junio de 2001, y la relectura de ahora– son de la edición de Debate (2000). Aunque en los últimos años era difícil de encontrar, ha vuelto a las librerías gracias al buen criterio de Cabaret Voltaire, que edita una nueva traducción de la versión definitiva del libro, a cargo de Rajae Boumediane El Metni, con el nuevo título de El pan a secas (a sugerencia, al parecer, de Juan Goytisolo, por considerar que es más fiel al original). Vale la pena viajar por las páginas de esta novela al Marruecos más amargo, la cara inversa del orientalismo propio de los escritores anglosajones que nunca traspasaron la dura piel de la tierra que pisaban.

Nota: Cabaret Voltaire ha publicado recientemente Paul Bowles, el recluso de Tánger, un relato sin pelos en la lengua sobre el autor de El cielo protector, que desmitifica la época dorada de los escritores malditos en Tánger. Aún no lo he leído, de modo que no sé si está en la línea de otra selección de los escritos autobiográficos de Chukri que sí leí hace años, Jean Genet en Tánger (con prólogo de William Burroughs), suplemento de la revista Debats de diciembre de 1993, y traducido al inglés por el propio Paul Bowles.

lunes, 17 de diciembre de 2012

garabato 25


tratas de alcanzar con la punta de los dedos el agua que reposa en el fondo del vaso _ podrías sencillamente volcar el recipiente pero ya no alcanzarías a tocar el agua que reposa en el fondo del vaso con la punta de tus dedos

lunes, 3 de diciembre de 2012

Laurent Mauvignier, algunas novelas

Hacía tiempo que quería escribir algo aquí sobre Laurent Mauvignier. Desde este lado de los Pirineos, hablar de novela francesa actual lleva a pensar en autores como Houellebecq, Tournier, Echenoz, Modiano, Michon, el nobel Le Clézio y otros que aún desconozco. El hecho de que Mauvignier sea más joven creo que no justifica que aún sea poco conocido entre los lectores en español: es de 1967, el mismo año que Amélie Nothomb…

Así es: aún no ha llegado a nuestra lengua española ninguna novela de Laurent Mauvignier anterior a su obra hasta ahora más valorada, Des Hommes (Hombres, traducida por Antonio-Prometeo Moya para Anagrama, 2011). A Mauvignier empecé a leerlo cuando vivía en Sète, y desde entonces su lectura ha constituido uno de esos momentos de puro entusiasmo, con la añadidura de que se trata de un autor que está en la pleitud de su carrera o acaso un momento antes. Así ocurre en Francia, desde luego, donde es uno de los escritores recientes más valorados por la crítica y por los lectores franceses de literatura no comercial. Para situarlo, aunque sea de forma imprecisa y según los dudosos parámetros de las influencias o las tradiciones literarias, se ha dicho que entabla diálogo con maestros tan diversos como Céline, Beckett o Claude Simon. En muchos sentidos, tiene aspectos que recuerdan a Bernhard, Marguerite Duras, Coetzee, Don DeLillo o Lobo Antunes (cuántas afinidades, conscientes o no, encuentro con este último).

En Mauvignier asistimos a la escritura como respiración, aliento, tentativa de expresar lo inexpresable, escritura poblada por el ritmo y la voz, pero también por lo visual. Es una escritura consciente de buscar la intensidad, la densidad, como un medio, no como un fin (como un medio consciente de ser parte del fin, en cualquier caso).

Y esas voces que pueblan sus novelas son personajes al margen, personajes fuera, obreros sometidos al capricho del mercado o del azar (muchos de ellos están en el lugar y el momento aciagos), mendigos, alcohólicos o personajes de clase media sujetos a la carencia de afectos, personajes sin derechos ni reconocimiento social, despojados incluso de identidad. Así ha sido, al menos, hasta ahora, aunque no tenemos por qué esperar que lo siga siendo necesariamente: en su evolución se percibe una rebeldía que atañe también al propio hecho de escribir y a lo que se espera de uno.

Mauvignier no inventa desde la nada: imagina a partir de la realidad, ya sea de la historia (la guerra de Argelia en Des hommes), del pasado reciente (la tragedia del estadio de Heysel en Dans la foule) o de un suceso de actualidad (la paliza y asesinato de un indigente a manos de los guardias de seguridad de un supermercado en Ce que j’appelle oubli). El suyo es un realismo consciente de serlo, que busca decir lo real y penetrar las problemáticas humanas, pero desde un ángulo que no sacrifique el lenguaje literario. Esto es, sin dejarse llevar por la necesidad de comunicar, consciente de que en el lenguaje bien trabajado, en la palabra precisa y el ritmo hay una fuerza mayor para decir lo que se propone.

Entre los temas más habituales en sus novelas están la soledad, las decisiones vitales que condicionan toda una existencia, la incomunicación, la ceguera de los sentimientos, etc. Aunque no hay una voluntad de reflexionar sobre la violencia, en sus novelas ésta está presente de forma sutil o manifiesta: violencia física, criminal, pero también violencia social. El mismo autor ha manifestado la influencia que han tenido en su escritura películas como Toro salvaje o Taxi Driver, de Martin Scorsese. Por una asociación que puede ser dudosa, ahora pienso además en el Ken Loach de Ladybird, Ladybird o Mi nombre es Joe.

En la primera de sus novelas, Loin d’eux (Lejos de ellos), de 1999 y publicada, como todas, en Les Éditions de Minuit, Mauvignier hace un retrato de la incomunicación entre padres e hijos, del abismo generacional, pero también del silencio y la soledad, y de la realidad impuesta por los padres a los hijos como única vía posible (donde lo demás son “sueños”). La vida de Luc en una pequeña ciudad de provincias, entre ensoñaciones y películas antiguas, es una toma de distancia voluntaria a la realidad que le imponen unos padres con los que apenas logra comunicarse. El silencio y la soledad llevan a Luc a marcharse a París, donde acaba trabajando de camarero en un bar de copas, lejos de sus padres y de su prima Céline, la única que lo comprendía. Aparte del interés que pueda tener lo narrado (y no desvelo más), en esta primera novela ya destaca la manera de contarlo: el dominio de los monólogos interiores, las voces de los seis personajes, cinco que se alternan en forma de fragmentos o secuencias a lo largo de la novela (incluido el propio Luc), más el sexto y final, de Céline. En esas voces ya se percibe una búsqueda del ritmo y de la intensidad en el lenguaje que constituye uno de los aspectos más destacables de Mauvignier.

En Seuls (Solos), de 2004, la soledad viene de un amor callado, ignorado. La novela trata sobre el límite complejo y difuso entre la amistad cómplice y el amor, y sobre la ceguera de los sentimientos. Tras años de ausencia, Pauline vuelve a hospedarse en casa de su amigo Tony, con quien compartió piso en los años de estudiantes, sin darse cuenta de que éste siempre estuvo enamorado de ella. El juego entre amistad cómplice y amor oculto estalla cuando Pauline se reconcilia con su novio, que viene a la ciudad: entonces Tony le contará todo a su padre, con quien mantiene una relación conflictiva, y éste tratará de recurrir a Pauline para localizar al ya perturbado y desaparecido Tony. Lo más interesante es el punto de vista: no hay narrador omnisciente, ni cuentan los protagonistas, sino que son dos personajes periféricos quienes narran, el padre de Tony y el novio de Pauline. Ellos serán testigos de la degradación progresiva de ese joven tímido que nunca supo encontrar las palabras necesarias, o que siempre supo lo inútiles que habrían sido.

Con Des hommes, de 2009 (Hombres, Anagrama, 2011, hasta ahora su única novela traducida en España), Laurent Mauvignier alcanza lo mejor de su escritura, al menos hasta hoy. Aquí se retrata el olvido imposible del horror, el silencio, la imposibilidad de contar y de expresar el dolor. Y, otra vez, la degradación humana, el descenso, aunque en orden inverso: desde el presente hacia el origen de todo. Así, en el cumpleaños de su hermana Solange, Bernard (llamado Feu-de-Bois por su olor corporal), alcohólico, desequilibrado y brutal, escandaliza a todos con un regalo excesivo, fuera de sus posibilidades. Tras ese cumpleaños, en el que Bernard es un convidado incómodo para todos, empezando por su propia hermana, Bernard ataca a la familia de uno de los invitados, un argelino. Ese ataque despierta en Rabut, el narrador, el recuerdo de las atrocidades de la guerra de Argelia, donde ambos, Bernard y Rabut, hicieron el servicio militar en 1961. La novela se organiza como una tragedia clásica, en cuatro partes («après-midi», «soir», «nuit», «matin»), las dos primeras narradas por Rabut como narrador testigo, con Bernard y los acontecimientos en casa de Solange y en la de Chefraoui como eje; y será de nuevo Rabut quien narre la última parte. En la tercera parte, «nuit» (y al final de la segunda), el narrador es difuso, colectivo, un “nosotros” que designa a los propios hombres que viven esos acontecimientos, dado que el propio Rabut aparece como personaje. La estructura es de espiral, se vuelve al inicio (el tiempo presente), pero en el presente ya estaba el pasado, y en la narración del pasado se dan notas desde el presente (la noche en que Rabut no duerme, el recuerdo de la guerra).

Por su escritura y por la intensidad de lo que narra, por lo bien que desarrolla la trama a través de un monólogo interior rico, por la fuerza de sus personajes, Hombres es una obra excelente. Es, además, una novela valiente, la primera en Francia que hace un balance crítico de la actuación de la metrópoli en la guerra argelina. Novela visual (¿cinematográfica?, en todo caso de cine de autor), no decae en un solo momento, sino que, al contrario, da pie a la imaginación y a la reflexión, dejando un poso denso de sensaciones. Salvando las distancias, la experiencia de su lectura recuerda el placer de leer a Lobo Antunes, sobre todo aquellas novelas donde pesa más la huella de la guerra de Angola.

La última de sus obras narrativas hasta la fecha es la brevísima Ce que j’appelle oubli (2011). En ella, el narrador se dirige al hermano de un hombre muerto, un hombre con aspecto de mendigo, y reconstruye la historia: cómo ese hombre entró en un supermercado y bebió una lata de cerveza sin haberla pagado, cómo fue rodeado por los guardias de seguridad, que lo condujeron a un almacén donde le dieron una paliza brutal que acabó con su vida. A partir de un hecho real ocurrido en Lyon en diciembre de 2009, Mauvignier escribe una novela corta o relato extenso implacable, en el que una voz difusa (como en otras novelas suyas, un personaje secundario) reconstruye lo ocurrido y se dirige al hermano menor de la víctima. El texto es al tiempo una denuncia contra esa violencia brutal de los guardias de seguridad, contra la injusticia de una muerte inútil, pero también una reflexión sobre cualquier atentado contra la vida, sea cual sea el motivo por el que se castiga con la muerte (una lata de cerveza o un crimen). Una pequeña gran obra, intensa y de nuevo audaz, que sabe tratar a fondo asuntos éticos y sociales, un latigazo a la conciencia que logra, al tiempo, crear un texto literario de gran fuerza y valor.

En 2012 ha publicado la pieza de teatro Tout mon amour, también en Les Éditions de Minuit. Y aquí acabo este comentario somero sobre algunas de las novelas de Laurent Mauvignier, un escritor que ya es para mí una referencia importante. Para profundizar más, enlazo sus propias palabras en un par de entrevistas recientes: una por escrito, y otra en la radio.

Edito la entrada para añadr que la editorial Pasos Perdidos me ha escrito para informarme de que en noviembre acaban de publicar Aprender a terminar (traducción de Apprendre à finir, Les Éditions de Minuit, 2000), segunda novela de Mauvignier, que recibió los premios Second roman, Weppler y Du livre, y que yo aún no he leído. Una excelente noticia, puesto que a Hombres se suma esta traducción de Santiago Martín Bermúdez: Aprender a terminar, Pasos Perdidos, 2012.

lunes, 26 de noviembre de 2012

ni siquiera la lluvia

A veces se vuelve a ciertos poemas como se vuelve a ciertas películas (me ocurre de un modo diferente con la relectura de novelas, sería largo explicarlo aquí). Como se vuelve a ciertos recuerdos, acaso compartidos. A veces, poemas, películas y recuerdos forman un entramado de hilos que se enlazan entre sí: Debió de ser a mediados del curso 1995-1996 (el último de la carrera) en Madrid, cuando, en el último piso de estudiantes, mi tocayo Daniel Izeddin (quién sabe dónde andará) y yo nos encerramos durante varias noches a ver y rever la filmografía completa de Woody Allen en vídeo. Una de esas noches, tirado en el sofá ante Hannah y sus hermanas, el personaje interpretado por Michael Caine regalaba a una de las hermanas de Mia Farrow un libro de poesía de e. e. cummings, y, ya en su casa, ella leía dos estrofas (la segunda y la última) del poema que hoy me rondaba la cabeza y que he querido compartir. Claro, al día siguiente me lancé a Visor a buscar la antología (Buffalo Bill ha muerto, trad. José Casas, Hiperión, 1996). Es un poema conocido, y en gran medida una rareza dentro de la obra de cummings. Hacía años que no lo leía, y sólo recordaba el último verso (mi memoria es pésima), así que lo he releído varias veces en ambas lenguas, como quien se adentra en otro tiempo, en otra emoción, y la revive:

en algún lugar a donde nunca he ido,gozosamente más allá
de toda experiencia,tus ojos tienen su silencio:
en tu gesto más delicado hay cosas que me rodean,
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca

tu mirada más leve me abrirá sin esfuerzo
aunque me haya cerrado como unos dedos,
tú siempre me abres pétalo a pétalo como abre la Primavera
(tocando hábil,misteriosamente)su primera rosa

o si tu deseo fuera cerrarme,yo y mi vida
nos cerraremos muy delicadamente,de repente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve cayendo cuidadosamente por todas partes;

nada de lo que podamos percibir en este mundo iguala
el poder de tu inmensa fragilidad:su textura
me domina con el color de sus países,
produciendo muerte y eternidad a cada latido

(no sé qué hay en ti que se cierra
y se abre;pero algo en mi comprende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
nadie,ni siquiera la lluvia,tiene unas manos tan pequeñas

Supongo que es una buena traducción, pero siempre suena mejor en la lengua original:

somewhere i have never traveled,gladly beyond
any experience,your eyes have their silence:
in your most frail gesture are things which enclose me,
or which i cannot touch because they are too near

your slightest look easily will unclose me
though i have closed myself as fingers,
you open always petal by petal myself as Spring opens
(touching skillfully,mysteriously)her first rose

or if your wish be to close me, i and
my life will shut very beautifully,suddenly,
as when the heart of this flower imagines
the snow carefully everywhere descending;

nothing which we are to perceive in this world equals
the power of your intense fragility:whose texture
compels me with the color of its countries,
rendering death and forever with each breathing

(i do not know what it is about you that closes
and opens;only something in me understands
the voice of your eyes is deeper than all roses)
nobody,not even the rain,has such small hands

Y aquí, el fragmento de la genial película de Woody Allen que desencadenó mi primera lectura de e. e. cummings, y al que he vuelto tras leer el poema:


domingo, 11 de noviembre de 2012

intensidad


No, definitivamente el tiempo de la niñez no tiene nada que ver con la felicidad, sino con la intensidad. Ser niño es ser intenso, agónico, vibrátil. La infancia es el tiempo de la ira y de la euforia, pero también de la melancolía más aguda. Las horas junto a mi hija me hacen recordar que era así, y tengo la impresión de comprenderla, de comprenderme. Acaso sólo la impresión. Lo que me desazona, sin embargo, más allá de no llegar a comprenderla realmente (la empatía es a menudo otra ficción), es no poder ser su igual. No poder ser ella, ahora.

jueves, 8 de noviembre de 2012

noche sin dormir, de Eduardo Chirinos


Noche sin dormir



Si voltea al otro lado de la cama el otoño
adquiere actitudes de felino. Turbias las
hojas empiezan a caer y caer como garras.
Hay mordiscos entonces hay resecamiento,
árboles que se mecen con violencia. Y un
poco de tos. Amarillo es inevitable. Ciertos
rojos que avanzan, ciegos, hacia la madurez.
Si volteo me escuchará roncar. Manchas
dispersas de verdor. De pronto vacas en
un establo, bloques de hielo donde navegan

los osos. ¿Invierno? Verdor dije. (Estoy un
poco confundido). Al otro lado de la cama
el verano agobia. Nubes de insectos sobre
la tela metálica. Azul cobalto. Nadar en
el trópico es un lujo: sobrio el mar lanza
botellas, naves absurdas, severos códigos.
Mañana es frágil. Un cuadro al que le faltan
líneas y le sobra color. Te falta primavera.
Cuando ella amanece es primavera.

Este es el poema que más me gusta del libro Mientras el lobo está (Visor, 2010), del peruano Eduardo Chirinos. Puede que no sea uno de los mejores (¿cómo decidir algo así?), y es, en cierto modo, una excepción en el conjunto de un libro compuesto de poemas más narrativos, en ocasiones cargados de un humor despojado de retórica y de soberbia, lleno de afectividad. Este verano tuve la suerte de conocer a Chirinos en Sète. Sé que seguiré leyéndolo, pero es de esos poetas que ganan, y mucho, si se les escucha leer sus poemas a la distancia de unos pocos pasos (y, como ocurre en el festival de Sète, mejor en la calle que en una sala cerrada).

martes, 30 de octubre de 2012

Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago

Llámame Brooklyn, 2006
Eduardo Lago
Destino, 2006, 397 p.

Con su primera novela publicada (a la edad de 48 años y con mucha escritura detrás), a Eduardo Lago le dieron el premio Nadal 2006, algo que honra a este galardón aunque sólo sea muy de vez en cuando.

Hay ciertos textos narrativos en los que resulta superfluo separar “lo que se cuenta” de “cómo se cuenta”, y este es un caso claro. El argumento de Llámame Brooklyn es simple, pero la estructura que lo sustenta lo hace parecer complejo y lleno de vericuetos, zonas oscuras, voces y perspectivas, saltos temporales, digresiones e historias paralelas. Es una complejidad amable, digamos, que en ningún momento arrebata al lector el hilo que lo guía en una lectura que en ningún momento desanima.

La historia principal es la de Brooklyn, la novela autobiográfica que Gal Ackerman deja inconclusa y dispersa en múltiples cuadernos y papeles. El texto que leermos es y no es esa novela, de forma similar a como Don Quitote de La Mancha no es, aunque juega a ser, la novela que en gran parte escribió ese Cide Hamete Benengeli y que encontró Miguel de Cervantes. Aquí no hay supuesto hallazgo de un manuscrito, sino encargo: el primer narrador, Néstor Oliver-Chapman, acepta el compromiso de completar esa novela a través de los materiales que le cede su amigo Gal. El argumento tiene dos pilares: por una parte, el de esa amistad incondicional, en la que Néstor se identifica con la narración y la vida de Gal, convirtiéndose en un investigador-compilador, pero también en una extensión del propio Gal; y, por otra parte, la relación amorosa de Gal con la violinista Nadia Orlov, única destinataria de la novela y, por tanto, principal estímulo para su escritura. Hay, afortunadamente, otras historias que actúan como marco de parte de la narración, como la del bar Oakland, último refugio de náufragos. Están aquellas que ayudan a comprender la biografía del escurridizo Gal Ackerman, como el viaje que éste hace al Madrid de los sesenta para conocer sus orígenes en la guerra civil española. Y hay, por fin, piezas narrativas que se insertan como elementos aislados, ficciones nacidas de la imaginación de Gal Ackerman, así como algún homenaje literario (a Thomas Pynchon, entre otros). Y está, claro, Brooklyn, que no es un mero escenario de cartón piedra, sino un personaje central en varios sentidos (y mejor no decir más).


Eduardo Lago es un caso extraño: autor español que vive desde hace décadas en Nueva York, su manera de insertarse en Estados Unidos es un ejemplo de fértil inmigración literaria que recuerda (salvando las distancias, hoy por hoy es muy pronto para valorarlo) a autores como Juan Goytisolo o Julio Cortázar: aporta lo mejor de su tradición y sabe beber del lugar de acogida y de su literatura situándose dentro de ella. Dentro, sí, porque a veces uno tiene la impresión de estar leyendo una novela norteamericana de alguien que conoce bien a Don DeLillo, Philip Roth o Paul Auster. La diversidad de ambientes, tiempos y contextos hace de esta novela un texto mestizo, entre lo español y lo americano, de aquí y de allá a un mismo tiempo.

Llámame Brooklyn es una novela madura e impecable en su compleja organización y en su escritura, pero además cuenta una historia intensa y subyugante mediante personajes muy bien construidos. La novela consigue crear una ficción capaz de conmover (en el sentido amplio), de provocar la reflexión y la complicidad del lector, sin por ello sacrificar el juego literario y el trabajo creativo con la estructura narrativa y el lenguaje (de hecho: lo consigue gracias a ello). O, dicho de manera más sencilla y directa: consigue, a su modo, lo que muchos escritores buscamos: disfrutar escribiendo y hacer disfrutar a otros leyendo.

miércoles, 24 de octubre de 2012

despedida

No parecía sangre: rezumaba espesa y negruzca. La otra, la falsa, teñía de un bermellón luminoso los uniformes de camuflaje que nos habían prestado. Acaso el frío del bosque coagulaba ese fluido de melaza que manaba de la boca. Los ojos claros del novio permanecían muy abiertos, como si todavía estuviesen buscando un blanco, pero sin vida. Junto a su cara, huérfano, el casco yacía contra helechos mustios, barro y broza. El jadeo de mi respiración tras la carrera se ahogaba contra el silencio de mi sorpresa; a lo lejos, disparos, crujir de hojarasca. Y la risa histérica de algún compañero de trabajo del novio, disparando bolas que manchaban de rojo el tronco de las hayas. Te he dado, te he dado, chillaba otro entre risas. El cuerpo robusto, como un tronco derribado, parecía cercado por una membrana de silencio y quietud que lo aislaba del juego de los demás, de tanta risa floja, carrera y testosterona. Pensé: se está haciendo el muerto, esto no ha pasado. Pensé: si le hubiéramos hecho caso, una noche de hacer el payaso por los bares con final en barra americana y luego a casa, vacíos pero vivos. Pensé: sí que ha pasado, acaso un resbalón y el golpe seco de la nuca contra esa piedra: está muerto, no hay boda ni la puta madre que lo parió, mierda, mierda. La membrana se fue rompiendo, y no porque irrumpiera el ruido del juego: todos se habían ido aproximando, mudos, entre rumores de angustia y estupor, cercando el cuerpo del novio con sus cuerpos manchados de barro y pintura. Alguien dijo hay que llamar a una ambulancia o a la policía, otros lo rechazaron por inútil. En las manos de todos, los falsos fusiles idiotas, la sangre falsa, los cuerpos pintados de falsa muerte idiota. Y quién llama a la novia, quién le cuenta. Quién se atreve a disparar ahora palabras de verdad.


miércoles, 10 de octubre de 2012

adónde va la luz cuando se apaga


¿Adónde va la luz cuando se apaga? No es una pregunta: acaso un juego. Giratorio. ¿Es ahora la hora? Pero si el tiempo ya ha pasado hace tiempo, ¿estamos fuera de(l) tiempo? Tal vez sea esto lo que quiero hacer el resto de mi vida: jugar a estar fuera del tiempo, hacer girar la luz, como una órbita sin centro. O tal vez deslizar hojas en blanco, con todo lo no escrito, por el hilo metálico del silencio. O susurrar sentidos sin palabras. ¿Tal vez sí o tal vez no? Sólo tal vez.

(A partir de una performance de João Fiadeiro y el Atelier RE.AL de Lisboa).

viernes, 5 de octubre de 2012

garabato 24


es falso que nos conozcamos desde lo dicho y lo hecho _ ante nosotros mismos nos definimos por la omisión y el silencio _ nuestro verdadero rostro en el espejo interior no tiene expresión

martes, 2 de octubre de 2012

Un día me esperaba a mí mismo, de Ortiz Albero

Un día me esperaba a mí mismo, 2011
Miguel Ángel Ortiz Albero
Jekyll & Jill, 2011, 125 p.

Qué sorpresa leer este libro, del que tenía algunas referencias y que llevaba varios meses tentándome desde los anaqueles de mis librerías preferidas de Zaragoza. Hace un par de meses me había dejado llevar por una vocecilla interior como de duende puñetero (“vamos, Daniel, llévatelo, léelo, verás que vale la pena”), pero hasta hace una semana (y la recomendación de Menéndez Salmón me ha animado) no lo abrí: y aquí está mi ejemplar, pulcramente editado por Jekyll & Jill y con su correspondiente serigrafía del autor, la 748/800, ya leído y gozado. Y claro que ha valido la pena. Porque es un libro muy vivo, apasionado, amargo y luminoso a un tiempo.

Miguel Ángel Ortiz Albero es un escritor fértil y diverso: poeta, novelista, autor de textos teatrales, guionista y articulista, además de artista plástico de larga trayectoria. (Paréntesis personal: es, además, alguien a quien me he cruzado un puñado de veces en las pantallas y aquí en Zaragoza; la última ocasión, en el festival Trayectos: al parecer también compartimos el interés por la danza contemporánea y territorios fronterizos.) Aunque Un día me esperaba a mí mismo es la única obra suya que he leído, me da la impresión (reforzada al ojear opiniones sobre esta novela) de que es un autor inquieto e inconformista en tanto que busca diversos registros, nuevas formas de expresarse en cada nuevo libro. Es decir, que no se acomoda en un determinado estilo o mundo referencial. Todavía no lo sé, tendré que seguir leyendo su obra para corroborarlo.

Un día me esperaba a mí mismo es una novela sobre Guillaume, que es el poeta Apollinaire. Es una novela sobre Guillaume en la guerra (la Gran Guerra), sobre el ardor y la desmesura de su amor por Madeleine, sobre la poesía y la barbarie. No es, sin embargo, un narrador omnisciente quien da cuenta de la pasión de Apollinaire y de sus vicisitudes en el frente, ni siquiera el propio Guillaume, sino su buen amigo Berthier: La voz de un testigo muy próximo, pero que inevitablemente es una voz incompleta, la de quien ha escuchado y leído, pero no vivido, y por tanto abierta a vacíos y fisuras, a conjeturas disfrazadas de certeza. Y lo que Berthier narra es una reconstrucción a partir de las cartas de Apollinaire a Madeleine, de las conversaciones y experiencias compartidas con él en las trincheras, con el colofón (que es, al tiempo, el detonante de la narración), una treintena de años después de la muerte del poeta, del encuentro con la propia Madeleine.

Ejemplar 748/800 de la serigrafía de Ortiz Albero que se obsequia con el libro.

Entre los 168 fragmentos breves que componen la novela (en su mayoría retazos de conversaciones y cartas, recuerdos de Berthier, etc.) hay otros fragmentos en cursiva, que son “entradas para un más que probable Álbum Guillaume”: descripción de fotografías, postales, dibujos, objetos, textos, etcétera. Más allá de servir como recurso que ancle la narración en la historia real de Apollinaire y su relación con Madelaine y la guerra, suponen todo un repertorio de piezas de coleccionista que, en un principio, desconciertan, pero que pronto adquieren sentido y enriquecen la narración. Supongo que se trata de elementos reales (¿lo son todos?, imagino que sí, y en tal caso hay que celebrar la labor de documentación de Ortiz Albero): se construyen como reales y, como tales, refuerzan la experiencia lectora, acercan la figura humana del protagonista, enriqueciendo la palabra poética.

Las referencias literarias, con todo, no se limitan a Apollinaire: en el horror de la guerra hay un homenaje a la Madre Coraje y sus hijos de Brecht, en forma de recreación: la señora Bragelogne y sus hijos (también hay una muda, llamada aquí Mazel). Como la madre brechtiana, la de Ortiz Albero porta en su carro mercancías para los soldados: su negocio es la guerra y la necesidad, y cuanto más duren, mejor. Y también aquí los hijos de esta madre coraje son aniquilados por la guerra y la ambición de su progenitora.

Al igual que al hablar de su amor por Madelaine, la fuerza poética con que se retrata la guerra en esta novela es propia de Apollinaire: Ortiz Albero logra, así, diluirse como autor, embebido de otra voz y otro lenguaje, la del personaje central del libro, que a menudo habla a Berthier como podría hablarnos a nosotros, lectores que asistimos a esta celebración del amor y la poesía en medio de la oscura belleza de una guerra demasiado lejana.

jueves, 27 de septiembre de 2012

grajos de Olvido García Valdés

 Alexei Savrasov, Han llegado los grajos (1871)

El trajín de los grajos que se van y vuelven

como si hubieran errado. Nada

mejor que hacer que mirar pájaros,

si no es mirar árboles,

ahora que son ramas de grumos, materia

de luz tierna casi líquida,

vegetal y violenta, buena
para comer y morir. Casi aún líquidos
endulzan o hipnotizan curvas
de alimento y de náusea. Si
verde fueras, amor, muerte
serías. De la delgada
y de bajo tierra luz. Ahora que
casi es de noche brota el trino
del mirlo punteando en el aire
quieta lluvia imperceptible.

Olvido García Valdés, Y todos estábamos vivos, Tusquets, 2006.

lunes, 24 de septiembre de 2012

El origen del mundo, de Pierre Michon

El origen del mundo (La Grande Beune), 1996
Pierre Michon
Anagrama, 2012,  83 p.

Esta pequeña ¿novela? es otra densa pieza de literatura lenta, de esa que se degusta con pausa, deteniéndose en las metáforas y en el tono de una prosa fértil y caudalosa como las aguas del gran Beune, el río que atraviesa sus páginas como algo más que un escenario para una pasión. Mientras que en Vies minuscules (Vidas minúsculas, ed. Anagrama) el equilibrio entre belleza de la prosa e intensidad de las ideas y del argumento (o argumentos) era más completo y complejo, aquí la prosa señorea sobre lo narrado, que parece quedar en segundo plano. Dicho de otro modo: la maestría de Michon convierte una historia banal en un ejercicio de excelente literatura.

En efecto, el argumento es bien sencillo: En septiembre de 1961 un maestro de apenas veinte años obtiene su primera plaza en un pueblo aislado en el departamento francés de la Dordogne, cerca de las cuevas de Lascaux y sus célebres pinturas rupestres. Allí, la hermosa estanquera Yvonne despierta en él un deseo intenso y desbocado, obsesivo. Pero no sólo ese deseo es bestial, primitivo: también la vida en el pueblo de Castelnau tiene esa propensión hacia lo salvaje y primario. Así, por ejemplo, los personajes de Helène, la hostelera que hospeda al protagonista, maternal y generosa; JeanJean y Jean el Pescador, etc. Otro ejemplo es la magistral narración del encuentro con la estanquera en el linde del bosque, la seducción interrumpida por la irrupción de los niños que pasean el cadáver de una raposa de casa en casa para que les den un puñado de monedas o unos huevos: la carne que no se termina de dar, el cuerpo humillado del animal que luego darán de comer a los perros. Ese mundo salvaje y despierto a los sentidos, cercado por un río preñado de peces y secretos, no se halla por casualidad cerca de las escenas primitivas de las pinturas de Lascaux, el origen del mundo.

Michon es literatura concentrada: densidad, largas frases, metáforas y símiles, juego simbólico. La complejidad, sin embargo, se ajusta a una escritura muy musical, dotada de ritmo y armonía, que fluye como el río Beune y embriaga como un buen vino de Burdeos. Pero también muy visual, telúrica, llena de sensualidad. Así nos dejamos llevar por las divagaciones y recuerdos de ese maestro que años después bucea en sus emociones, en un erotismo de ensueño, primario, y en un mundo de personajes simbólicos e intemporales.

sábado, 8 de septiembre de 2012

que va sabiendo


mis pasos en la arena seca no dejan huella: buscar una caracola erosionada, otra huella de nada, de nadie, abre un camino a las preguntas: qué falsa libertad ese no dejar huella, me dices, si después todos se anudan cuerdas semejantes: es la trampa en la que caemos todos: hoy sólo encuentro conchas vacías, nada que contenga en sí el espacio, lamentas: después, de vuelta al coche, el ruido de las olas todavía, acaricias una piedra pulida como un ojo que va sabiendo

sábado, 1 de septiembre de 2012

la cultura y los torreznos

El festival de performance Out of mind ha traído al Centro de Historias de Zaragoza a Los Torreznos y su pieza “La cultura”, que desde 2007 es uno de los ejes de su trabajo en el arte de acción. Esta performance se inscribe en un tipo de acciones que juegan con la idea de conferencia. En esta misma línea, hace unos años también pudimos ver en Zaragoza en la Casa de la Mujer la “conferencia-performance” de Esther Ferrer, “El arte de la performance: teoría y práctica”. Como en la de Esther Ferrer, aquí también se juega con el silencio y el tiempo, con la repetición, el ritmo y la verborrea desatada, creando un discurso que, más allá de hablar de o sobre un asunto, actúa sobre él, desembocando en la reflexión desde un lenguaje más escurridizo y libre que el de la mera palabra.

Los Torreznos (Rafael Lamata y Jaime Vallaure) no hablan de la cultura: actúan sobre la cultura. La performance comienza con un repetido estribillo, “la cultura la cultura la cultura…” para, tras un silencio, pasar a las personas del verbo que forman la cultura: “yo yo yo yo yo yo…” (¿el ego del autor?, ¿la soberbia de quien se cree más culto que otros?), “tú tú tú tú tú…” (¿oposición o reconocimiento del otro?); el “nosotros nosotros nosotros nosotros…” (¿la identidad, el grupo cultural?) frente al “ellos ellos ellos ellos…” (¿el público?, ¿confrontación de culturas, grupos, generaciones?). Luego se pasa al “no no no no no…”: negación de lo que es cultura, pero después también negación de otro tópico, el de la incultura: “no hay nadie inculto”. Sin inteligencia (y educación) no hay lugar para la cultura, parecen decir con la frase “si te cortan la cabeza no hay cultura”; pero, además, “si te cortas la cabeza no hay cultura”: también nosotros somos responsables de cómo accedemos al arte, la literatura, el cine, de cómo la afrontamos o la negamos, etc. Y la denuncia de una vieja falacia, la de la cultura como imposición extraña: “¡Esta no es nuestra cultura, es una cultura de otros!”, olvidando que toda cultura que se precie no es otra cosa que un cruce bastardo de culturas que se enriquecen mutuamente, negación que sirve de justificación para el menosprecio de la cultura en todas sus manifestaciones.

Pero la cultura no está en los latinajos, la cultura es “pensar”, “hablar”, “hacer”, y “hacer pensar”, “pensar hacer”, “hacer hablar”, etc. La cultura está en la recepción, en ese “me gusta” ebrio que va de la pedantería a la capacidad de asombro pasando por la reflexión crítica, en el dejarse llevar o en los prejuicios culturales. Por último, y quizá lo más divertido de la performance, sea una doble parodia: por un lado, la de la cultura como liga de fútbol de nombres de grandes creadores (“¡y Goooooya, Goya Goya Goya Goya!”), y el de la adoración de los iconos-autores y héroes de la cultura (ya sea “alta” cultura o ya sea cultura pop: Nietzsche o Superman) como líderes de masas. El juego con la cultura termina, cómo no, con el aplauso: el de ellos mismos actuando sobre el hecho de aplaudir, mientras el público aplaude, divertido y desconcertado por un aplauso que parece no terminar nunca, inmersos como estamos en la maldita cultura del aplauso.

Pongo aquí abajo un vídeo que resume la performance. Es una de las primeras versiones, en Valencia en 2007, y por supuesto ha habido bastantes variaciones, pero da una idea de lo que ha supuesto la actuación de esta tarde en Zaragoza: acción sobre la cultura, reflexión y juego fértil.

jueves, 16 de agosto de 2012

otra vez en el Voix Vives

Por tercer año hemos vuelto a Sète coincidiendo con el Festival de poesía Voix Vives, un Mediterráneo hecho de palabras, música y encuentros en el viejo Quartier Haut. Como en otros veranos, se mezclan impresiones: mucha variedad de poetas y tonos, de orígenes, de sensibilidades y poéticas. Como en tantos festivales, resulta imposible llegar a todo, y hay que seleccionar en función de lo que uno sabe o, más bien, intuye.

En este festival de escenarios abiertos y cambiantes, donde tanto poetas como lectores (o, más bien, escuchadores) se mueven en diferentes escenarios instalados en las calles y plazas, en patios de casas normalmente cerrados al público y en rincones y parques, las lenguas se alternan, se traducen (al francés, claro), conviven en una babel rica que obliga a afinar el oído y prestar atención.

Este año la poesía en lengua española ha tenido buenos representantes; sobre todo, en mi opinión, dos voces de gran peso: Olvido García Valdés, que conocía poco, y que voy a tratar de leer como merece ser leída una poeta de primera fila, y un autor que desconocía más allá del nombre, y cuya palabra es intensa y riquísima, el peruano Eduardo Chirinos. En una breve charla Chirinos me pareció un hombre muy afable, alguien capaz de despertar la afectividad más allá de la fuerza de su literatura.


Eduardo Chirinos (con sombrero) en el impasse des Provinciales, el 27 de julio.

En otras lenguas, destaco sobre todo a Jacques Ancet, a quien conocí en el curso sobre José Ángel Valente en Almería en 1994 (conocer es mucho decir: mi timidez de 21 años me impidió entonces hablar con él, y con el propio Valente). Esta vez sí me atreví a dirigirme a Jacques Ancet, que además de excelente poeta es un gran conocedor de la poesía hispana. Fue también interesante escuchar a Nuno Júdice, sobre todo por la experiencia de volver a entrar en la lengua portuguesa a través de sus poemas y su voz: experiencia poética y vital también, como un viaje al tiempo de Lisboa, cinco años atrás. Me interesaron también los poemas de la griega Katerina Anghelaki-Rooke, cuya misma presencia ya resulta impresionante, con una voz como cortada de licor y desdichas que desmiente su mirada astuta y cierto aire de tortuga apacible. Por otra parte, como el año pasado con el angoleño Nástio Mosquito, este año me ha parecido muy destacable la poesía o performance o poeformance de otro africano, el congoleño (de Kinshasa) Nina Kibuanda: poemas rítmicos, con algo de hip hop y de soflama o drama, de fuerte contenido biográfico y social.

Imposible llegar a todos los poetas de los diversos rincones del Mediterráneo (e invitados del “Mediterráneo en el mundo”, como Chirinos o Kibuanda) que participaban en el festival. Este año apenas he prestado atención a los poetas árabes y balcánicos, mientras que los italianos me dieron la impresión de que no valía la pena perderme otras lecturas y charlas por ellos. Y es que en eso consiste también un festival de este tipo, en el que muchos poetas recitan al mismo tiempo en diferentes rincones del mismo barrio: en dejarse llevar por el oído (o el olfato), seguir la pista de unos y descartar a otros: escuchar. Después, cuando todo este hormigueo de voces y escuchas ha terminado, llega el momento de hacer lo importante: buscar los textos de quienes siguen sonando, leerlos o releerlos (ahora con el recuerdo de su voz y su presencia) y pensarlos en el silencio de la noche.

sábado, 7 de julio de 2012

garabato 23


qué delirio confundir la esperanza y el deseo _ qué vida de loco esta en que se mezcla lo imaginado con lo proyectado hasta el punto de que cuanto proyecto cae como un fardo inerte a los pies de este cuerpo soñante que no cesa de crear realidades efímeras o existencias paralelas y hasta un pasado que no pudo llegar a ser

martes, 3 de julio de 2012

Aprender a rezar en la era de la técnica, de Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica, 2007
Gonçalo M. Tavares (1970)
Mondadori, 2012, 325 p.

Algunas lecturas están marcadas por anécdotas en principio ajenas al propio texto. Leer este libro en el espacio público, con semejante título y cubierta, puede inducir a equívocos, y probablemente mi caso no sea el único. Pues sí: me adentré en las primeras líneas del libro en una oficina del INSS. En la dilatada espera para el registro de mi segundo hijo como beneficiario de mi tarjeta sanitaria (¿es que también van a eliminar eso?), noté cómo alguien (no, no era una señora, ni era gorda, ni vieja: qué tedio tanto cliché) posaba largamente su mirada sobre mí mientras leía. Y conforme sentía esa tensión, percibía también su aliento contenido, un deseo apenas reprimido de dirigirme la palabra. Así que, antes de que interrumpiera mi lectura, cerré el libro y la miré con un gesto receptivo que ocultaba torpemente mi curiosidad. Lo que dijo estaba más cerca de la queja que de la pregunta: “Cómo cuesta creer ahora, ¿verdad?”. Podría haber tratado de responderle, de tener una conversación sobre ese ahora y ese creer, pero no fue así, ni pretendo ahora inventarme lo que no ocurrió: una vez más, la timidez me paralizó. Me limité a asentir, puede que por eso mismo ella me acabara mirando con una piedad que lastraba mi deseo de seguir leyendo, de esconderme, como tantas veces, detrás de palabras ajenas.

Y es que no, a pesar del título éste no es un libro de autoayuda, ni un panfleto sectario contra el materialismo tecnológico. Independientemente de lo afortunado o no del título, esto es una novela: ficción de la mejor. Y es una novela de estirpe europea y de tono germano, un libro sobre las raíces del mal y la crueldad ligados al poder, sobre la enfermedad y la muerte que alcanzan también a quien ambiciona ser tirano. Su protagonista, Lenz Buchmann, es un impecable cirujano cuyo éxito no se debe a la generosidad o al sentido de la responsabilidad, sino más bien al poder que conlleva el control sobre la vida ajena. De ahí a abandonar la medicina para pasar a la política hay un paso: Buchmann se afilia al Partido (así con mayúsculas, sin más etiquetas, aunque con claro signo totalitario), y pronto se convierte en la mano derecha del favorito a presidir la ciudad. Sus ideas fascistoides, el influjo firme y autoritario de la figura paterna, su desprecio por todo lo débil y vulnerable lo convierten en el perfecto candidato a dictador. Sin embargo, en su vida se cruza la enfermedad mortal: Buchmann acaba por atravesar la línea difusa que separa a los fuertes de los débiles.

En esta novela, en cierto sentido emparentada con La ofensa de Menéndez Salmón (la asociación es, claro, discutible), lo que importa, sin embargo, no es el propio argumento, prácticamente inexistente. Creo que lo más valioso, aparte del tratamiento de los temas, es la forma de contar, que al fin y al cabo es lo que define la calidad literaria en la narrativa. Gonçalo M. Tavares se aproxima al personaje, a sus ideas y actitudes, desde un narrador en tercera persona dotado, como el cirujano, de un bisturí certero, que disecciona los diferentes aspectos de la vida y el pensamiento de Lenz Buchmann. Para ello el autor estructura el texto en una sucesión de capítulos brevísimos (lo cual es de agradecer cuando el lector es un padre con hijos pequeños), como secuencias vitales ligadas a facetas personales o momentos de su biografía. Estos capítulos o secuencias, en apariencia autónomos, se integran de manera natural y forman un edificio narrativo muy sólido. Que el estilo esté despojado de retórica no entraña en sí mismo ninguna virtud, puesto que la necesidad o no de un estilo así está determinada por la propuesta del autor: aquí se ha preferido una prosa eficaz supeditada a las ideas.

Aunque hay indicios que sitúan la narración en la Alemania de entreguerras (el ascenso del nazismo), creo que Aprender a rezar en la era de la técnica es ajena al tiempo de la historia: la parábola importa más que los hechos. Tampoco me parece que pueda leerse como un libro sobre el poder y el mal en nuestra época: en el mundo globalizado de hoy no es tanto el tiempo de los tiranos (que los sigue habiendo, tan sangrientos como siempre), como el de los tecnócratas siervos del totalitarismo del mercado y de los difusos diosecillos que mueven los hilos sin exponerse. No sé si ya se ha escrito esa novela, yo no la he leído aún. Esta, esté o no fuera del tiempo histórico, no deja de ser una obra muy recomendable.

miércoles, 27 de junio de 2012

cuerpo habitado

Auguste Rodin, Salammbô (lápiz sobre papel, c. 1900)


Cuerpo en un horizonte de agua,
cuerpo abierto
a la lenta embriaguez de los dedos,
cuerpo defendido
por el fulgor de las manzanas,
rendido de colina en colina,
cuerpo amorosamente humedecido
por el sol dócil de la lengua.

Cuerpo con gusto a hierba rastrera
de secreto jardín,
cuerpo donde entro en casa,
cuerpo donde me tiendo
para sorber el silencio,
oír
el rumor de las espigas,
respirar
la dulzura oscurísima de las zarzas.

Cuerpo de mil bocas,
y todas doradas de alegría,
todas para sorber,
todas para morder hasta que un grito
irrumpa desde las entrañas,
y suba a las torres,
y suplique un puñal.
Cuerpo para entregar a las lágrimas.
Cuerpo para morir.

Cuerpo para beber hasta el fin –
mi océano breve
y blanco,
mi secreta embarcación,
mi viento favorable,
mi diversa, siempre incierta
navegación.


Eugénio de Andrade, Oscuro dominio, Hiperión, 2011.
(Traducción de Blanca Cebollero y Daniel Pelegrín.)

sábado, 16 de junio de 2012

tu secreta fortaleza

Paul Klee, Globo rojo (1922)

Antes, cuando tú no existías, me refugiaba de las espinas en páginas ajenas, en músicas y viajes. Desde que tú estás, desde que la lectura o la música son placeres discontinuos, mi refugio son tus ojos negros, tu risa loca: niña. Ahí fuera afilan uñas los especuladores y los buitres. Tú no puedes saber qué afán ponen en destrozarlo todo, con qué avidez despojan y rapiñan, cómo arrasan con cuanto fue levantado durante décadas mientras segregan su baba de “no hay más remedio que”. No lo sepas todavía: es tu secreta fortaleza. Mañana, cuando tengas edad de nombrar y disentir, cuando juegues a otros juegos que yo no sabré, qué quedará de todo esto. Qué os habrán dejado. Recuerda entonces que siempre tendrás los libros, la música, los viajes, asideros a la mano. Que podrás saber, criticar, luchar. Y, si tienes tanta suerte como yo, habrá una cara de luz que sabe más porque ignora todavía.

martes, 29 de mayo de 2012

el tatetitotu


otro día más tatetitotu como en la edad media tatetitotu supongo tatetitotu seguimos en la deriva absurda tatetitotu cada día más escandalosa e hiriente tatetitotu en esta carrera de caracoles tatetitotu sin más meta que la tierra ni más rastro que la baba tatetitotu adivinándonos por resquicios o palabras que nos salvan tatetitotu simulando y repitiendo tatetitotu simulando y repitiendo una vez más tatetitotu que somos quienes somos y hacemos lo que hacemos tatetitotu porque así nos lo contamos y lo repetimos tatetitotu y nos quejamos y rebelamos tatetitotu aunque nada se detenga y todo siga siendo un mero tatetitotu tatetitotu tatetitotu

lunes, 21 de mayo de 2012

garabato 22


adónde va lo que falta lo que cruza nuestra mente sin llegar al pensamiento _ adónde va lo que decimos por debajo de la voz _ adónde lo que llegamos a decir y nadie oye _ fragmentos perdidos _ huecos _ nada

miércoles, 16 de mayo de 2012

o apocalipse dos trabalhadores, de valter hugo mãe

o apocalipse dos trabalhadores, 2008
valter hugo mãe (1971)
Alfaguara, 2011, 199 p.

valter hugo mãe (escrito así, sin mayúsculas, como su prosa literaria) comparte con otros jóvenes autores portugueses (J.L. Peixoto, Gonçalo M. Tavares) un rigor literario más allá de la mera narración de historias. A diferencia de Peixoto, mãe vuelca su mirada sobre la (dura) realidad con un prisma más humorístico, menos simbólico y lírico, pero igualmente exigente y rico. Las preocupaciones estéticas y creativas de valter hugo mãe no se limitan a la escritura: es, además, vocalista del grupo Governo, y ha realizado numerosas incursiones en las artes plásticas (casi todas las cubiertas de sus ediciones originales, como ésta, son obra suya).

En o apocalipse dos trabalhadores (hay traducción al español de Martín López-Vega: el apocalipsis de los trabajadores, Alpha Decay, 2010) los personajes centrales (Maria da Graça, Quitéria, el ucraniano Andriy) buscan consuelo a su soledad, a su explotación o a su desarraigo en el amor, un amor que primero es sólo sexo y pronto mucho más, y que linda con la muerte. Maria da Graça, criada del refinado pero tiránico senhor Ferreira, sueña con San Pedro y el momento de su llegada al cielo, con el absurdo de un mercadillo a las puertas del reino de ese dios difuso y ausente. Su vida se encuentra atrapada entre su esposo Augusto, que pasa fuera de casa seis meses al año, y ese amo al que unen complejos hilos de dependencia. Mientras, Quitéria busca consuelo en el sexo con Andriy, un joven ucraniano al que acabará uniendo la ternura y la solidaridad. Por su parte, el propio Andriy ha perdido el contacto con sus padres en Korosten, roídos por la locura y la enfermedad.

El narrador que se adentra en esas vidas cruzadas lo hace desde una tercera persona muy próxima a los personajes, aunque no llega a confundirse con ellos. Los trabajadores de la novela forman parte de los estratos más desfavorecidos de la clase obrera: criadas e inmigrantes. Sus vidas no transcurren en ciudades luminosas y marinas como Lisboa o Porto, sino en el Portugal interior de Trás-os-Montes, en la Bragança de nuestros días. El tiempo narrativo pasa de la linealidad a los saltos al pasado (sobre todo al hablar de los padres de Andriy en Ucrania), de modo que al relato de la humillación cotidiana de Maria da Graça bajo los abusos sexuales del senhor Ferreira puede suceder el pánico de Sasha, el padre de Andriy, acosado por la manía persecutoria bajo el estalinismo. Todo se enlaza y forma una historia múltiple, la de los trabajadores sometidos a la asfixia del poder, sea éste personal y autoritario, como el del senhor Ferreira, sea político y totalitario, como en el caso de Sasha.

El logro de valter hugo mãe consiste en contar todo ese drama y al mismo tiempo lograr momentos muy divertidos, como las vigilias pagadas de Maria da Graça y Quitéria, con un humor negro que llega a ser tan angustioso como hilarante. Un humor que en otros pasajes de la novela rezuma denuncia ante la desigualdad social de un país tan próximo en muchos sentidos (y ahora, en el contexto socioeconómico que vivimos, más aún). Ese humor es ocasional, y en ningún momento sirve como edulcorante de una realidad opresiva, sino como otra forma de tomar distancia para narrar de forma precisa y contundente a veces, y otras veces con una sutileza no exenta de ternura.

miércoles, 2 de mayo de 2012

sobre Contrapunto de Don DeLillo

Robert Rauschenberg, Monk, 1955.

“Si conocemos la respuesta, ésta es la pregunta: ¿Cuánto podemos acercarnos al yo sin perderlo todo?”
(Don DeLillo, Contrapunto)

Este libro no es un texto de ficción. No es una narración, ni menos aún un ensayo: es una pieza de arte. Son apenas cincuenta páginas, una docena de fotografías, fragmentos. Hay tres nombres centrales: Glenn Gould, Thomas Bernhard y Thelonius Monk: tres creadores geniales. Don DeLillo realiza su aproximación a estos tres personajes y a los temas que aborda el libro (la soledad del creador, la relación del artista con los demás, los vínculos entre genialidad y locura), tal y como dice el subtítulo, a partir de tres películas, un libro y una vieja fotografía: Atanarjuat: El espíritu del ártico, Treinta y dos cortometrajes sobre Glenn Gould y Thelonius Monk: Straight, No Chaser por lo que respecta al cine; la novela de Bernhard El malogrado (donde trata el tema de la genialidad frustrada, y donde el propio Glenn Gould es un personaje referencial), y una vieja fotografía de Monk, Charles Mingus, Roy Haynes y Charlie Parker.

¿Qué puedo decir de él? Hay lecturas que salen de lo estrictamente literario. Mientras leía Contrapunto, este brevísimo libro de uno de los escritores centrales de nuestro tiempo, tenía la sensación (casi onírica) de estar dentro de una instalación, en un espacio arquitectónico parecido a un museo, pero que no era un museo. En esa experiencia poliédrica en que se había convertido la lectura, coincidía la imagen en movimiento (cine documental), la música (Thelonius Monk, Glenn Gould interpretando las Variaciones Goldberg de Bach), la fotografía y, por supuesto, la palabra. Todo ello ocupando ese espacio interior de la lectura hecha lugar, y sobre ella una bóveda de silencio. Un silencio sonoro, música de la introspección.

¿La genialidad creativa tiene un vínculo con la locura? ¿Por qué se llama locura a lo que no es sino un vivir fuera? ¿Cómo es posible hablar de soledad cuando se hace música, se escribe, se pinta, etc.? Son apenas preguntas que no esperan respuesta.

domingo, 22 de abril de 2012

laberinto laminar


Aquella noche había soñado con un laberinto de planos horizontales: sin muros, sólo niveles. Esos niveles, me contó, eran islas dispersas de tiempo, o, más exactamente, de edades. Eran las edades de su propia vida, la pasada, la presente y la futura, en un desorden de láminas flotantes a las que saltaba, angustiado, huyendo de las imágenes y recuerdos, de la proyección insoportable de su devenir. Perdido en ese laberinto sin muros, sin salida posible, en el sueño el último salto era al momento de su propio alumbramiento. En ese plano, el primero y el último, preguntaba. Al despertar, me dijo, lo terrible no había sido la angustia del laberinto, la visión de las edades, sino la impotencia de no poder recordar cuál había sido su pregunta.

viernes, 13 de abril de 2012

garabato 21


una historia no se inventa sino que se recuerda _ la ficción debe más a la memoria que a la imaginación _ solo que esa memoria no parte de lo vivido _ memoria creadora _ ¿memoria creada?

martes, 10 de abril de 2012

José María Pérez Álvarez, algunas novelas

Hace unos días, Juan Goytisolo reflexionaba de nuevo con tono optimista y lúcido en un artículo sobre la pervivencia de la novela, contra la organización encorsetada y académica (épocas, generaciones, esquemas preconcebidos que aplanan la diversidad y singularidad de autores y textos), y en pro de una narrativa más próxima a la poesía y al texto literario, alejada del mero argumento que “enganche” al lector-comprador. Concluía con una defensa de la buena salud de la novela, que lleva muriéndose más de un siglo, y que desde hace años pretenden asediar con las nuevas tecnologías (que, como apunta Goytisolo, no son amenazas, sino, en todo caso, nuevos retos para la creación novelística).

Es cierto que mucha de la buena literatura que se está haciendo en España ahora se pierde entre novelas más comerciales, hojarasca que oculta los mejores brotes en el frondoso bosque que forman las librerías. Además, mucha de la buena narrativa actual se publica en editoriales independientes, que no siempre logran hacerse un hueco en las mesas de novedades, asediadas por los productos de los grandes grupos editoriales. Son precisas brújulas, itinerarios más o menos improvisados, mapas que nos avisen de la existencia de otra isla más allá, formando archipiélagos de lecturas. A veces recurrimos a la opinión de críticos cuyo criterio nos merece respeto (aunque no siempre coincidamos con ellos), otras veces aceptamos las recomendaciones de escritores que consideramos centrales (con los que igualmente habrá discrepancias, pues en esto del gusto no hay guías firmes), y otras veces escuchamos las sugerencias de nuestros libreros (siempre que lo sean de verdad) o amigos (ídem).


José María Pérez Álvarez

Hace unos seis años llegué, precisamente a través del propio Juan Goytisolo, a un autor que se ha convertido para mí en una referencia, un ejemplo de lo me interesa como lector y como escritor: José María Pérez Álvarez. No digo que me parezca el mejor (alcanzado cierto nivel, qué difícil me resulta eso de establecer un pódium olímpico en literatura), sino que sus novelas tienen el don de producirme esa extraña felicidad que me proporcionan algunos de mis escritores favoritos (no hago ahora listas, siempre tramposas y móviles). Pérez Álvarez sabe entrelazar juego literario, amargura, humor y hasta una cierta ternura con referencias literarias bien integradas, y lo hace mediante un lenguaje rico, a veces barroco y exuberante, otras más narrativo, pero siempre certero. Nacido en Orense en 1952, en la década de Javier Marías o Antonio Muñoz Molina, no pertenece a generación alguna, si es que la hay, más aún teniendo en cuenta que Pérez Álvarez ha publicado lo más destacado de su obra después, en la primera década de este siglo.

Lo primero que leí de él fue Nembrot (DVD ediciones, 2002), un libro que no puede resumirse con una mera frase sobre su argumento, algo así como “historia de amor y desencuentro entre Horacio Oureiro, afincado en una pensión de Vigo, y el escritor argentino Bralt, autor de best-sellers”. Hay, por supuesto, desencuentro entre dos hombres, pero el libro deriva hacia otros planos, entra en el viejo y nunca agotado tema del autor y sus máscaras, los seudónimos y los “negros” literarios, de la propia escritura como juego de testimonios abocados al silencio. La novela transcurre en los años noventa y sobre todo en Vigo, aunque hay pasajes del recuerdo en París, Londres y otros lugares, y un pasaje en Mondoñedo (homenaje a Cunqueiro con el juego de la Saga-fuga de Torrente Ballester). La memoria del tiempo anterior a los encuentros entre los dos protagonistas y de su convivencia es muy importante, define el presente y se administra de manera progresiva y eficaz. El autor rompe la frontera entre la primera y la tercera persona narrativa, entre la omnisciencia y la reminiscencia, entre el narrador extradiegético y el narrador-personaje (Horacio). Y lo hace como los grandes, sin que eso provoque ruido, sin que el lector encuentre dificultad, lejos de la literatura experimental más torpe. No exagero si digo que cuando la leí me produjo un placer semejante al que he sentido leyendo a autores como Cortázar o Lobo Antunes.

Dos años después leí Cabo de Hornos (DVD ediciones, 2005) que, aunque me dejó menos huella que Nembrot, no deja de parecerme una novela lúdica e inconformista, a ratos desasosegante, y muy singular. En ella Sansavenir, un periodista de provincias, investiga sobre un poeta gallego plagiario, mientras en su casa se instala un anciano desconocido llamado Onofre, que trastornará su vida. La narración se ambienta en la época del propio texto, pero el lugar, en principio una ciudad de provincias gallega, parece estar fuera de los parámetros reales: así, los nombres de las calles son de Londres, Marrakech, Múnich, etc. La voz narradora es en tercera persona, a veces próxima a la narración indirecta libre. Si en Nembrot se hablaba de la autoría, aquí se vuelve sobre eso desde otro ángulo, desde la frontera difusa entre realidad y ficción, la vida y la muerte, desde la usurpación del espacio y de la palabra.

En la última novela de José María Pérez Álvarez, La soledad de las vocales (Bruguera, 2008), un hombre derrotado, alcohólico y solitario, que vive en la habitación 9 de la sórdida pensión Lausana, monologa sobre sus obsesiones, sobre su compañeros de pensión (el joven escritor de la 6, el pintor francés, la ex nadadora, el tapicero serbio, los homosexuales), con la presencia espectral de una prostituta que años atrás se suicidó abriéndose las venas en ese mismo cuarto. El personaje central es el único narrador, a lo largo de un texto que gana en intensidad frente las anteriores novelas de Pérez Álvarez, escrito sin mayúsculas y sin otro signo de puntuación que la coma (además del guion largo a modo de paréntesis). Puesto que lo relevante sucede dentro de la cabeza del personaje narrador, la ambientación es casi nula (una ciudad de provincias cualquiera), aunque el tiempo es el presente. El texto se organiza en fragmentos sueltos, breves (de 2 a 5 páginas), aunque podría decirse que en realidad no hay fragmentos, sino que el autor ha dado respiros a la lectura de ese monólogo que fluye y regresa, rizoma o espiral construida con los pobres elementos de un hombre derrotado. El uso del lenguaje, cargado de metáforas, de riqueza verbal como en sus anteriores novelas, es el mayor valor de la novela. Aquí además se hace más recurrente el uso de la reiteración de un puñado de motivos en espiral, que regresan una y otra vez a la narración: los otros personajes, la prostituta suicida, las nadadoras, Franz Dertod rescatado de Cabo de Hornos y reinventado, el destino de sus cenizas cuando muera, etc. Y por supuesto las letras de neón de la pensión, casi todas fundidas, solitarias en la noche. La soledad de las vocales es una novela intensísima, penetrante, implacable (pesimista es decir poco), pero también cargada de afecto y humanidad. Puro goce de una de las mejores prosas de hoy.

José María Pérez Álvarez no es, claro está, el único escritor capaz de nuestras letras. Hay muchos otros, y otras, más o menos conocidos, más o menos singulares o arriesgados, mejor o peor tratados por los medios y los popes culturales –claro está que yo sólo he leído a unos pocos–. Hay, efectivamente, centenares de escritores y escritoras que desde hace años vienen mirando la realidad desde la periferia, desde pasajes abiertos a la sugerencia y al peso de la palabra literaria. Hoy he querido acercarme a uno de ellos, que considero excelente, con el deseo de animar a leerlo, y esperando ya su próxima novela.

PS: Conste que, contra lo que pueda parecer, no conozco a J.M. Pérez Álvarez en persona ni lo he tratado de ningún modo, a no ser a través de sus propias novelas.

miércoles, 4 de abril de 2012

el final del soplo


Buscarte es saber que estás al final del soplo, en esos huecos del sonido que no son silencios aunque se parezcan tanto. Buscarte es dibujar un anillo con el dedo y encerrarte en aire, hacerte siempre la misma pregunta. Buscarte es repetir el gesto de hace veinte años, ahora más inocente por impostor, y hacerme a lo que venga. Buscarte es pensar que todo este tiempo te he estado buscando y que lo sigo haciendo, por detrás de nuestra experiencia y de quienes aparentamos ser.
Dejaré de buscarte cuando te empiece a encontrar, cuando sepa que eso que queda colgando al final del soplo no es un hueco en el sonido, sino el silencio, el silencio, el silencio.

martes, 20 de marzo de 2012

garabato 20


a lo único que podemos aspirar es a imaginar al otro _ conocerlo a fondo es el último peldaño de la imaginación


Este garabato 20 conecta con dos frases de un libro que he leído recientemente (Patrick Modiano, Dans le café de la jeunesse perdue, Gallimard, 2007): “Quand on aime vraiment quelqu’un, il faut accepter sa part de mystère… Et c’est pour ça qu’on l’aime”. “Et puis les gens disparaissent un jour et on s’aperçoit qu’on ne savait rien d’eux, même pas leur véritable identité”.

(Traduzco:
“Cuando se quiere de verdad a alguien, hay que aceptar su parte de misterio… Y es por eso por lo que la queremos”. “Y luego hay gente que desaparece un día y nos damos cuenta de que no sabíamos nada de ellos, ni siquiera su verdadera identidad”.)

O acaso es al contrario, nunca sabemos de su verdadera identidad, apenas los indicios que dejaron ver sus máscaras. Pienso en gente que ha compartido su tiempo de vida, ideas, proyectos, espacios, complicidad, y un día se abre una grieta por la que se filtra todo, una mínima grieta por la que se escapa la complicidad y el tiempo compartido, porque esa grieta, locuaz, nos dice todo: que todo había sido figuración, una construcción endeble. Pero ¿qué no lo es?