Body Art, 2001
Don DeLillo (1936)
Seix Barral, 2010, 142 p.
Traducción de Gian Castelli
¿Puede calificarse de psicótica a Lauren Hartke, la artista-performer de Body Art? Demasiado previsible: no. Tras el suicidio de su marido, el cineasta Rey Robles, Lauren permanece sola en la casa aislada que ambos han alquilado. Allí se le aparece (¿o aparece?) un misterioso ser que balbucea y maneja una sintaxis rota, entre la que intercala fragmentos de conversaciones entre Lauren y el desaparecido Rey. Y, sin embargo, ese inquietante señor Tuttle (así lo nombra ella: él no comunica nada coherente sobre sí mismo) no parece ni fantasmal ni imaginario: no se sostiene como un espectro del más allá que comunica a Lauren con su difunto marido; ni es un producto creado por su imaginación consciente. La aparición de ese extraño hombrecillo parece entrar en el plano de lo simbólico, es ajena a cualquier voluntad de verosimilitud. Contiene elementos de realidad y de producción mental (más próximo a la esquizofrenia que a la ficción, o acaso como un desdoblamiento de Lauren), y DeLillo sabe jugar con esa ambigüedad y crear la inquietud necesaria en el lector.
El centro de la novela, sin embargo, es Lauren: su experiencia en la casa, pero también su trabajo del cuerpo para crear arte en acción, performance. Y lo que crea esa “artista del cuerpo que se esfuerza por desembarazarse del cuerpo” (en un fragmento narrado como crónica periodística) es la metamorfosis en diferentes seres (seres que son trasunto de otros: de Rey, de la anciana japonesa con la que se cruza en el pueblo, del propio señor Tuttle), mientras un vídeo muestra una carretera de Kotka, Finlandia, a partir de las imágenes recogidas por una webcam que ella suele ver de madrugada en internet: dos carriles, algún coche que cruza la noche helada, nada más: la fugacidad y el tiempo muerto entre dos coches (acontecimientos, seres), la duración de toda la obra, ¿de toda la vida?
Los temas principales de esta novela son la identidad (metamorfosis, sustitución-repetición) y el tiempo, pero su tratamiento es oblicuo: no la acción del tiempo sobre el cuerpo (transcurso de la vida, decrepitud), sino del cuerpo sobre el tiempo: arte. Como indica la crónica de su amiga Mariella, a lo largo de su vida como artista, el cuerpo de Lauren, múltiple y cambiante, ha creado otros cuerpos, otras identidades, se ha transformado en otras y otros (incluso en un hombre embarazado). Sólo al final, en el acto de abrir la ventana al mar, de querer sentir el aire, está la inversión: el deseo o necesidad de sentir el paso del tiempo en su cuerpo, de ser consciente de su identidad.
Esta breve novela está cargada de sugerencias e ideas, proyecta y gira sobre imágenes poderosas, sobre un lenguaje roto que balbucea fragmentos de abismo. Una pieza maestra, tan intensa y genial como Punto omega, y puede que mejor.
miércoles, 27 de febrero de 2013
jueves, 21 de febrero de 2013
despierta
Despierta: han apagado las luces.
Escucha, el rumor viene de lejos: tu abuela ahuyentaba las sombras con refranes e improvisados cuentos que entonces te parecían descabellados y hoy intuyes como prodigios de ingenio. Qué rabia este vacío en el recuerdo, el hueco de las palabras.
Temías al lobo imposible agazapado entre los limoneros.
Y la luna, fulgor en el huerto.
Despierta, despierta.
Qué silencio el viento.
martes, 12 de febrero de 2013
Polvo en el neón, de Carlos Castán
Polvo en el neón
Carlos Castán (1960)
Fotos de Dominique Leyva
Tropo editores, 2012, 96 p.
El viaje. No sólo el que lleva a Quinn desde Springfield, Illinois, hasta un lugar llamado Flagstaff, en Arizona, para cobrar la herencia de su tía Hanna: el otro, el que le lleva a encontrarse consigo mismo; la duración del viaje como proceso de cambio, de búsqueda dentro de sí. El viaje es la proyección hacia atrás y hacia delante, origen y destino en la geografía, pero sobre todo memoria y proyecto. Y ese presente del viaje que supone hacer balance, decidir, romper. Quinn parece estar a mitad de camino de todo, entre dos: mujeres, lugares, modos de vida. Sexo y amor, compañía y soledad. Acaso sólo sea una apariencia y ese estar entre ya se haya cerrado dentro de su cabeza antes de que el lector lo sepa.
El viaje. El de las fotografías de Dominique Leyva, que no son mero soporte de las palabras, sino que entablan un diálogo con ellas, sin que por ello ambas narraciones se entremezclen o cuenten la misma historia. No la fotografía como ilustración: la fotografía como narración paralela. Los moteles, la carretera, la América profunda de la Ruta 66 están en los dos lados, pero ambos circulan sin entorpecerse, sin mezclarse. Y también la fotografía nos cuenta, de otra forma, discontinua y contundente, vacía de todo lo que llena la otra historia: las personas. No hay personas, nadie, en las fotografías de Dominique Leyva. A lo sumo huellas de presencias, alguna sombra. Predominan los lugares, detalles, letreros. Y sin embargo ahí también está latiendo algo, indicios para la imaginación.
El viaje. El del texto que completa al propio texto: esos fragmentos destacados, que son y no son la narración, como una sucesión de voces externas al relato del narrador. Antes de entrar en la lectura pensé que eran fragmentos del propio texto, repetidos en letra mayor. No: son otra forma del viaje, un juego de espejos que aportan nuevos ángulos al relato.
El viaje. El que uno hace en su mundo de referencias. Wim Wenders y Raymond Carver se esconden en algún lado de estas páginas. Las asociaciones no son necesarias, sino libres. Ni siquiera discutibles, porque no son de Carlos Castán sino mías, se dan en la recepción sin pretender acertar. Aquí he vuelto a vivir la experiencia de París, Texas. Es algo más complejo que una mera atmósfera compartida. También he tenido una sensación que me recuerda la lectura de Carver, ahí está ese ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? No creo que haya azar: la pista la da esa misma frase, que Quinn suelta a Jessica poco antes de su separación.
El viaje. Más allá del viaje narrado en el relato y la imagen, me figuro este libro como un viaje doble. El primero, el de Carlos Castán desde el relato a la novela (con sucesivas idas y vueltas futuras, supongo, espero): este año aparece su primera novela, en Destino. El segundo, el de dos editores inconformistas y valientes, que no sólo apuestan por escritores españoles desconocidos (no es, desde luego, el caso de Carlos Castán: es más bien el mío), sino que aún se atreven a editar libros fuera de lo común como éste (y, si tenemos suerte, seguirán haciéndolo).
Ojalá Polvo en el neón se convierta en el librito de culto que merece ser. No por el relato de Carlos Castán por sí solo, por las fotos de Dominique Leyva o por la cuidada edición de Tropo, sino por el conjunto indisociable de las tres cosas.
Carlos Castán (1960)
Fotos de Dominique Leyva
Tropo editores, 2012, 96 p.
El viaje. No sólo el que lleva a Quinn desde Springfield, Illinois, hasta un lugar llamado Flagstaff, en Arizona, para cobrar la herencia de su tía Hanna: el otro, el que le lleva a encontrarse consigo mismo; la duración del viaje como proceso de cambio, de búsqueda dentro de sí. El viaje es la proyección hacia atrás y hacia delante, origen y destino en la geografía, pero sobre todo memoria y proyecto. Y ese presente del viaje que supone hacer balance, decidir, romper. Quinn parece estar a mitad de camino de todo, entre dos: mujeres, lugares, modos de vida. Sexo y amor, compañía y soledad. Acaso sólo sea una apariencia y ese estar entre ya se haya cerrado dentro de su cabeza antes de que el lector lo sepa.
El viaje. El de las fotografías de Dominique Leyva, que no son mero soporte de las palabras, sino que entablan un diálogo con ellas, sin que por ello ambas narraciones se entremezclen o cuenten la misma historia. No la fotografía como ilustración: la fotografía como narración paralela. Los moteles, la carretera, la América profunda de la Ruta 66 están en los dos lados, pero ambos circulan sin entorpecerse, sin mezclarse. Y también la fotografía nos cuenta, de otra forma, discontinua y contundente, vacía de todo lo que llena la otra historia: las personas. No hay personas, nadie, en las fotografías de Dominique Leyva. A lo sumo huellas de presencias, alguna sombra. Predominan los lugares, detalles, letreros. Y sin embargo ahí también está latiendo algo, indicios para la imaginación.
El viaje. El del texto que completa al propio texto: esos fragmentos destacados, que son y no son la narración, como una sucesión de voces externas al relato del narrador. Antes de entrar en la lectura pensé que eran fragmentos del propio texto, repetidos en letra mayor. No: son otra forma del viaje, un juego de espejos que aportan nuevos ángulos al relato.
El viaje. El que uno hace en su mundo de referencias. Wim Wenders y Raymond Carver se esconden en algún lado de estas páginas. Las asociaciones no son necesarias, sino libres. Ni siquiera discutibles, porque no son de Carlos Castán sino mías, se dan en la recepción sin pretender acertar. Aquí he vuelto a vivir la experiencia de París, Texas. Es algo más complejo que una mera atmósfera compartida. También he tenido una sensación que me recuerda la lectura de Carver, ahí está ese ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? No creo que haya azar: la pista la da esa misma frase, que Quinn suelta a Jessica poco antes de su separación.
El viaje. Más allá del viaje narrado en el relato y la imagen, me figuro este libro como un viaje doble. El primero, el de Carlos Castán desde el relato a la novela (con sucesivas idas y vueltas futuras, supongo, espero): este año aparece su primera novela, en Destino. El segundo, el de dos editores inconformistas y valientes, que no sólo apuestan por escritores españoles desconocidos (no es, desde luego, el caso de Carlos Castán: es más bien el mío), sino que aún se atreven a editar libros fuera de lo común como éste (y, si tenemos suerte, seguirán haciéndolo).
Ojalá Polvo en el neón se convierta en el librito de culto que merece ser. No por el relato de Carlos Castán por sí solo, por las fotos de Dominique Leyva o por la cuidada edición de Tropo, sino por el conjunto indisociable de las tres cosas.
jueves, 7 de febrero de 2013
un pasmo
A veces, pero no siempre, encontramos en la mejor literatura ideas y palabras que hablan de nuestra propia vida. Es un momento de absoluto pasmo: está hablando de mí, nos dice una voz que antecede al pensamiento. Como si. Hoy mismo, en la novela que estoy leyendo, he encontrado este párrafo que retrata el momento en que me encuentro, la temible definición incluida:
"Dentro de cien días, más o menos, cumpliría cuarenta años. Ésa era la edad de su padre. Su padre tenía cuarenta años, sus tíos. Siempre tendrían cuarenta años, mirándolo de soslayo. ¿Cómo era posible que él estuviera a punto de convertirse en alguien de clara y diferenciable definición, marido y padre, finalmente, ocupando una habitación en tres dimensiones, al modo de sus padres?"
Don DeLillo, El hombre del salto, Seix Barral, 2007 (traducción de Ramón Buenaventura).
(No hay, por otra parte, más puntos en común con el personaje de Keith, dicho sea de paso.)
"Dentro de cien días, más o menos, cumpliría cuarenta años. Ésa era la edad de su padre. Su padre tenía cuarenta años, sus tíos. Siempre tendrían cuarenta años, mirándolo de soslayo. ¿Cómo era posible que él estuviera a punto de convertirse en alguien de clara y diferenciable definición, marido y padre, finalmente, ocupando una habitación en tres dimensiones, al modo de sus padres?"
Don DeLillo, El hombre del salto, Seix Barral, 2007 (traducción de Ramón Buenaventura).
(No hay, por otra parte, más puntos en común con el personaje de Keith, dicho sea de paso.)
miércoles, 6 de febrero de 2013
cá fora
Abre a porta e caminha
Cá fora
Na nitidez salina do real
Sophia de Mello Breyner Andresen, Musa, 1994.
(Hoy, sin buscarlo, he vuelto a leer a Sophia de Mello, sorprendido de nuevo por su contundencia. ¿Sin buscarlo? A veces el azar de los ojos recorriendo los lomos de los libros hasta detenerse donde no se esperaba contiene una necesidad.)
Cá fora
Na nitidez salina do real
Sophia de Mello Breyner Andresen, Musa, 1994.
(Hoy, sin buscarlo, he vuelto a leer a Sophia de Mello, sorprendido de nuevo por su contundencia. ¿Sin buscarlo? A veces el azar de los ojos recorriendo los lomos de los libros hasta detenerse donde no se esperaba contiene una necesidad.)
lunes, 4 de febrero de 2013
Vida y época de Michael K, de Coetzee
Vida y época de Michael K, 1983
J.M. Coetzee (1940)
Mondadori, 2006, 188 p.
Traducción de Concha Manella
Como ocurre con la obra de algunos de los escritores que más valoro, las novelas de Coetzee reflejan una diversidad de intereses o necesidades expresivas que hacen del conjunto de la obra un árbol con sus ramas principales a menudo divergentes, sus ramas secundarias, entrecruzamientos y raíz común. El estómago y la mirada de Coetzee está siempre allí, pero es cierto que, por ejemplo, Vida y época de Michael K o Desgracia ocupan un lugar de su espacio literario, y las más o menos autobiográficas (dado que Verano juega más que Infancia o Juventud) ocupan otro muy distinto. Ambos territorios me parecen interesantes por razones diferentes, pero, al menos ahora, me siento más cerca de novelas como Desgracia y esta que comento a continuación.
En Vida y época de Michael K el título nos plantea ya una trampa. No, no se trata de contar la vida de ese Michael K y la época en que vivió. De lo que se trata es de cómo se conjuga esa vida –no la biografía (en la novela, al margen de los recuerdos, no trascurren más de tres años), sino la vida misma– en relación con la época, con el tiempo histórico en el que se inserta y que necesariamente la condiciona. Porque precisamente lo que desarrolla la novela es una relación dialéctica, conflictiva, entre el hombre y su tiempo: Michael K quiere escapar de esa época, del tiempo histórico en el que ese cuerpo endeble y tenaz parece no tener lugar.
Porque detrás de ese hombre marcado por su aspecto de pobre diablo, por ese labio leporino que despierta lástima o rechazo, hay toda una historia de encierros y tentativas de escape. El paso por el orfanato Huis Norenius lo ha dejado marcado y, desde entonces, apegado a su madre, ha trabajado como jardinero. En una Sudáfrica asolada por la guerra civil, donde se suceden controles y limitaciones a la movilidad de la población, trata de viajar (primera huida) con su madre enferma desde Ciudad del Cabo a la granja donde donde ella creció, en el Karoo. En el duro viaje, la madre muere, y Michael deambula con sus cenizas hasta Prince Albert, el pueblo donde está la supuesta granja. El lugar está abandonado por la familia de propietarios, pero, tras enterrar las cenizas, Michael K decide permanecer allí. La llegada de un nieto de los propietarios, refugiado tras desertar, le hace huir a las montañas, donde sobrevive a duras penas. Después llega el primer internamiento forzoso (o el segundo, si se cuenta la infancia en el orfanato) en un campamento, del que escapa para regresar a la granja. Allí se instala de nuevo con la intención de permanecer indefinidamente, pero no en la casa: excava un habitáculo donde vivir, y entrega todas sus fuerzas al cultivo de calabazas que riega con agua del pozo. Esa es su forma de afrontar su época: crear un agujero, cultivar calabazas. Ni siquiera las calabazas son su sustento diario; apenas se alimenta, y lo hace con las más ínfimas miserias de la tierra, raíces, bayas, incluso lagartijas.
La segunda parte, sin embargo, no está relatada por un narrador en tercera persona próximo a él, sino por el médico que le cuida en un centro de reeducación (se le acusa de aportar alimento a los rebeldes y de colaborar con ellos). Ese médico se obstina en comprenderlo, en ayudarle y alimentarlo, pero fracasa en su empeño, puesto que el obstinado Michael K acaba por escapar también de allí.
La impresión que puede tener el lector es la de un personaje en la frontera de la razón, alguien próximo a la locura o al retraso mental. O la de un personaje à la Beckett, también. Pero detrás de sus sucesivos internamientos y escapadas, sin que afloren los parámetros claros de la época y del conflicto de ese periodo, está una guerra que no es la suya, que él no puede asumir sino como una imposición externa y odiosa. Su agujero no puede compararse con el de un topo que se esconde de una dictadura o de un enemigo, su huida constante no es la del disidente clandestino. Es un agujero contra una realidad incomprensible y hostil, contra el ahora opresivo, ese gran encierro del que no se puede escapar. Es Beckett, sí, pero sobre todo es Kafka.
J.M. Coetzee (1940)
Mondadori, 2006, 188 p.
Traducción de Concha Manella
Como ocurre con la obra de algunos de los escritores que más valoro, las novelas de Coetzee reflejan una diversidad de intereses o necesidades expresivas que hacen del conjunto de la obra un árbol con sus ramas principales a menudo divergentes, sus ramas secundarias, entrecruzamientos y raíz común. El estómago y la mirada de Coetzee está siempre allí, pero es cierto que, por ejemplo, Vida y época de Michael K o Desgracia ocupan un lugar de su espacio literario, y las más o menos autobiográficas (dado que Verano juega más que Infancia o Juventud) ocupan otro muy distinto. Ambos territorios me parecen interesantes por razones diferentes, pero, al menos ahora, me siento más cerca de novelas como Desgracia y esta que comento a continuación.
En Vida y época de Michael K el título nos plantea ya una trampa. No, no se trata de contar la vida de ese Michael K y la época en que vivió. De lo que se trata es de cómo se conjuga esa vida –no la biografía (en la novela, al margen de los recuerdos, no trascurren más de tres años), sino la vida misma– en relación con la época, con el tiempo histórico en el que se inserta y que necesariamente la condiciona. Porque precisamente lo que desarrolla la novela es una relación dialéctica, conflictiva, entre el hombre y su tiempo: Michael K quiere escapar de esa época, del tiempo histórico en el que ese cuerpo endeble y tenaz parece no tener lugar.
Porque detrás de ese hombre marcado por su aspecto de pobre diablo, por ese labio leporino que despierta lástima o rechazo, hay toda una historia de encierros y tentativas de escape. El paso por el orfanato Huis Norenius lo ha dejado marcado y, desde entonces, apegado a su madre, ha trabajado como jardinero. En una Sudáfrica asolada por la guerra civil, donde se suceden controles y limitaciones a la movilidad de la población, trata de viajar (primera huida) con su madre enferma desde Ciudad del Cabo a la granja donde donde ella creció, en el Karoo. En el duro viaje, la madre muere, y Michael deambula con sus cenizas hasta Prince Albert, el pueblo donde está la supuesta granja. El lugar está abandonado por la familia de propietarios, pero, tras enterrar las cenizas, Michael K decide permanecer allí. La llegada de un nieto de los propietarios, refugiado tras desertar, le hace huir a las montañas, donde sobrevive a duras penas. Después llega el primer internamiento forzoso (o el segundo, si se cuenta la infancia en el orfanato) en un campamento, del que escapa para regresar a la granja. Allí se instala de nuevo con la intención de permanecer indefinidamente, pero no en la casa: excava un habitáculo donde vivir, y entrega todas sus fuerzas al cultivo de calabazas que riega con agua del pozo. Esa es su forma de afrontar su época: crear un agujero, cultivar calabazas. Ni siquiera las calabazas son su sustento diario; apenas se alimenta, y lo hace con las más ínfimas miserias de la tierra, raíces, bayas, incluso lagartijas.
La segunda parte, sin embargo, no está relatada por un narrador en tercera persona próximo a él, sino por el médico que le cuida en un centro de reeducación (se le acusa de aportar alimento a los rebeldes y de colaborar con ellos). Ese médico se obstina en comprenderlo, en ayudarle y alimentarlo, pero fracasa en su empeño, puesto que el obstinado Michael K acaba por escapar también de allí.
La impresión que puede tener el lector es la de un personaje en la frontera de la razón, alguien próximo a la locura o al retraso mental. O la de un personaje à la Beckett, también. Pero detrás de sus sucesivos internamientos y escapadas, sin que afloren los parámetros claros de la época y del conflicto de ese periodo, está una guerra que no es la suya, que él no puede asumir sino como una imposición externa y odiosa. Su agujero no puede compararse con el de un topo que se esconde de una dictadura o de un enemigo, su huida constante no es la del disidente clandestino. Es un agujero contra una realidad incomprensible y hostil, contra el ahora opresivo, ese gran encierro del que no se puede escapar. Es Beckett, sí, pero sobre todo es Kafka.
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