martes, 30 de octubre de 2012

Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago

Llámame Brooklyn, 2006
Eduardo Lago
Destino, 2006, 397 p.

Con su primera novela publicada (a la edad de 48 años y con mucha escritura detrás), a Eduardo Lago le dieron el premio Nadal 2006, algo que honra a este galardón aunque sólo sea muy de vez en cuando.

Hay ciertos textos narrativos en los que resulta superfluo separar “lo que se cuenta” de “cómo se cuenta”, y este es un caso claro. El argumento de Llámame Brooklyn es simple, pero la estructura que lo sustenta lo hace parecer complejo y lleno de vericuetos, zonas oscuras, voces y perspectivas, saltos temporales, digresiones e historias paralelas. Es una complejidad amable, digamos, que en ningún momento arrebata al lector el hilo que lo guía en una lectura que en ningún momento desanima.

La historia principal es la de Brooklyn, la novela autobiográfica que Gal Ackerman deja inconclusa y dispersa en múltiples cuadernos y papeles. El texto que leermos es y no es esa novela, de forma similar a como Don Quitote de La Mancha no es, aunque juega a ser, la novela que en gran parte escribió ese Cide Hamete Benengeli y que encontró Miguel de Cervantes. Aquí no hay supuesto hallazgo de un manuscrito, sino encargo: el primer narrador, Néstor Oliver-Chapman, acepta el compromiso de completar esa novela a través de los materiales que le cede su amigo Gal. El argumento tiene dos pilares: por una parte, el de esa amistad incondicional, en la que Néstor se identifica con la narración y la vida de Gal, convirtiéndose en un investigador-compilador, pero también en una extensión del propio Gal; y, por otra parte, la relación amorosa de Gal con la violinista Nadia Orlov, única destinataria de la novela y, por tanto, principal estímulo para su escritura. Hay, afortunadamente, otras historias que actúan como marco de parte de la narración, como la del bar Oakland, último refugio de náufragos. Están aquellas que ayudan a comprender la biografía del escurridizo Gal Ackerman, como el viaje que éste hace al Madrid de los sesenta para conocer sus orígenes en la guerra civil española. Y hay, por fin, piezas narrativas que se insertan como elementos aislados, ficciones nacidas de la imaginación de Gal Ackerman, así como algún homenaje literario (a Thomas Pynchon, entre otros). Y está, claro, Brooklyn, que no es un mero escenario de cartón piedra, sino un personaje central en varios sentidos (y mejor no decir más).


Eduardo Lago es un caso extraño: autor español que vive desde hace décadas en Nueva York, su manera de insertarse en Estados Unidos es un ejemplo de fértil inmigración literaria que recuerda (salvando las distancias, hoy por hoy es muy pronto para valorarlo) a autores como Juan Goytisolo o Julio Cortázar: aporta lo mejor de su tradición y sabe beber del lugar de acogida y de su literatura situándose dentro de ella. Dentro, sí, porque a veces uno tiene la impresión de estar leyendo una novela norteamericana de alguien que conoce bien a Don DeLillo, Philip Roth o Paul Auster. La diversidad de ambientes, tiempos y contextos hace de esta novela un texto mestizo, entre lo español y lo americano, de aquí y de allá a un mismo tiempo.

Llámame Brooklyn es una novela madura e impecable en su compleja organización y en su escritura, pero además cuenta una historia intensa y subyugante mediante personajes muy bien construidos. La novela consigue crear una ficción capaz de conmover (en el sentido amplio), de provocar la reflexión y la complicidad del lector, sin por ello sacrificar el juego literario y el trabajo creativo con la estructura narrativa y el lenguaje (de hecho: lo consigue gracias a ello). O, dicho de manera más sencilla y directa: consigue, a su modo, lo que muchos escritores buscamos: disfrutar escribiendo y hacer disfrutar a otros leyendo.

miércoles, 24 de octubre de 2012

despedida

No parecía sangre: rezumaba espesa y negruzca. La otra, la falsa, teñía de un bermellón luminoso los uniformes de camuflaje que nos habían prestado. Acaso el frío del bosque coagulaba ese fluido de melaza que manaba de la boca. Los ojos claros del novio permanecían muy abiertos, como si todavía estuviesen buscando un blanco, pero sin vida. Junto a su cara, huérfano, el casco yacía contra helechos mustios, barro y broza. El jadeo de mi respiración tras la carrera se ahogaba contra el silencio de mi sorpresa; a lo lejos, disparos, crujir de hojarasca. Y la risa histérica de algún compañero de trabajo del novio, disparando bolas que manchaban de rojo el tronco de las hayas. Te he dado, te he dado, chillaba otro entre risas. El cuerpo robusto, como un tronco derribado, parecía cercado por una membrana de silencio y quietud que lo aislaba del juego de los demás, de tanta risa floja, carrera y testosterona. Pensé: se está haciendo el muerto, esto no ha pasado. Pensé: si le hubiéramos hecho caso, una noche de hacer el payaso por los bares con final en barra americana y luego a casa, vacíos pero vivos. Pensé: sí que ha pasado, acaso un resbalón y el golpe seco de la nuca contra esa piedra: está muerto, no hay boda ni la puta madre que lo parió, mierda, mierda. La membrana se fue rompiendo, y no porque irrumpiera el ruido del juego: todos se habían ido aproximando, mudos, entre rumores de angustia y estupor, cercando el cuerpo del novio con sus cuerpos manchados de barro y pintura. Alguien dijo hay que llamar a una ambulancia o a la policía, otros lo rechazaron por inútil. En las manos de todos, los falsos fusiles idiotas, la sangre falsa, los cuerpos pintados de falsa muerte idiota. Y quién llama a la novia, quién le cuenta. Quién se atreve a disparar ahora palabras de verdad.


miércoles, 10 de octubre de 2012

adónde va la luz cuando se apaga


¿Adónde va la luz cuando se apaga? No es una pregunta: acaso un juego. Giratorio. ¿Es ahora la hora? Pero si el tiempo ya ha pasado hace tiempo, ¿estamos fuera de(l) tiempo? Tal vez sea esto lo que quiero hacer el resto de mi vida: jugar a estar fuera del tiempo, hacer girar la luz, como una órbita sin centro. O tal vez deslizar hojas en blanco, con todo lo no escrito, por el hilo metálico del silencio. O susurrar sentidos sin palabras. ¿Tal vez sí o tal vez no? Sólo tal vez.

(A partir de una performance de João Fiadeiro y el Atelier RE.AL de Lisboa).

viernes, 5 de octubre de 2012

garabato 24


es falso que nos conozcamos desde lo dicho y lo hecho _ ante nosotros mismos nos definimos por la omisión y el silencio _ nuestro verdadero rostro en el espejo interior no tiene expresión

martes, 2 de octubre de 2012

Un día me esperaba a mí mismo, de Ortiz Albero

Un día me esperaba a mí mismo, 2011
Miguel Ángel Ortiz Albero
Jekyll & Jill, 2011, 125 p.

Qué sorpresa leer este libro, del que tenía algunas referencias y que llevaba varios meses tentándome desde los anaqueles de mis librerías preferidas de Zaragoza. Hace un par de meses me había dejado llevar por una vocecilla interior como de duende puñetero (“vamos, Daniel, llévatelo, léelo, verás que vale la pena”), pero hasta hace una semana (y la recomendación de Menéndez Salmón me ha animado) no lo abrí: y aquí está mi ejemplar, pulcramente editado por Jekyll & Jill y con su correspondiente serigrafía del autor, la 748/800, ya leído y gozado. Y claro que ha valido la pena. Porque es un libro muy vivo, apasionado, amargo y luminoso a un tiempo.

Miguel Ángel Ortiz Albero es un escritor fértil y diverso: poeta, novelista, autor de textos teatrales, guionista y articulista, además de artista plástico de larga trayectoria. (Paréntesis personal: es, además, alguien a quien me he cruzado un puñado de veces en las pantallas y aquí en Zaragoza; la última ocasión, en el festival Trayectos: al parecer también compartimos el interés por la danza contemporánea y territorios fronterizos.) Aunque Un día me esperaba a mí mismo es la única obra suya que he leído, me da la impresión (reforzada al ojear opiniones sobre esta novela) de que es un autor inquieto e inconformista en tanto que busca diversos registros, nuevas formas de expresarse en cada nuevo libro. Es decir, que no se acomoda en un determinado estilo o mundo referencial. Todavía no lo sé, tendré que seguir leyendo su obra para corroborarlo.

Un día me esperaba a mí mismo es una novela sobre Guillaume, que es el poeta Apollinaire. Es una novela sobre Guillaume en la guerra (la Gran Guerra), sobre el ardor y la desmesura de su amor por Madeleine, sobre la poesía y la barbarie. No es, sin embargo, un narrador omnisciente quien da cuenta de la pasión de Apollinaire y de sus vicisitudes en el frente, ni siquiera el propio Guillaume, sino su buen amigo Berthier: La voz de un testigo muy próximo, pero que inevitablemente es una voz incompleta, la de quien ha escuchado y leído, pero no vivido, y por tanto abierta a vacíos y fisuras, a conjeturas disfrazadas de certeza. Y lo que Berthier narra es una reconstrucción a partir de las cartas de Apollinaire a Madeleine, de las conversaciones y experiencias compartidas con él en las trincheras, con el colofón (que es, al tiempo, el detonante de la narración), una treintena de años después de la muerte del poeta, del encuentro con la propia Madeleine.

Ejemplar 748/800 de la serigrafía de Ortiz Albero que se obsequia con el libro.

Entre los 168 fragmentos breves que componen la novela (en su mayoría retazos de conversaciones y cartas, recuerdos de Berthier, etc.) hay otros fragmentos en cursiva, que son “entradas para un más que probable Álbum Guillaume”: descripción de fotografías, postales, dibujos, objetos, textos, etcétera. Más allá de servir como recurso que ancle la narración en la historia real de Apollinaire y su relación con Madelaine y la guerra, suponen todo un repertorio de piezas de coleccionista que, en un principio, desconciertan, pero que pronto adquieren sentido y enriquecen la narración. Supongo que se trata de elementos reales (¿lo son todos?, imagino que sí, y en tal caso hay que celebrar la labor de documentación de Ortiz Albero): se construyen como reales y, como tales, refuerzan la experiencia lectora, acercan la figura humana del protagonista, enriqueciendo la palabra poética.

Las referencias literarias, con todo, no se limitan a Apollinaire: en el horror de la guerra hay un homenaje a la Madre Coraje y sus hijos de Brecht, en forma de recreación: la señora Bragelogne y sus hijos (también hay una muda, llamada aquí Mazel). Como la madre brechtiana, la de Ortiz Albero porta en su carro mercancías para los soldados: su negocio es la guerra y la necesidad, y cuanto más duren, mejor. Y también aquí los hijos de esta madre coraje son aniquilados por la guerra y la ambición de su progenitora.

Al igual que al hablar de su amor por Madelaine, la fuerza poética con que se retrata la guerra en esta novela es propia de Apollinaire: Ortiz Albero logra, así, diluirse como autor, embebido de otra voz y otro lenguaje, la del personaje central del libro, que a menudo habla a Berthier como podría hablarnos a nosotros, lectores que asistimos a esta celebración del amor y la poesía en medio de la oscura belleza de una guerra demasiado lejana.