La experiencia dramática
Sergio Chejfec (1956)
Candaya, 2013, 171 p.
La experiencia dramática requiere de cierta disposición. Existe un
instante previo obligado en el que la experiencia está lista para
producirse, pero cuyo desarrollo se ignora. En general, sólo después de
haber pasado por ella, a veces mucho después, es posible señalarla
como experiencia dramática y reconstruir el momento previo, el que ha
servido de antesala o escenario –hasta entonces toda la historia es una
línea insegura de puntos–. (p. 71)
Leída hace un año o menos (en los tiempos de la desconexión por mudanza), me he vuelto a sumergir en esta novela. Releo subrayados, en busca de materiales para la reflexión. Aquí me limito a reproducir las notas de mi primera lectura, ojalá dispusiera de tiempo para más.
En La experiencia dramática ocurren realmente pocas cosas. O no. Digámoslo mejor: ocurren muchas cosas, pero no en el plano de la acción narrativa –lo que los personajes hacen–, sino en el de la reflexión sobre el discurso y la acción –lo que hablan, piensan e incluso callan–. Lo ha dicho el propio autor: no le interesan cómo ocurren las cosas, sino cómo se describen. Los dos personajes centrales son Rose y Félix. Ella es una actriz que apenas ha salido de la ciudad (innominada), y que frecuenta un curso de teatro en el que cada participante debe relatar una “experiencia dramática”. Félix, por el contrario, es extranjero (el narrador, en tercera persona, casi siempre se acerca a su punto de vista). Ambos se encuentran periódicamente en cafeterías, dan largos paseos por la ciudad, y hablan. Esa reflexión entra en un rizo a lo Bernhard, y ese dinamismo que no desprecia el entorno recuerda a Sebald (y a Handke, aunque a este lo he leído menos).
La relación que une a Rose y a Félix (éste último próximo al autor, como él extranjero en una ciudad que podría ser Caracas o Nueva York, donde Chejfec ha vivido) es de una amistad cómplice, muy intelectual, y sin embargo, aunque se percibe el deseo de Félix hacia ella, irrumpe el erotismo cuando visitan el barrio de los galpones (zona industrial), quizá la parte más interesante de la novela. Hablan, pero también intercambian silencios: está la intención de decir, y el miedo al equívoco o una interpretación distorsionada. Los huecos, ruidos e imperfecciones de la comunicación. En el discurso del narrador y en el pensamiento de Félix cobran especial importancia aspectos como la realidad y su representación (los mapas digitales y el especio de la ciudad: Félix); el pasado, contradictorio y escurridizo; la existencia como ficción o representación, y el desconocimiento de nuestros semejantes (Rose):
Vive rodeada de gentes de las que no sabe casi nada. Naturalmente no se refiere a los nombres de quienes frecuenta ni a la información común que naturalmente posee de cada quien, cosas que no le preocupan demasiado porque las conoce; sencillamente no cree en esa confianza blindada, como si nada amenazara el significado de aquello que hacen, con que los demás asumen la propia vida y los hechos vinculados a ella. (...) Las personas están entregadas a una ficción discontinua, piensa, o a una opacidad perpetua, y casi nada es capaz de apartarlas de esos círculos (p. 153)
La experiencia dramática es una novela que exige complicidad. Escrita con maestría, la prosa de Chejfec es depurada y fina, conscientemente despojada de musicalidad a favor de la argumentación. En mi caso, ese discurso de la tentativa, de la duda, me seduce, me arrastra y me produce un extraño placer.
miércoles, 18 de junio de 2014
viernes, 13 de junio de 2014
El sermón sobre la caída de Roma, de Jérôme Ferrari
Le Sermon sur la chute de Rome
Jérôme Ferrari (1968)
Actes Sud, 2012, 206 p.
Leer El sermón sobre la caída de Roma en Roma, sabiendo bien que no encontraría esta Roma en sus páginas, sino un pueblo perdido de Córcega (y una alegoría realista). Leerla en el parque de Villa Sciarra con las interrupciones previsibles (un rato de columpio, otro de pelota, varios de no pasa nada Mario, no te quitan el camión, se lo prestas un rato, ahí tienes un carrito con muñeco, etcétera) y la confusión del cambio de lenguas: francés en la novela, español con mi hijo menor, italiano con los demás padres, abuelos y niños. Y acabar de leerla en un rato de soledad en una cafetería de este barrio de Monteverde Vecchio, el triunfo de la barbarie en la ficción, mientras a mi lado empezaban a pasar adolescentes sucias de barro y espuma de afeitar, decenas, cientos de adolescentes de ambos sexos que chillaban y se empujaban e invadían todo el espacio visual, físico, sonoro y aun olfativo, y que –lo comprobé a la mañana siguiente– habían dejado hecho un desastre el parque de Villa Sciarra para celebrar el fin de curso: los visigodos de Alaric que dejaban impasible a San Agustín habían salido de la novela y del tiempo en esta Roma.
Sí, también quería decir algo de esta ficción de Jérôme Ferrari: En Le Sermon sur la chute de Rome, Matthieu y su amigo Libero, cómplices y a un tiempo diferentes entre sí, abandonan sus estudios de filosofía y París para hacerse con las riendas del ruinoso bar del pueblo corso en el que pasaron sus veranos juntos. Sus experiencias como regentadores de ese jardín de las delicias serán diversas e incluso contradictorias, por un lado la idealización y por otro la necesidad de un orden –autoritario, finalmente– frente al caos. El bar, en un principio lugar de armonía y jovialidad, acaba degenerando en un antro de farra, donde campan las más bajas pasiones. Es el tema central de la novela, la corrupción moral (de ahí la alegoría del sermón agustiniano). La novela no se limita a los dos protagonistas: están también Aurélie, hermana de Matthieu, su matrimonio en falso y su relación con Massinisa en Argelia; y sobre todo Marcel, abuelo de Matthieu, que en gran medida concentra las mejores páginas de la novela. Y no es fácil, porque es una narración muy rica en matices y en ideas, ambiciosa –¿demasiado?– en cuanto a lo que quiere narrar. Matthieu y Marcel funcionan como un reflejo distorsionado el uno del otro: el primero un ser inmaduro e influenciable, cargado de afectividad; el segundo un ser hosco que, sin embargo, también sueña.
Mi experiencia ha sido sobre todo de un reencuentro con la lecura en francés, que tenía abandonada desde hacía un año, y ha sido todo un placer: Jérôme Ferrari construye largas frases que fluyen y se vierten, arrastrándote en su viaje. Me he sentido un poco fuera de toda esta alegoría a partir del pensamiento agustiniano, y aunque la intención moralista puede discutirse, pervive un discurso sobre la degeneración moral de nuestro tiempo, equiparable a la supuesta degeneración en la Roma del siglo V que fue arrasada por los bárbaros (como lo fue igualmente la Hipona donde vivía San Agustín). Va más allá, por supuesto, y es profundamente escéptica y pesimista. Lo que no me ha gustado es precisamente que ese patrón de pensamiento sea San Agustín, aunque no sea asumido ni reivindicado por el autor, incluso aunque se proyecte una imagen humana –contradictoria, por tanto– del filósofo cristiano. Pero El sermón sobre la caída de Roma es una gran novela de cualquier forma: los personajes (principales y secundarios), ese microcosmos idílico que se derrumba por el desengaño, y sobre todo la prosa de Jerôme Ferrari hacen que valga la pena.
Hay edición española: El sermón sobre la caída de Roma, traducción de Joan Riambau, Literatura Random House, 2013.
Jérôme Ferrari (1968)
Actes Sud, 2012, 206 p.
Leer El sermón sobre la caída de Roma en Roma, sabiendo bien que no encontraría esta Roma en sus páginas, sino un pueblo perdido de Córcega (y una alegoría realista). Leerla en el parque de Villa Sciarra con las interrupciones previsibles (un rato de columpio, otro de pelota, varios de no pasa nada Mario, no te quitan el camión, se lo prestas un rato, ahí tienes un carrito con muñeco, etcétera) y la confusión del cambio de lenguas: francés en la novela, español con mi hijo menor, italiano con los demás padres, abuelos y niños. Y acabar de leerla en un rato de soledad en una cafetería de este barrio de Monteverde Vecchio, el triunfo de la barbarie en la ficción, mientras a mi lado empezaban a pasar adolescentes sucias de barro y espuma de afeitar, decenas, cientos de adolescentes de ambos sexos que chillaban y se empujaban e invadían todo el espacio visual, físico, sonoro y aun olfativo, y que –lo comprobé a la mañana siguiente– habían dejado hecho un desastre el parque de Villa Sciarra para celebrar el fin de curso: los visigodos de Alaric que dejaban impasible a San Agustín habían salido de la novela y del tiempo en esta Roma.
Sí, también quería decir algo de esta ficción de Jérôme Ferrari: En Le Sermon sur la chute de Rome, Matthieu y su amigo Libero, cómplices y a un tiempo diferentes entre sí, abandonan sus estudios de filosofía y París para hacerse con las riendas del ruinoso bar del pueblo corso en el que pasaron sus veranos juntos. Sus experiencias como regentadores de ese jardín de las delicias serán diversas e incluso contradictorias, por un lado la idealización y por otro la necesidad de un orden –autoritario, finalmente– frente al caos. El bar, en un principio lugar de armonía y jovialidad, acaba degenerando en un antro de farra, donde campan las más bajas pasiones. Es el tema central de la novela, la corrupción moral (de ahí la alegoría del sermón agustiniano). La novela no se limita a los dos protagonistas: están también Aurélie, hermana de Matthieu, su matrimonio en falso y su relación con Massinisa en Argelia; y sobre todo Marcel, abuelo de Matthieu, que en gran medida concentra las mejores páginas de la novela. Y no es fácil, porque es una narración muy rica en matices y en ideas, ambiciosa –¿demasiado?– en cuanto a lo que quiere narrar. Matthieu y Marcel funcionan como un reflejo distorsionado el uno del otro: el primero un ser inmaduro e influenciable, cargado de afectividad; el segundo un ser hosco que, sin embargo, también sueña.
Mi experiencia ha sido sobre todo de un reencuentro con la lecura en francés, que tenía abandonada desde hacía un año, y ha sido todo un placer: Jérôme Ferrari construye largas frases que fluyen y se vierten, arrastrándote en su viaje. Me he sentido un poco fuera de toda esta alegoría a partir del pensamiento agustiniano, y aunque la intención moralista puede discutirse, pervive un discurso sobre la degeneración moral de nuestro tiempo, equiparable a la supuesta degeneración en la Roma del siglo V que fue arrasada por los bárbaros (como lo fue igualmente la Hipona donde vivía San Agustín). Va más allá, por supuesto, y es profundamente escéptica y pesimista. Lo que no me ha gustado es precisamente que ese patrón de pensamiento sea San Agustín, aunque no sea asumido ni reivindicado por el autor, incluso aunque se proyecte una imagen humana –contradictoria, por tanto– del filósofo cristiano. Pero El sermón sobre la caída de Roma es una gran novela de cualquier forma: los personajes (principales y secundarios), ese microcosmos idílico que se derrumba por el desengaño, y sobre todo la prosa de Jerôme Ferrari hacen que valga la pena.
Hay edición española: El sermón sobre la caída de Roma, traducción de Joan Riambau, Literatura Random House, 2013.
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