jueves, 10 de diciembre de 2015

Malina, de Ingeborg Bachmann

Malina (1971)
Ingeborg Bachmann (1926-1973)
(Trad. de Juan J. del Solar)
Akal, 2003, 342 p.

La única novela de Ingeborg Bachmann es un texto deliberadamente ambiguo, complejo en tanto que abierto a diversas interpretaciones. Es la narración en primera persona de una escritora sin nombre en la Viena de los años sesenta que, aparentemente, vive un triángulo amoroso con dos hombres que no se relacionan entre sí: Malina e Iván. Eso es lo que vamos sabiendo según avanzamos en la lectura del primero de los tres capítulos que componen la novela. En el segundo capítulo aparece “el tercer hombre”, el padre de la narradora, figura omnipresente en sus sueños, devorador y tiránico. Esas tres figuras masculinas se sitúan en un terreno ambiguo entre el personaje novelesco y la proyección simbólica, en diversos grados. Iván, tal vez, es el que adquiere más corporeidad, es más físico, a pesar de que no es la pareja de la narradora, sino su amante, un hombre joven separado que tiene dos hijos pequeños. Malina, por su parte, resulta menos real, voz y voluntad sin cuerpo. A veces llega a parecer una proyección de la propia narradora, una proyección que no muestra una figura contra el muro, sino que es en sí misma un muro proyectado. 

Las formas de narrar de que se sirve la voz principal son divesas y favorecen también esa ambigüedad: narración en tiempo presente sobre la vida cotidiana y su relación con Iván y Malina; diálogo telefónico en la que sólo oímos (leemos) la voz de ella; cartas inconclusas o nunca enviadas; un cuento fantástico; una (¿falsa?) entrevista; diálogo teatral; narración onírica; diálogo operístico (con acotaciones musicales), etc.

¿Qué ocurre en la novela? Una destrucción: la de la propia narradora. Pero, ¿puede ser leída sólo en clave feminista? ¿Se reduce a una destrucción de la identidad de la mujer –o de lo femenino– por su relación con los hombres de su vida? Yo, desde luego, no estoy capacitado para dar respuestas. Sólo puedo arriesgar impresiones y tratar de formular nuevas preguntas. En mi opinión, la lectura feminista es pertinente, pero la ambigüedad del texto y su capacidad de generar sentidos favorecen también otras interpretaciones. Y éstas no tienen por qué entrar en contradicción con la feminista, sino que se suman a ella. Las relaciones de la narradora con Malina, con Iván y con su propio padre son muy diferentes y complejas. Por supuesto, contradictorias. Del deseo al rechazo, de la opresión a la complicidad. ¿No podría ser narrada –con las modificaciones obvias– desde el punto de vista de un hombre? Evito deliberadamente el término masculino. Tampoco tengo una respuesta para eso. Creo, claro, que se puede escribir un texto sobre la aniquilación de la identidad por el roce con los otros (o las otras) sin que el género sea lo que (aparentemente) pese más. 

Pero está la grieta en la pared. Como aquel tokonoma que decía Lezama Lima en uno de sus últimos poemas, aquí es otra cosa. ¿Es otra cosa? Lugar para la desaparición, allí donde la mujer narradora se contrae y desaparece, o, mejor dicho, allí donde la hacen desaparecer. Sí: es una mujer. Y yo, mientras leía el libro (y ahora que lo pienso), también lo era.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

tras una relectura de Bruno Schulz


Estas semanas, por un conjunto de razones que no vienen al caso, he releído a Bruno Schulz. Tenía un recuerdo muy vago de mi primera lectura de Las tiendas de canela y Sanatorio bajo la clepsidra. Qué gozada volver a esa imaginación desbocada, a la fertilidad de un mundo a la vez duro y lleno de posibilidades de escapatoria, a esa prosa llena de sugerencias sensoriales e incluso eróticas. La capacidad narrativa de Schulz era riquísima, pero sobre todo plenamente libre. Una libertad que debe mucho a la propia identidad del autor, llena de entrecruzamientos. Schulz era de origen judío, aunque no seguía la tradición israelita. Mantuvo siempre estrechos vínculos con la literatura y el arte europeos de su tiempo, pero vivió toda su vida en una pequeña ciudad de la Galizia hoy perteneciente a Ucrania, y su lengua de expresión y escritura fue siempre el polaco. La literatura fue sólo una de sus dos facetas creativas: la otra fue la pintura y el dibujo. No es un dato sin importancia: muchas de sus descripciones y ambientaciones están dotadas de gran plasticidad, siempre en el límite entre lo real y lo onírico. Tampoco es casual que Schulz tradujera a Kafka al polaco.

La relectura es siempre un regreso al placer, pero también un redescubrimiento y una redefinición de la experiencia. Entre otras cosas, permite al lector comparar con lecturas posteriores, descubrir vínculos y pasajes entre literaturas, sean deliberados o no. Hay un vínculo claro y explícito con Véase: amor de David Grossman, donde el propio Schulz es personaje central de uno de los libros que componen esa inmensa novela. Grossman acentúa la fuerza imaginaria de Schulz y crea una fábula cargada de poesía. Pero la relectura me ha llevado a pensar en otro hilo, en otro autor, leído hace pocos meses: Mircea Cartarescu. En el autor rumano (al menos en Nostalgia y en Lulu, lo que he leído hasta ahora de él) hay una materia onírica y una forma de afrontar los límites de la realidad que recuerdan mucho a Bruno Schulz. Pero no sólo. También el modo en que se urde la nostalgia de la infancia y la adolescencia. Leyendo a Schulz pensaba a menudo en Cartarescu, en la lectura que Cartarescu seguramente ha hecho del autor de Las tiendas de canela y Sanatorio bajo la clepsidra. De forma más o menos explícita y flexible, la tradición literaria en la que se insertan estos dos autores es la misma. Un lugar sin límites, como diría José Donoso, otro autor que también frecuentó el mismo bosque.


miércoles, 1 de julio de 2015

Lo que a nadie le importa, de Sergio del Molino

Lo que a nadie le importa
Sergio del Molino (1979)
Literatura Random House, 2014, 256 p.

«Si al crecer tenemos suficiente memoria y paciencia, podemos enlazarlo todo y darle incluso forma de libro.» (p. 196)

Para hacer un libro como éste hace falta algo más que memoria y paciencia: para empezar, hace falta despojarse de muchos tabúes, empezando por el temor a quebrar la idealización de las figuras familiares. Y hace falta, sobre todo, tener una cabeza tan bien amueblada como la de su autor. Esta es una narración aparentemente desordenada, llena de reflujos y reflejos, pero armada con una coherencia interna de acero. No sé hasta qué punto todo ha ido cayendo con esa facilidad natural con que resuelven sus narraciones algunos o si responde a un plan previo y minucioso. Tan diferente de la bellísima y aniquiladora La hora violeta, comparte sin embargo con ella no sólo la perspectiva no ficcional, sino la capacidad de aunar con solvencia reflexión y emoción. 

Aquí está la historia, y está España. Para un lector que vive fuera de su país desde hace dos años, no hay mejor forma de volver a tener la cabeza en lo de allá que con novelas como ésta: Aparte de la figura del abuelo del autor, José Molina, y de la época que condicionó su vida (guerra civil y franquismo), hay espigados numerosos recuerdos y lecturas del propio autor, de su adolescencia y primera juventud, que se acercan más a mi propia experiencia (y no sólo por haber vivido también en Madrid y Zaragoza). Siendo relevante lo anterior (afinidades o coincidencias), lo verdaderamente valioso es que no es un libro de testimonio de un tiempo, ni puede considerarse una mera biografía salpicada de reflexiones y notas autobiográficas. Es una señora novela muy viva, que parte de una realidad –histórica, sociocultural y sentimental– para configurarla desde otro ángulo. 

La escritura de Sergio del Molino es excepcional y ambidestra: No es fácil encontrar a alguien capaz de congeniar con semejante naturalidad la crónica y la prosa literaria, el retrato social o histórico o familiar y la experiencia más íntima (la batalla del Ebro, la figura inestable y al tiempo dura de José Molina o la psoriasis del autor, pongamos), y hacer con materiales tan diversos una obra tan sólida e intensa, que no abandona al lector ni aun semanas después de haberla terminado, como es mi caso.

[Anécdota personal totalmente prescindible: No he contado que, si el tiempo acompaña y me lo puedo permitir, suelo dejar la lectura de las últimas páginas de algunos libros para un rato de soledad en un banco del parque que hay junto a casa, Villa Sciarra. Esta vez no ha podido ser: con mi ejemplar de Lo que a nadie le importa bajo el brazo, acudí a cerrar la lectura y encontré mi banco favorito como se ve en la foto de abajo. Cosas así no influyen en la lectura (¿o sí?), pero al verlo se me cayó el alma a los pies. A estas alturas ya sé que no lo van a arreglar o sustituir pasado mañana: es el final de un lugar lleno de experiencias. Claro, ya me buscaré otro, que no faltan; pero uno es así.]


lunes, 8 de junio de 2015

Una niña está perdida en su siglo buscando a su padre, de Gonçalo M. Tavares

Después de seis años sin volver a Lisboa, uno de los mejores momentos del viaje fue buscar de nuevo la Ler devagar, mi librería favorita y nómada. Ahora está en un espacio muy singular, el Lx Factory, un antiguo complejo industrial en el barrio de Alcântara reconvertido en espacio cultural, de pequeños negocios creativos y bares o restaurantes. Cuando la conocí, en 2002, estaba en un estupendo local junto a la rua da Rosa, en lo más alto del Bairro Alto. Después se disgregó en varios locales. La nueva sede de esta librería mítica es impresionante: una antigua rotativa, un espacio inmenso, de altas paredes llenas de libros, con escaleras metálicas y maquinaria industrial, y con algunas esculturas que parecen remedos de los inventos de Leonardo da Vinci. Cierto que la singularidad no tiene por qué ser aliada de la funcionalidad: encontrar un libro concreto no es siempre fácil si no se usan las escaleras portátiles, lo que convierte la experiencia en un desafío de vértigo. Fue fácil dar con algún libro que buscaba, pero me costó algo más localizar los libros de Gonçalo M. Tavares, un poco inaccesibles. Valió la pena: encontré a esta niña perdida en su siglo en busca de su padre.

Uma menina está perdida no seu século à procura do pai, 2014
Gonçalo M. Tavares (1970)
Porto editora, 2014, 196 p.

Leer a Gonçalo M. Tavares es siempre un placer. Uno de los últimos libros de este autor tan polifacético es esta novela asombrosa. No ha sido incluida en la serie “O Reino”, que reúne novelas como Jerusalém o esa maravilla que es Aprender a rezar en la era de la técnica, pero bien podría estar entre ellas. En Uma menina está perdida no seu século à procura do pai se juega a descomponer la trama en pequeños encuentros y reencuentros, de la mano de un hombre en fuga llamado Marius y de una niña con síndrome de Down llamada Hanna que dice buscar a su padre en la Alemania de una época indeterminada, aunque hay indicios de que es después de los años sesenta. 

Lo primero que hay que destacar es la delicadeza con que Tavares concibe esa relación entre Marius y Hanna. No hay, como es previsible, ninguna concesión a la sensiblería. En segundo lugar, llama la atención la riqueza de los propios personajes que encuentran, cuyas historias (¿secundarias?) bastarían para recomendar el libro. Pero hay además toda una serie de sugerencias y reflexiones sobre las relaciones entre el individuo y la historia, o sobre el peso de la realidad, que lo hacen más valioso. 

“–Vê, meu caro? Tudo em ordem. Não se trata de fugir, de não querer saber. Trata-se de manter uma direcção. Uma direcção individual. E só por isso resistimos. E por isso estou aqui. E já lhe mostrei que, no mesmo dia em que o meu avô morreu, o meu pai retomou a série. Não se trata de indiferença ou de falta de ligação com o exterior – trata-se simplesmente de continuar, apenas continuar” (p. 90)

Venzo la tentación de hablar a fondo de algunos pasajes del libro, no sólo por mi pereza de los últimos tiempos, sino sobre todo porque aún no ha sido traducido al español. La palabra spoiler es tan fea como su significado. Baste decir que se trata de una novela llena de reflexiones inquietantes y parábolas riquísimas, de preguntas sin respuesta y líneas en fuga que se disuelven en el aire. Muy recomendable para quien ya haya leído a este gran escritor.

miércoles, 27 de mayo de 2015

algo sobre 10:04 de Ben Lerner


“Digamos que fue estando allí de pie cuando decidí reemplazar el libro que había propuesto por el libro que ahora estáis leyendo, una obra que, como un poema, no es ni ficción ni lo contrario, sino un parpadeo entre ambos; decidí alargar mi relato no para convertirlo en una novela sobre el fraude literario, sobre inventarse el pasado, sino en un presente real con múltiples futuros.” (p. 233)


Le debo a Poste Italiane algunos momentos de lectura gozosa. La demora en los turnos me ha permitido avanzar más en algunos libros de lo que puedo en mi propia casa si mis hijos están despiertos. Ayer estuve casi una hora y pude terminar 10:04 de Ben Lerner. Como tampoco tengo apenas tiempo para escribir lecturas e impresiones en este blog moribundo (y cada vez pongo menos ilusión en él), me podría conformar con decir que es muy buena, una novela que ahonda en caminos menos trillados (iba a escribir nuevos, en fin) y abierta al juego. Pero no sería completamente sincero.
Porque la segunda impresión que me queda tras leerla es que 10:04, que se inserta en la última tradición literaria (o sea, la autoficción), juega a caballo ganador. Me gustan las ideas y referencias culturales que maneja y me gusta cómo escribe Ben Lerner, al margen de los procedimientos y materiales que usa (autoficción, metaficción, reciclaje y acumulación pop, que tienen esa pátina de nuevo aunque ya no lo sean), aunque arriesga menos de lo que en un principio parece. Arriesgar tiene su precio, claro: lección de Ícaro. Puede enriquecer un libro o quemarle las alas. 10:04 no es literatura generalista (¿acaso porque no “desarrolla una trama clara, geométrica” ni “describe caras”? –p.190–), pero en cierto modo es ya un tipo de literatura valorada y esperada por un lector habituado a códigos actuales. Y está muy bien, las cosas como son.

martes, 28 de abril de 2015

nombres quemados por el sol (Jenaro Talens)

La memoria. Los ojos. Los nombres llenos de raíces.
Una ciudad fantasma hecha de arcilla.
Miro ese hueco inmenso donde fui: los otros,
en noches largas como mi deseo.
La luz me piensa. Escucho
cómo tu cuerpo hilvana los atardeceres
en esta claridad recién llovida
y se posa en la piedra. Ah, si anunciase
el gorjeo del sol y el agua inmóvil.
¿Oyes?, la noche habla
y un aire arrecia sobre el promontorio
que forman mis dos manos sobre ti.
Mañana habremos de inventar el tiempo,
abrir sus puertas a la luz
para que en este cielo que se desmorona
crezcan de nuevo nombres como frutos,
una semilla de conciliación.

Jenaro Talens

miércoles, 18 de marzo de 2015

La Storia y Lessico famigliare, Elsa Morante y Natalia Ginzburg: dos miradas sobre un mismo tiempo y un mismo lugar

Sin mediar transición he leído estas últimas semanas dos novelas asombrosas de dos autoras italianas de primera fila: La Storia (1974) de Elsa Morante y Lessico famigliare (1963) de Natalia Ginzburg. En mi cabeza, sin que las obras lo pidieran, se han formado nexos y, sobre todo, divergencias. Lo que las separa, sin embargo, son elementos que se organizan de modo complementario en una lectura comparada. Pero vayamos por partes.

La experiencia de entrar en La Storia tiene muchos aspectos en común con la lectura de los grandes clásicos. Pienso ahora en Guerra y paz, con la que comparte la preocupación por la historia y la evolución de los personajes dentro de los vaivenes de la guerra. En la novela de Elsa Morante se hace, sin embargo, una lectura muy diferente de la historia, donde la épica y el romanticismo están fuera de lugar. Al contrario, la historia (con mayúsculas o no) es vista desde un punto de vista crítico, político, aunque desde una aproximación afectiva, a través de los personajes. Porque la historia (esa que se suele escribir con mayúsculas, ahora sí) prescinde de estas vidas minúsculas, las pisotea con indiferencia. En el momento de su publicación (1974), la novela, editada por voluntad de la autora en ediciones baratas, tascabili (de bolsillo), fue muy leída y debatida, precisamente porque provocaba en el lector esa revuelta contra una lectura de la historia despojada de todo sentido de justicia y humanidad.

“Questi ultimi anni”, ragionò con voce opaca, ridacchiando, “sono stati la peggiore oscenità di tutta la Storia. La Storia, si capisce, è tutta un’oscenità fino dal principio, però anni osceni come questi non ce n’erano mai stati”. (p. 584)

Con todo, siendo La Storia una novela densamente dramática y, en su momento, duramente crítica con la idea de historia hasta entonces dominante, contiene una variedad de registros que permiten también el humor, el retrato social, la proyección imaginaria, la exposición ideológica (la historia no como una simple dialéctica al modo marxista, sino como una complejidad que incluye lo trágico), etcétera. Y, conteniendo todo esto, consigue además emocionar por su capacidad para empatizar con los personajes que crea. Ahí está Ida, esa maestra envejecida y siempre temerosa; y el inocente y precoz Useppe; o Nino, bribón y chulesco, capaz sin embargo de una ternura inolvidable con su hermano Useppe (“Che me lo dài, un bacetto, a’ Usè?”), todos ellos personajes inolvidables. Como también lo son Davide Segre, judío anarquista que acaba por entregarse a la adicción a la morfina, e incluso la perra Bella. Tanto como los personajes, tiene gran fuerza la relación que se establece entre ellos, con el polo centrado siempre en Useppe. La Storia logra lo más difícil: que, a pesar de ser una novela profundamente triste, marcada por la muerte, se mantenga un tono profundamente vitalista.

La novela es, por otra parte, un retrato muy rico de la Roma durante la guerra y la posguerra. En ella están algunos de sus barrios populares, como San Lorenzo, el Ghetto judío, Testaccio, Porta Portese, y arrabales de la periferia romana como Pietralata, el Tevere más allá de Via Ostiense y San Paolo… Lugares en el tiempo de la ocupación nazi, de la liberación y la dura posguerra. Pero está además muy presente la lengua romana en muchos de los personajes, y sobre todo en Nino, Ninnarieddu (“Annamo, viè’!”).

La Storia conforma un viaje fascinante en la historia y el espacio de esta ciudad increíble. A ratos intensa, tierna, triste, y a ratos llena de humor y vida. Es cierto que permanece anclada a una determinada forma de narrar que un lector actual no suele digerir con facilidad: me refiero particularmente a las prolíficas descripciones de personajes secundarios, antepasados, etc. Todas ellas cobran sentido a la hora de componer el cuadro general que se propuso Elsa Morante, y por tanto no tendría sentido reprochárselo, si bien algunos de esos pasajes pueden resultar algo tediosos. Toda gran novela clásica los tiene, y La Storia lo es, sin duda alguna.


A pocos se les escapa que la novela, desde hace tiempo, no se limita a las obras de ficción. La literatura del yo, la crónica novelada, la non fiction y otras novelas no siempre clasificables que parten de la ausencia de ficción como base narrativa son cosa vieja. Existe un terreno fronterizo, donde la memoria juega con la invención, donde la honestidad es otra cosa, que no se limita necesariamente a la narración fidedigna de hechos pasados (¿no es eso una impostura, una pretensión acaso imposible desde el terreno de la literatura?), ni siquiera a su recepción sentimental. Memoria creada, antes que recreada, selección de lo narrado y lo silenciado: otra forma de invención. La novela lo permite (casi) todo e, independientemente de su profundidad o altura, son novelas, y basta. Lessico famigliare de Natalia Ginzburg es uno de los ejemplos más claros, ya clásico. Y es, además, de forma consciente o no para muchos autores (mujeres u hombres) que han venido después, uno de los libros referenciales a la hora de construir su obra.

Lessico famigliare narra aspectos de la vida familiar de la autora desde su infancia en tiempos del fascismo hasta los años cincuenta, en que se mudó a Roma con su segundo marido. Inmediatamente entramos en un mundo cargado de anécdotas familiares, pequeñas historias, frases recurrentes que marcan la historia de los padres de Natalia Ginzburg y de sus hermanos. También forman esa compañía familiar los amigos, algunos de ellos bien conocidos, como Cesare Pavese, Adriano Olivetti o Vittorio Foa, y su primer marido, Leone Ginzburg. Así la escritora logra lo que parece uno de sus propósitos: no hablar de forma concreta o directa de sí misma, sino de quienes la rodean (y, en todo caso, de sí misma a través de ellos). Y lo hace mediante un discurso distanciado, entre la ironía y la mirada adolescente.

Lo que en un principio resulta más sorprendente en Lessico famigliare es el aparente distanciamiento respecto al centro de la narración: una familia antifascista y judía en una época dominada por la intolerancia y, sobre todo desde la presencia nazi en Italia, por el antisemitismo exterminador. No hay una aproximación dramática, ni siquiera se hace patente una perspectiva temporal e histórica de los acontecimientos. Pronto nos damos cuenta de hasta qué grado es deliberado ese ángulo, cómo pretende en todo momento no caer ni en el testimonio ni en el patetismo. Ni siquiera al referirse a la pérdida de su marido, Leone Ginzburg, muerto en prisión en 1944 a causa de las torturas a que le sometieron sus carceleros nazis. Muy lejos está la experiencia de Primo Levi, que imposibilita ese distanciamiento, iniciada con Se questo è un uomo (novela que fue rechazada por Einaudi en su primera edición, a pesar de contar con la acogida favorable de la propia Natalia Ginzburg, frente al parecer contrario de Cesare Pavese). Lo que sí hay en Lessico famigliare es cierta nostalgia de un pasado perdido y de un modo de vivir que ya no podrá repetirse. Su mirada sobre esa familia judía es íntima y afectiva, no cargada de peso identitario o tradicional, y está marcada por la cadencia humorística, despojada de toda solemnidad y desgarro.

La Storia y Lessico famigliare, por tanto, son ambas novelas producto de dos autoras que vivieron la misma época en el mismo país, ambas desde el rechazo al fascismo: dos novelas ambientadas en el tiempo de la dictadura, guerra y posguerra en Italia, en las que la presencia del mundo judío es importante. El prisma narrativo, el tono, los propósitos son bien diversos. En La Storia, novela de ficción, prevalece un discurso ideológico y una finalidad múltiple, en la que no está ausente lo pedagógico. Predomina el dramatismo, la proximidad afectiva hacia los personajes, aunque tampoco está exenta de humor. Mientras, en la novela de Natalia Ginzburg, donde no hay ficción alguna, la memoria no se pone al servicio de la historia, sino de su elusión consciente. Y sin embargo, sin afrontarlo directamente, sin narrarlo, como quien gira en torno, Lessico famigliare habla también de fascismo y de lucha antifascista, de guerra y antisemitismo. En primer plano está el mal humor del padre, los dichos de la madre, las vivencias de sus hermanos y amigos. Encuentros, retazos de vidas. Lo anecdótico como contraplano de lo medular: un enfoque desde el otro lado.

jueves, 26 de febrero de 2015

una tarde de novillos


Hay tardes en que uno se siente tan pequeño. Y además está ese gusano (vacío, tristeza, no sé) que bulle adentro y nos empuja a salir, a ponernos en movimiento. Caminar hasta el Tevere, y allí seguir la trayectoria cruzada de grajos y gaviotas sobre el agua. De regreso a casa, el gusano dormido, buscar el libro que necesito y releer viejos subrayados. Y encontrarme allí, pensar que eso fue escrito para mí. Aprender algo de mi vida:

“Paseas, y los rostros de la gente te muestran las mil figuras posibles de la repetición – los miras como de niño mirabas a los adultos, a distancia. Hay quien anda por las calles con su sombra, otro acompaña a un perro imaginario mucho más presente que cualquiera de los perros reales, está el que lleva un caballo de la brida, y también el que va con un chimpancé de la mano –  hay adolescentes que andan como en zancos, y ancianos que caminan casi de rodillas. Los tímidos siempre acarrean dos cubos llenos de lluvia, los prepotentes conducen una cuadriga ilusoria tirada por cuatro yeguas blancas, y los fatuos airean una pandereta. Pero el que pasea no tiene nada que ver con los adultos. Esos tipos nunca serán tu gente. El que pasea siempre pasea con un niño de la mano: es siempre el niño imposible que fuimos quien pasea con nosotros – un niño que ha decidido aprender algo de su vida y, mientras en la escuela se ofician los funerales por el día de mañana, él se regala una tarde de novillos.”

De una relectura de Miguel Morey, Deseo de ser piel roja, Anagrama, 1994, p. 121.

miércoles, 11 de febrero de 2015

tocar es un vuelo

© Choi Xoo Ang

Tocar es un vuelo. Da alas. Con alas manos planear sobre el vello, sobre la piel erizada. 
El vuelo no es en el cielo, es en el cuerpo. 
Estremecimiento adentro.

martes, 3 de febrero de 2015

Danilo Kis, sobre el “espacio entre” y el control de los sueños

“Pero en este momento de éxtasis de mis fantasías más brillantes existe un descanso, el divino entr’acte, a medio camino entre la nada y el brotar de la vida. Este instante demiúrgico, lleno de la más explosiva fertilidad, como antes de una erección, es el lugar en el que se cruzan los círculos de la nada y el arco iris de la vida, es el instante infinitesimal en el que unas cosas acaban y otras empiezan, es el silencio fecundo que reina sobre el mundo antes de que los pájaros lo dispersen con sus picos y los ungulados y las fieras lo pisoteen, es el silencio postdiluviano que los menudos incisivos de la hierba aún no han roído ni los vientos han perforado con sus trombones. Es aquel silencio único, irrepetible, el apogeo de su historia, la cima de su propia fertilidad, de la que ha de nacer el ruido del mundo” 

(Danilo Kis, Jardín, ceniza, en el volumen Circo familiar, Acantilado, 2007, p. 179). 


“(…) orgulloso de haber conseguido vencer mis pesadillas con mi propia voluntad, trataba de dar vueltas de un lado para otro antes de quedarme dormido, de modo que el sueño me sorprendiera del lado izquierdo, el que alberga al corazón, fuente de mis pesadillas, pero en el último momento, cuando el sueño empezaba a apoderarse de mí y ya no cabía duda de su llegada, hacía un último esfuerzo de conciencia y de voluntad y me volvía del lado derecho, en el que sólo soñaba cosas bonitas: iba en la bicicleta del tío Otto y echaba a volar por encima del río describiendo un gran arco… La conciencia de poder controlar mis sueños, incluso de poder encauzarlos con mis lecturas nocturnas o con mis pensamientos, provocó la explosión de mis más turbios instintos. El hecho de vivir, en definitiva, dos vidas (y ahí no cabía literatura alguna: mi edad no me permitía derrochar la pureza de mis sueños ni de mis mundos), una en la realidad y otra en el sueño, me provocaba una alegría excepcional y, sin duda, pecaminosa” (idem pp. 281-282).

martes, 13 de enero de 2015

Dientes blancos, de Zadie Smith

Dientes blancos, 2000
Zadie Smith (1975)
Salamandra, 2001, 525 p.
Traducción de Ana María de la Fuente

Esta es la primera novela que leo de Zadie Smith, y la primera que publicó la autora, con apenas veinticuatro años. Hija de padre inglés y madre jamaicana, Zadie Smith sabe lo que es vivir en un barrio multicultural de Londres, y se percibe en estas páginas. Supone ya un mérito en sí mismo que una joven que aún no había alcanzado el cuarto de siglo realizara una proeza narrativa del alcance de Dientes blancos, libro que trajo ya el reconocimiento a Zadie Smith. Pero el propio libro, al margen de la edad de la autora, es ya sobresaliente por muchos factores. Quizá lo más interesante en el plano temático es su visión del multiculturalismo, despojado de toda idealización, pero capaz de valorizar también la riqueza y complejidad de los mundos que conviven y que crean nuevas realidades todavía poco conocidas por muchos lectores. Lo sorprendente y valioso, además, es que se lleve a cabo desde una óptica claramente humorística, libre, ajena a toda solemnidad o dramatismo, sin caer por ello en la frivolidad. Da gusto comprobar cómo a los veintipocos años esta escritora, inteligencia aparte, estaba ya dotada de una madurez creadora que ya quisieran algunos novelistas cincuentones sobrevalorados por el mercado y por cierta crítica mainstream.

En Dientes blancos coinciden dos generaciones de familias con ascendencia bengalí (y musulmana), jamaicana e inglesa. Por tanto, se desarrollan con brillantez también temas como el conflicto generacional de las familias inmigrantes, los modos de vida, las creencias religiosas y el ateísmo, el viejo dilema entre integración o vuelta a las raíces, etc. Aquí se expresa en la relación de Samad Iqbal con su amigo Archie Jones o su mujer Alsana, en la de Archie con la jamaicana Clara (y en la de Clara con su madre, Hortense, fanática testigo de Jehová). Frente a ellos (sí, frente) está la generación siguiente, Irie (hija de Archie y Clara) y los gemelos Magid y Millat Iqbal. Estos últimos adoptarán dos opciones opuestas: la asimilación total y el integrismo islámico más radical. Una opción que tiene que ver más con la apariencia y la actitud, con la toma de postura frente a la realidad, que con una creencia real. No lo es desde luego en Millat, cuya trayectoria previa como “duro” de barrio no termina de diluirse del todo en el fanatismo de los GEVNI, el grupo fundamentalista en que se integra. 

Algunos personajes (principalmente Samad Iqbal), así como otros aspectos de la novela, me han recordado a la película Oriente es oriente –Damien O’Donell, 1999–, donde, salvando las distancias, se conjuga igualmente el tema del multiculturalismo y el conflicto entre generaciones de inmigrantes, y se hace también desde el humor. Digo salvando las distancias, que son muchas. Y no sólo por las propias entre el lenguaje audiovisual y el del texto literario. Lo que hace Zadie Smith sólo puede hacerse en una novela, que lo permite todo. La trama se ramifica y contiene saltos temporales, historias insertadas, multitud de acontecimientos, etc., que se suceden de forma hábil y que mantienen el interés sin altibajos. Con todo, Dientes blancos no es sólo sumamente rica en situaciones y temas, en conflictos dramáticos que pueden (si se sabe hacer) ser magistralmente tratados desde lo humorístico y lo paródico. Lo es también en ideas: novela filosófica y ética en muchos sentidos, sin por ello caer en el recurrido y recurrente flujo de referencias culturetas, y alejada igualmente de moralismos y, como decía al principio, idealizaciones, sin rehuir el conflicto consustancial a toda relación humana, mayor aún cuando la aumenta la diversidad (y complejidad) cultural.

Una novela excelente, por tanto, de fácil lectura (lo cual es un mérito siempre que el peso recaiga en las ideas, en las emociones o en una acción hábil), crítica, y muy divertida. Quince años después de su publicación, sigue siendo perfectamente representativa de ámbitos de nuestro tiempo y de nuestras sociedades. Un mundo –guste o no, multicultural– a menudo ignorado (cuando no menospreciado o manipulado) no sólo por la literatura más comercial, sino también por cierta literatura pretendidamente posmoderna.