La habitación oscura (2013)
Isaac Rosa (1974)
Seix Barral, 2013, 248 p.
Por azar (¿sólo por azar?), esta novela guarda una relación con Los pichiciegos, de Fogwill, el último libro sobre el que escribí en esta bitácora (que espero pueda seguir manteniendo a flote). En ambas está el agujero, el refugio que se opone a la realidad de afuera. Cierto, en la de Isaac Rosa el mundo exterior no está bajo los efectos de una guerra convencional, aunque en cierto modo sí encontramos otro conflicto, y ruina. Pero no voy a establecer más parangones, porque quiero decir algunas cosas sobre La habitación oscura.
¿Qué es esa habitación oscura? Es metáfora, claro, pero es ante todo un sótano de un local, cegado, donde un grupo de personas de ambos sexos se reúnen durante quince años, donde se tocan, se evitan, buscan estar solos o, como al principio sobre todo, donde los cuerpos se encuentran a ciegas y se acarician, se lamen, penetran y son penetrados. La novela comienza el último día de existencia de esa habitación oscura, y va narrando la diversidad de sus funciones, la evolución de las propias personas que la fundaron y frecuentaron. Pero al hacerlo narra también nuestro tiempo: los años de economía hinchada y nuevorriquismo, la llegada de la crisis y los consiguientes fraudes, recortes y explotaciones realizados en su nombre. En la habitación los personajes van abandonando el cuerpo, objetivo primero, y se van encontrando con la realidad de afuera, comprenden pero también se dejan manipular, como lo habían (lo habíamos) hecho toda la vida al dejarse (dejarnos) llevar por la corriente. Cambian, mudan de piel:
“(…) ya no éramos aquellos, fueron otros los que se besaron y masturbaron y penetraron y de los que todavía quedaba un olor acre en el aire, aquellos que un día fuimos y de los que nos habíamos desprendido como animales que al crecer cambian la piel y dejan tras de sí una vaina retorcida que al pisarla se deshace, crujiente: nuestras cortezas huecas quedaron aquí dentro, dispersas por el suelo, abandonadas en abrazos y cópulas inmóviles como ceniza pompeyana.” (p. 82)
Y la novela también va mudando de piel. Lo que empieza como un juego de grupo se transforma en refugio, lugar para escapar del estrés, del asco, de la ruina que poco a poco va dominando lo de afuera. Algunos abandonan, otros regresan pero con otras intenciones, más políticas. Ahí empieza la parte más intrigante de la novela, lograda como gancho eficaz aunque sin mantener el mismo nivel literario: contraespionaje antisistema que se vuelve contra el propio grupo, contra la habitación oscura, en una realidad en la que nadie se escapa de ser espiado y controlado:
“Y ahora pensamos que, de la misma forma que aquella tarde fuimos grabados por el ordenador mientras Silvia nos enseñaba los vídeos en la habitación oscura, quién sabe si también nos grabó anteayer, mientras Jesús nos mostraba este mismo vídeo, como en un bucle infinito, una sucesión de espejos que se reflejan a sí mismos: grabarnos mientras vemos el vídeo en el que descubrimos que nos estaba grabando mientras veíamos un vídeo.” (p. 246)
El manejo del punto de vista y del narrador es excelente en La habitación oscura. El personaje central es la propia habitación, los demás son en cierto modo extremidades de la misma, personajes esbozados aunque con nombre, a los que el narrador se dirige en segunda persona, y muy a menudo en primera de plural: un nosotros que nos incluye como lectores. De hecho, me parece evidente que ese nosotros también va dirigido (no en exclusiva, claro) a lectores de entre veinticinco y cincuenta años, que viven la crisis en primera línea, que conocen lo que hubo antes y barruntan lo que vendrá después. No por casualidad el departamento de promoción de Seix Barral ha colocado una faja con la frase “La novela de tu generación”.
El mérito mayor de la novela, o, cabría decir, de las novelas de Isaac Rosa que he leído (desde El vano ayer a ésta) es el de saber conjugar con éxito una mirada analítica y crítica sobre la realidad con la construcción de un discurso literario sólido, despojado de esquematismos y simplismos. En algún momento he tenido la tentación de establecer nexos entre las últimas novelas de Isaac Rosa y algunas novelas de Saramago, pero quizá sean más las diferencias que las similitudes.
La novela, con todo, puede resultar reiterativa en algunos momentos, aunque eso no llega a perjudicar al conjunto. Me parece más lograda que La mano invisible (2011), en cuya primera mitad estuve a punto de abandonar (afortunadamente no lo hice), y también mejor escrita que El país del miedo (2008), pero yo sigo prefiriendo El vano ayer (2004), que aún considero una novela redonda. En La habitación oscura encontramos un discurso político consciente que el autor levanta con herramientas literarias sólidas, que la convierten en una de las novelas más logradas y sugerentes sobre este presente de crisis y fraudes.
lunes, 16 de diciembre de 2013
viernes, 29 de noviembre de 2013
a(/des)plazamiento
Es algo diferente del bloqueo. Está el presente, la novela que por fin ha visto la luz, y la otra, la que sigue parada y hunde sus uñas en cualquier parte, en algún lugar adentro que no es cuerpo ni mente, adentro. Otro aplazamiento. Ahora, es culpa del cambio (siempre hay algo que tiene la culpa: el trabajo antes, los niños casi siempre, o Roma). Porque Roma bulle afuera, bajo el Gianicolo (la colina de Jano, claro). Escapo a descubrirla algunas mañanas. Ayer Mario correteaba por las salas del Palazzo delle Sposizioni mientras yo miraba una muestra de fotografías de Roberto Nistri titulada "Nel selvaggio mondo degli scrittori": escritores italianos de hoy, algunos de ellos bestsellers, retratados "en su habitat natural". Esa sensación de vacío, de que todo es pose, y de que eso tampoco tiene importancia. Ninguna importancia. Imagino esa misma sala, con Mario corriendo y rompiendo su risa contra las bóvedas blancas, sin nadie más. Ni siquiera esas caras planas. Ni siquiera yo, sólo ojos mirando a mi hijo que corre y ríe hasta detenerse, para mirar a su alrededor, buscando, llamándome. Y yo ya no estaba. Yo era la única fotografía de la sala. Y estaba de espaldas a todo.
© Keiko Miyamori.
lunes, 21 de octubre de 2013
amoR
La lozana andaluza tenía como soporte ese palíndromo clásico. Su relectura, junto con la de la Celestina, el Lazarillo y otras obras de los siglos de oro, me ayudó en la escritura de la parte de Inês do Carmo en mi novela Dos olas. Ahora, después de tres largos años de espera, ha llegado por fin la edición de mi novela y su promoción. Me llegan a través de internet las primeras impresiones de su lectura, y es extraño: todo esto sucede a mil y pico kilómetros de distancia. Pero lo más extraño es, después de dos meses aquí, que todavía me sorprenda de estar viviendo en Roma.
En los últimos dos meses la vida del autor de este blog ha cambiado de golpe. Meses sin escribir ni una línea, sin apenas reposo ni tiempo para leer. Ni un minuto para tratar de compartir lo sentido con esas escasas lecturas. Necesitaría una vida gemela para tratar de escribir algo sobre libros tan intensos y valiosos como La hora violeta, de Sergio del Molino; Por si se va la luz, de Lara Moreno; Coetzee, César Aira, la Vita di Pasolini de Enzo Siciliano (inevitablemente, empiezo a italianizar mis lecturas).
Meses de cambios intensos, sí, que todavía no acaban. Mudanza en el sentido completo: de lugar, de objetos y gentes, de lengua, de país. También ser padre en otro país cansa. Acostumbrarse a otros ritmos, a otro elemento. Despacio. Hay tiempo. Roma es tiempo.
lunes, 24 de junio de 2013
Los pichiciegos, de Fogwill
Los pichiciegos (1983)
Fogwill (Rodolfo) (1941-2010)
Periférica, 2010, 215 p.
Tantas veces, uno desearía no estar allí donde se nos obliga a estar, poder cavar un agujero donde escondernos y negar que eso que se nos impone es real. Cuánto más en una guerra, más aún en una en la que la derrota es segura. En la primera novela de Fogwill, escrita de forma simultánea a la guerra de las Malvinas, se muestra la vida y desventuras de una veintena de desertores argentinos que han cavado un refugio secreto, que llaman la Pichicera, en el que sobreviven mediante rapiñas y trapicheos con ambos bandos. Allí los pichis crean sus propias reglas, aunque son cuatro de los fundadores, los Reyes Magos, quienes organizan y adoptan las decisiones importantes. Ese agujero, sin embargo, no es un hueco capaz de aislarlos de la realidad: la sustituye sólo en parte, creando una nueva donde se pierde en lo material, y se engaña la libertad (no hay oficiales ni vida cuartelera, pero igualmente se constriñe el espacio de libertad con nuevas reglas y condicionantes, como el de no poder salir sino de noche).
La novela tiene varios puntos de interés, el principal a mi juicio es la forma en que se narra y se dosifica la información: primero no se sabe muy bien qué está ocurriendo, quiénes son esos hombres que pasan frío y sufren carencias de todo tipo, después vamos descubriendo el porqué de sus penurias y rutinas, su forma de ver la vida desde ahí abajo. Hay alternancia de un narrador en tercera persona, omnisciente, y Quiquito, un pichiciego que anota y graba. El diálogo es una de las formas más frecuentes de narrar esta historia, diálogos impregnados del habla argentina popular. Al fin y al cabo, los pichis no son sino jóvenes de provincias, adolescentes algunos, hijos de obreros arrastrados a la guerra por la dictadura argentina para defender las islas de la invasión británica.
Los pichiciegos es un retrato feroz de la guerra a través de una situación que roza el absurdo, y que no se asienta ni en el realismo político ni en un antimilitarismo manifiesto. Está más cerca del teatro del absurdo que de la novela social, y no extraña que se halla dramatizado varias veces: ahí pesa la fuerza de los diálogos y del escenario cerrado, los ruidos de la guerra afuera, tan cerca.
Cierro con un apunte personal. Aún no sé por qué siento tanta fascinación, en literatura pero también fuera de ella, por los lugares subterráneos, las galerías, toperas y pasadizos. En mi primera novela, Estragos, constituían un elemento fundamental: era lugar de conocimiento para Alicia y Ángel. No dejan de interesarme. Tiene que ver con la luz (como ausencia y promesa), pero también con la apariencia de aislamiento, que nunca se alcanza.
Fogwill (Rodolfo) (1941-2010)
Periférica, 2010, 215 p.
Tantas veces, uno desearía no estar allí donde se nos obliga a estar, poder cavar un agujero donde escondernos y negar que eso que se nos impone es real. Cuánto más en una guerra, más aún en una en la que la derrota es segura. En la primera novela de Fogwill, escrita de forma simultánea a la guerra de las Malvinas, se muestra la vida y desventuras de una veintena de desertores argentinos que han cavado un refugio secreto, que llaman la Pichicera, en el que sobreviven mediante rapiñas y trapicheos con ambos bandos. Allí los pichis crean sus propias reglas, aunque son cuatro de los fundadores, los Reyes Magos, quienes organizan y adoptan las decisiones importantes. Ese agujero, sin embargo, no es un hueco capaz de aislarlos de la realidad: la sustituye sólo en parte, creando una nueva donde se pierde en lo material, y se engaña la libertad (no hay oficiales ni vida cuartelera, pero igualmente se constriñe el espacio de libertad con nuevas reglas y condicionantes, como el de no poder salir sino de noche).
La novela tiene varios puntos de interés, el principal a mi juicio es la forma en que se narra y se dosifica la información: primero no se sabe muy bien qué está ocurriendo, quiénes son esos hombres que pasan frío y sufren carencias de todo tipo, después vamos descubriendo el porqué de sus penurias y rutinas, su forma de ver la vida desde ahí abajo. Hay alternancia de un narrador en tercera persona, omnisciente, y Quiquito, un pichiciego que anota y graba. El diálogo es una de las formas más frecuentes de narrar esta historia, diálogos impregnados del habla argentina popular. Al fin y al cabo, los pichis no son sino jóvenes de provincias, adolescentes algunos, hijos de obreros arrastrados a la guerra por la dictadura argentina para defender las islas de la invasión británica.
Los pichiciegos es un retrato feroz de la guerra a través de una situación que roza el absurdo, y que no se asienta ni en el realismo político ni en un antimilitarismo manifiesto. Está más cerca del teatro del absurdo que de la novela social, y no extraña que se halla dramatizado varias veces: ahí pesa la fuerza de los diálogos y del escenario cerrado, los ruidos de la guerra afuera, tan cerca.
Cierro con un apunte personal. Aún no sé por qué siento tanta fascinación, en literatura pero también fuera de ella, por los lugares subterráneos, las galerías, toperas y pasadizos. En mi primera novela, Estragos, constituían un elemento fundamental: era lugar de conocimiento para Alicia y Ángel. No dejan de interesarme. Tiene que ver con la luz (como ausencia y promesa), pero también con la apariencia de aislamiento, que nunca se alcanza.
miércoles, 12 de junio de 2013
ser y representar
Que yo recuerde, suelo preferir el libro a la película. No sólo por la libertad de composición imaginaria de espacios y fisonomías, sino porque el lenguaje del cine es mucho más limitado para entrar en digresiones narrativas que son fundamentales para dar fondo y peso a la trama y a la acción de los personajes. También me pasó con La insoportable levedad del ser. Hace unos años leí mucho a Kundera, que ha sido una referencia importante no ya para mi escritura (de eso no siempre soy consciente, lastres del improvisador), sino para mi forma de ver la vida. La novela es mejor que la película, no hay más que decir. No tengo intención de escribir sobre ambas. Esto es sólo un brevísimo apunte. Lo que vengo a decir es que, incluso cuando se trata de poner cara, expresión y emoción a los personajes, la novela es superior. Solo que en la película está Juliette Binoche. Ahora ya, incluso en la relectura, Tereza será siempre ella.
jueves, 6 de junio de 2013
Infidèles, de Abdellah Taïa
Infidèles
Abdellah Taïa (1973)
Seuil, 2012, 188 p.
Podría ser tentadora la comparación de Abdellah Taïa con Mohamed Chukri, de quien también he escrito algo en este blog. No digo que no sea pertinente establecer nexos y puentes, siempre que no se caiga en la idea reduccionista de endosarle a Taïa, por haber llegado después y seguir vivo, la etiqueta de “nuevo Chukri”. Ambos son marroquíes y trasgresores, ambos atienden a la marginalidad y moldean su literatura a partir de los materiales que les proporciona su propia experiencia. Si en Chukri la crudeza y la pobreza son más evidentes, en Taïa cobra más fuerza la denuncia del régimen alauí, la desigualdad, la sumisión, el machismo y la homofobia. Sin embargo, en el segundo la biografía no pesa tanto, está al servicio de la ficción, y cada vez más. Es la materia prima a partir de la cual novelar. No se trata de decantarse por uno u otro, pero creo que ese es uno de los varios aspectos que diferencian a dos autores que vale la pena leer. Pero aquí voy a hablar de Abdellah Taïa. (Nota: Aunque en las traducciones al español se escribe Abdelá Taia, prefiero respetar la forma en que él firma sus obras en la lengua en que las escribe, el francés.)
Afincado en París desde 1999, Abdellah Taïa salió del anonimato al ser el primer personaje público marroquí en reconocer su homosexualidad, en la revista Tel Quel en 2006. Escritor en lengua francesa (mientras que Chukri escribió siempre en árabe, y con frecuencia en dialectal marroquí), de su obra destacan Mon Maroc (2000) (traducido por Lydia Vázquez Jiménez para Cabaret Voltaire), L’armée du salut (2006), Une mélancolie arabe (2008) o Le jour du roi (2010) (las tres traducidas por Gerardo Markuleta para la editorial Alberdania).
Con Abdellah Taïa me ocurre algo no poco frecuente: que me interesa mucho lo que cuenta, su mundo íntimo, su visión de Marruecos, aunque no siempre me convence la forma en que lo hace. Hay un despojo del lenguaje, una tendencia a la máxima simplicidad, la frase cortísima, el párrafo de pocas líneas o una sola, una desnudez explícita y reiterativa, un estilo inmutable que no siempre hace honor a lo narrado. Es un tono que podría recordar a Marguerite Duras si lograra tan a menudo la intensidad de las imágenes y sensaciones que creaba ella. Por supuesto que hay intensidad en el autor marroquí, pero no tanto por el uso del lenguaje (aunque a veces también), como, una vez más, por lo que se está narrando.
En sus últimas dos novelas, Taïa va despojándose de su propia biografía para crear ficciones en las que la experiencia está al servicio de personajes autónomos. En Le jour du roi (2010), Omar, adolescente pobre de Salé, narra cómo se siente traicionado cuando su mejor amigo, el rico Khalid, le oculta que ha sido el elegido para besar la mano de Hassan II en su visita a la ciudad. Entre la ensoñación y la rabia, Omar se dejará llevar por la envidia. La novela se asienta sobre el tema de la desigualdad entre pobres y ricos en Marruecos, y trata la sumisión, los celos y, particularmente, el poder divino, temible y omnímodo de Hassan II en sus años de plomo (está ambientada en 1987). Quizá su mayor logro sea el uso de la parodia para tratar el tema de la desigualdad bajo la monarquía sagrada marroquí, así como la denuncia de las desigualdades mediante la caracterización de los personajes de la criada Hadda (un retrato excelente de la servidumbre) y del contradictorio Khalid.
En la última hasta ahora, Infidèles (2012), Taïa introduce mayor complejidad estructural, puesto que se sirve de varios narradores. En ella está la vida de la prostituta Slima y su hijo Jallal, que descubren a Marilyn Monroe en River of No Return, la película de Otto Preminger, y la convierten en su diosa protectora. Madre e hijo simpatizan con un soldado anónimo, uno de tantos clientes, que tras su marcha a la guerra del Sáhara es borrado, acusado de traición. También Slima es acusada de traición, encarcelada y torturada sistemáticamente. Su vida queda rota para siempre y se refugia en una fe íntima, alejada de los dogmas del islam. También el islam acaba siendo el último refugio al que es arrastrado Jallal, en su caso por amor a un islamista manipulador. Por la novela transitan personajes tan memorables como, además de Slima y Jallal, el islamista Mathis-Mahmoud, o la vieja celestina Saâdia:
“Le monde m’a toujours donné une autre image de moi-même. Je suis perverse. La vieille perverse dont tout le monde a besoin. Un peu sorcière. Un peu médecin. Un peu pute. La spécialiste du sexe.” (28)
La visión que ofrece Taïa de la historia marroquí, además de ir a contracorriente de la versión oficial, tiene una aparente frescura que apenas logra esconder su ácida crítica. Como, por ejemplo, el tema tabú del Sáhara:
“C’était le milieu des années 80.
Le Maroc avait soudain besoin de plus de soldats. On les formait à Salé, à Kenitra, à Meknès, et on les expédiait au sud, dans le Sahara, défendre un désert soudain devenu un territoire national, une cause sacrée. Un tabou. Un mystère. Une fiction. De la science-fiction.” (60)
Con todo, el peso de Infidèles recae en Jallal, niño y adolescente, siempre inmaduro y soñador. Acaso todavía demasiado parecido al personaje que el autor ha creado de sí mismo:
“Quelque chose arrive. Je le vois. J’y suis.
J’avais changé de réalité, j’étais entré pour de vrai dans la fiction, j’avais traversé la frontière. Pris d’autres couleurs.
Le temps s’est arrêté.
J’étais dans le vrai.
Dans le chant.
Sur un arbre.” (75)
Abdellah Taïa (1973)
Seuil, 2012, 188 p.
Podría ser tentadora la comparación de Abdellah Taïa con Mohamed Chukri, de quien también he escrito algo en este blog. No digo que no sea pertinente establecer nexos y puentes, siempre que no se caiga en la idea reduccionista de endosarle a Taïa, por haber llegado después y seguir vivo, la etiqueta de “nuevo Chukri”. Ambos son marroquíes y trasgresores, ambos atienden a la marginalidad y moldean su literatura a partir de los materiales que les proporciona su propia experiencia. Si en Chukri la crudeza y la pobreza son más evidentes, en Taïa cobra más fuerza la denuncia del régimen alauí, la desigualdad, la sumisión, el machismo y la homofobia. Sin embargo, en el segundo la biografía no pesa tanto, está al servicio de la ficción, y cada vez más. Es la materia prima a partir de la cual novelar. No se trata de decantarse por uno u otro, pero creo que ese es uno de los varios aspectos que diferencian a dos autores que vale la pena leer. Pero aquí voy a hablar de Abdellah Taïa. (Nota: Aunque en las traducciones al español se escribe Abdelá Taia, prefiero respetar la forma en que él firma sus obras en la lengua en que las escribe, el francés.)
Afincado en París desde 1999, Abdellah Taïa salió del anonimato al ser el primer personaje público marroquí en reconocer su homosexualidad, en la revista Tel Quel en 2006. Escritor en lengua francesa (mientras que Chukri escribió siempre en árabe, y con frecuencia en dialectal marroquí), de su obra destacan Mon Maroc (2000) (traducido por Lydia Vázquez Jiménez para Cabaret Voltaire), L’armée du salut (2006), Une mélancolie arabe (2008) o Le jour du roi (2010) (las tres traducidas por Gerardo Markuleta para la editorial Alberdania).
Con Abdellah Taïa me ocurre algo no poco frecuente: que me interesa mucho lo que cuenta, su mundo íntimo, su visión de Marruecos, aunque no siempre me convence la forma en que lo hace. Hay un despojo del lenguaje, una tendencia a la máxima simplicidad, la frase cortísima, el párrafo de pocas líneas o una sola, una desnudez explícita y reiterativa, un estilo inmutable que no siempre hace honor a lo narrado. Es un tono que podría recordar a Marguerite Duras si lograra tan a menudo la intensidad de las imágenes y sensaciones que creaba ella. Por supuesto que hay intensidad en el autor marroquí, pero no tanto por el uso del lenguaje (aunque a veces también), como, una vez más, por lo que se está narrando.
En sus últimas dos novelas, Taïa va despojándose de su propia biografía para crear ficciones en las que la experiencia está al servicio de personajes autónomos. En Le jour du roi (2010), Omar, adolescente pobre de Salé, narra cómo se siente traicionado cuando su mejor amigo, el rico Khalid, le oculta que ha sido el elegido para besar la mano de Hassan II en su visita a la ciudad. Entre la ensoñación y la rabia, Omar se dejará llevar por la envidia. La novela se asienta sobre el tema de la desigualdad entre pobres y ricos en Marruecos, y trata la sumisión, los celos y, particularmente, el poder divino, temible y omnímodo de Hassan II en sus años de plomo (está ambientada en 1987). Quizá su mayor logro sea el uso de la parodia para tratar el tema de la desigualdad bajo la monarquía sagrada marroquí, así como la denuncia de las desigualdades mediante la caracterización de los personajes de la criada Hadda (un retrato excelente de la servidumbre) y del contradictorio Khalid.
En la última hasta ahora, Infidèles (2012), Taïa introduce mayor complejidad estructural, puesto que se sirve de varios narradores. En ella está la vida de la prostituta Slima y su hijo Jallal, que descubren a Marilyn Monroe en River of No Return, la película de Otto Preminger, y la convierten en su diosa protectora. Madre e hijo simpatizan con un soldado anónimo, uno de tantos clientes, que tras su marcha a la guerra del Sáhara es borrado, acusado de traición. También Slima es acusada de traición, encarcelada y torturada sistemáticamente. Su vida queda rota para siempre y se refugia en una fe íntima, alejada de los dogmas del islam. También el islam acaba siendo el último refugio al que es arrastrado Jallal, en su caso por amor a un islamista manipulador. Por la novela transitan personajes tan memorables como, además de Slima y Jallal, el islamista Mathis-Mahmoud, o la vieja celestina Saâdia:
“Le monde m’a toujours donné une autre image de moi-même. Je suis perverse. La vieille perverse dont tout le monde a besoin. Un peu sorcière. Un peu médecin. Un peu pute. La spécialiste du sexe.” (28)
La visión que ofrece Taïa de la historia marroquí, además de ir a contracorriente de la versión oficial, tiene una aparente frescura que apenas logra esconder su ácida crítica. Como, por ejemplo, el tema tabú del Sáhara:
“C’était le milieu des années 80.
Le Maroc avait soudain besoin de plus de soldats. On les formait à Salé, à Kenitra, à Meknès, et on les expédiait au sud, dans le Sahara, défendre un désert soudain devenu un territoire national, une cause sacrée. Un tabou. Un mystère. Une fiction. De la science-fiction.” (60)
Con todo, el peso de Infidèles recae en Jallal, niño y adolescente, siempre inmaduro y soñador. Acaso todavía demasiado parecido al personaje que el autor ha creado de sí mismo:
“Quelque chose arrive. Je le vois. J’y suis.
J’avais changé de réalité, j’étais entré pour de vrai dans la fiction, j’avais traversé la frontière. Pris d’autres couleurs.
Le temps s’est arrêté.
J’étais dans le vrai.
Dans le chant.
Sur un arbre.” (75)
jueves, 30 de mayo de 2013
volver a Paris, Texas
Buscar. Regresar. La historia de Travis, Hunter y Jane. Volver a ver esta película como si fuera la primera vez. No por haber olvidado: porque la mirada es nueva ahora. La historia de Sam Shepard no sería gran cosa sin las imágenes de Wim Wenders y la guitarra de Ry Cooder, esos paisajes para una desolación. Buscar y encontrar. Regresar a donde no hay posible retorno. No necesitaba tener hijos para entender, pero ahora entiendo de otra manera la película. Entiendo a Travis. Pero entiendo más a Jane.
viernes, 24 de mayo de 2013
Wayne Shorter, uno de los últimos
Qué pocos quedan que puedan ser llamados grandes. En el jazz, y en cualquier faceta creativa, incluida la literatura. Se han acabado los tiempos de las grandes figuras creadoras. A quienes se llama grandes, ahora, son a los que saben venderse mejor. No se trata de nostalgias, creo que hemos ganado mucho (en música, literatura, arte) en diversidad y cantidad: se ha desacralizado la figura del creador y proliferan voces y miradas que mantienen un alto nivel de exigencia creativa, tantas que es imposible abarcarlas. Algunas podrían haber obtenido mayor reconocimiento en otro tiempo. Ya no. No es peor ni mejor, sencillamente es de otra manera. Pero, como siempre, divago: yo estaba pensando en Wayne Shorter, uno de los últimos grandes, que he tenido la suerte de escuchar dos veces en directo.
A quien le interese, conviene ver este vídeo.
jueves, 16 de mayo de 2013
Quotidiano, de Nuno Júdice
Quotidiano (Reflexão)
Por exemplo, as coisas que faltam neste lugar:
uma enxada para que as mãos não toquem na terra,
um ninho de pardais no canto da relha,
para que um ruído de asas se possa abrigar,
um pedaço de verde no monte que ainda vejo,
por detrás dos prédios que invadem tudo.
Mas se estas coisas estivessem aqui,
também faria falta um copo de água para ver,
através do vidro, um horizonte desfocado;
e ainda os restos de madeira com que,
no inverno, é costume atiçar o fogo
e a imaginação que ele consome.
Como se tudo estivesse no lugar,
pronto para ser usado na data prevista,
sento-me à janela, e fixo a única coisa
que não se move:
o gato, hipnotizado por um olhar
que só ele pressente.
Nuno Júdice, Meditação sobre Ruínas (1995)
Aunque muchos lo podrán entender sin la traducción, improviso una versión del poema:
Cotidiano (Reflexión)
Por ejemplo, las cosas que faltan en este lugar:
una azada para que las manos no toquen la tierra,
un nido de gorriones en el canto de la reja
para que un ruido de alas se pueda abrigar,
un pedazo de verde en el monte que aún veo,
por detrás de los edificios que todo lo invaden.
Pero si estas cosas estuviesen aquí,
también haría falta un vaso de agua para ver,
a través del vidrio, un horizonte desenfocado;
e incluso los restos de madera con que,
en el invierno, se acostumbra atizar el fuego
y la imaginación que él consume.
Como si todo estuviese en el lugar,
listo para ser usado en la fecha prevista,
me siento junto a la ventana, y miro la única cosa
que no se mueve:
el gato, hipnotizado por una mirada
que sólo él presiente.
Por exemplo, as coisas que faltam neste lugar:
uma enxada para que as mãos não toquem na terra,
um ninho de pardais no canto da relha,
para que um ruído de asas se possa abrigar,
um pedaço de verde no monte que ainda vejo,
por detrás dos prédios que invadem tudo.
Mas se estas coisas estivessem aqui,
também faria falta um copo de água para ver,
através do vidro, um horizonte desfocado;
e ainda os restos de madeira com que,
no inverno, é costume atiçar o fogo
e a imaginação que ele consome.
Como se tudo estivesse no lugar,
pronto para ser usado na data prevista,
sento-me à janela, e fixo a única coisa
que não se move:
o gato, hipnotizado por um olhar
que só ele pressente.
Nuno Júdice, Meditação sobre Ruínas (1995)
Aunque muchos lo podrán entender sin la traducción, improviso una versión del poema:
Cotidiano (Reflexión)
Por ejemplo, las cosas que faltan en este lugar:
una azada para que las manos no toquen la tierra,
un nido de gorriones en el canto de la reja
para que un ruido de alas se pueda abrigar,
un pedazo de verde en el monte que aún veo,
por detrás de los edificios que todo lo invaden.
Pero si estas cosas estuviesen aquí,
también haría falta un vaso de agua para ver,
a través del vidrio, un horizonte desenfocado;
e incluso los restos de madera con que,
en el invierno, se acostumbra atizar el fuego
y la imaginación que él consume.
Como si todo estuviese en el lugar,
listo para ser usado en la fecha prevista,
me siento junto a la ventana, y miro la única cosa
que no se mueve:
el gato, hipnotizado por una mirada
que sólo él presiente.
lunes, 13 de mayo de 2013
el arte y el drama (Chet Baker)
Ahora que se cumplen 25 años del suicidio de Chet Baker, ahora que volverán loas y retratos del músico maldito y se repetirá el adjetivo “turbulento” aplicado a su vida o a su carácter, veo el documental que rodó Bruce Weber el mismo año de su muerte (Let’s get lost, 1988).
Nunca me sedujo la voz melosa de Chet, aunque el sonido de su trompeta ya es otra historia. A pesar de sus brillos juveniles (sobre todo con Gerry Mulligan o Stan Getz) prefiero al Chet viejo que al joven, en cualquier caso, por ejemplo en dúo con Paul Bley.
El documental de Weber muestra a la estrella, sus luces y sombras, éxitos y tropiezos. Por encima o por debajo de la leyenda y la celebridad va aflorando el hombre. Están los testimonios y está él, en su juventud dorada de James Dean jazzístico West Coast y en los años del declive europeo, con ese rostro de yonqui decrépito que, para mí, tiene mucho más encanto que la cara angelical del primer Chet.
Let’s get lost no es un documental sobre jazz –o lo es sólo de forma circunstancial–, sino sobre el personaje, sobre su magnetismo y sus contradicciones, un buen documental que me confirma en mi opinión de que Chet Baker es, al menos, tan interesante como tipo que como músico, aunque al final queda la sensación de que fue más un personaje que un intérprete. Dicho de otra manera: fue un excelente trompetista, pero ha quedado, sobre todo, como tipo dramático. Ese cierto desequilibrio no lo encuentro en otros músicos de jazz como Charlie Parker y Billie Holiday. Por intensas y trágicas que fuesen sus vidas, en ellos el arte sigue superando al drama.
Nunca me sedujo la voz melosa de Chet, aunque el sonido de su trompeta ya es otra historia. A pesar de sus brillos juveniles (sobre todo con Gerry Mulligan o Stan Getz) prefiero al Chet viejo que al joven, en cualquier caso, por ejemplo en dúo con Paul Bley.
El documental de Weber muestra a la estrella, sus luces y sombras, éxitos y tropiezos. Por encima o por debajo de la leyenda y la celebridad va aflorando el hombre. Están los testimonios y está él, en su juventud dorada de James Dean jazzístico West Coast y en los años del declive europeo, con ese rostro de yonqui decrépito que, para mí, tiene mucho más encanto que la cara angelical del primer Chet.
Let’s get lost no es un documental sobre jazz –o lo es sólo de forma circunstancial–, sino sobre el personaje, sobre su magnetismo y sus contradicciones, un buen documental que me confirma en mi opinión de que Chet Baker es, al menos, tan interesante como tipo que como músico, aunque al final queda la sensación de que fue más un personaje que un intérprete. Dicho de otra manera: fue un excelente trompetista, pero ha quedado, sobre todo, como tipo dramático. Ese cierto desequilibrio no lo encuentro en otros músicos de jazz como Charlie Parker y Billie Holiday. Por intensas y trágicas que fuesen sus vidas, en ellos el arte sigue superando al drama.
Etiquetas:
acasos,
Chet Baker,
cine,
jazz
sábado, 4 de mayo de 2013
el ojo y la mirada
no son miradas, no es un mirar, no ven: son ojos solo, y alguien los colecciona como si fuesen mariposas
viernes, 26 de abril de 2013
columbina
Me poso sobre una rama y descanso. Dejo que todo se aposente en mi interior. Me libero, suelto la carga. Siento cómo me vacío, el fluido que abandona mi cuerpo y se vierte. Cae. Zureo. Alguien grita y gesticula, abajo. Aleteo y alzo de nuevo el vuelo. No les entiendo. Esos bichos ruidosos de ahí abajo.
miércoles, 24 de abril de 2013
garabato 26
cuando un ser querido muere no permanece en la memoria sino que se aposenta en la imaginación _ la muerte es la última ficción
martes, 16 de abril de 2013
Intento de escapada, de Miguel Ángel Hernández
Intento de escapada
Miguel Ángel Hernández (1977)
Anagrama, 2013, 240 p.
Todo empieza con una caja que hiede a putrefacción. Junto a la caja, dos monitores: uno muestra repetidamente la imagen de alguien que entra en la caja, que es cerrada desde fuera por otra persona; otro muestra esa misma caja ya cerrada, el paso del tiempo sin que nada ocurra en su exterior. Pero, ¿y dentro? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué es eso? Pues eso –la caja, las pantallas– es una obra de arte expuesta en el Centro Pompidou de París, titulada Intento de escapada y realizada por Jacobo Montes, célebre artista en cuyas creaciones se conjugan provocación y denuncia social. Este inicio sobrecogedor es apenas uno de los muchos buenos momentos que tiene esta novela. No voy a recrear otros aquí. Más que en otros libros que he comentado, me parece que sería hacerle un juego sucio al lector.
Intento de escapada contiene algunos elementos extraliterarios que hacen que me haya sentido especialmente interesado, que haya vibrado de otra forma mientras la leía. Está mi interés previo por los asuntos centrales que vertebran el texto: el cuestionamiento de los límites del arte contemporáneo, así como la inmigración y las realidades kafkianas a las que se ven abocados los inmigrantes en un mundo que los exprime y los invisibiliza. Y está, además, un viaje distinto a mi primera ciudad, Murcia; el reconocimiento –nunca explícito– o asociación de lugares, espacios y tipos desde la ficción.
Esta novela consigue algo poco habitual, la conjugación de tres elementos fundamentales: primero, motiva la reflexión sobre cuestiones tan centrales como el arte contemporáneo, los límites éticos de la creación, la inmigración y la injusticia que supone la clandestinidad; y lo hace lejos de un territorio que es familiar al autor (profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia), el del ensayo. Estamos dentro de una ficción, esto es novela. Y la novela también es eso, ya lo sabemos: en la novela cabe todo. Todo, sí, pero no cualquier cosa. En segundo lugar, la novela de Miguel Ángel Hernández Navarro mantiene una tensión argumental que no decae, una intriga inquietante que se mantiene hasta el final, sin que pueda haber “intento de escapada” por parte del lector. Por último, la novela no se limita a eso, da un paso más al adoptar un prisma metaliterario que tiene algo de cajas chinas, y que introduce al lector en el juego de otros límites, los de la realidad y la ficción. Desde el exordio al colofón.
En el cruce de la trayectoria del narrador –el estudiante Marcos– con el artista Jacobo Montes, la profesora Helena y el inmigrante Omar se crea un nudo de alta tensión. Montes visita esa ciudad de provincias que no se nombra, invitado por Helena, para realizar una obra sobre la inmigración, que será ese Intento de escapada que Marcos verá años después en París. Marcos, a instancias de Helena, se convierte en asistente de Montes, investiga sobre los inmigrantes y contacta con un sin papeles de Malí, Omar, que acepta ser parte de la obra que concibe Montes. Sin embargo, el afán de crear un objeto artístico de gran impacto oculta algo, precisamente aquello que el artista, Jacobo Montes, no deja de valorar como lo principal: la experiencia creadora. Finalmente es él el único testigo de lo que realmente ocurre en la creación de una pieza en la que se juega con la humillación y la muerte, y que no se narra. No porque no sea necesario, sino, precisamente, porque es necesario que no se narre.
“Al fin y al cabo era arte. Y el arte tiene secretos y enigmas. No podemos pretender entenderlo todo. Aunque lo que haya para entender sea lo más real, lo más cercano, aunque todas las distancias hayan sido abolidas…, en el fondo siempre hay una barrera invisible que separa al espectador de lo que está viendo, en el fondo, lo que vemos es siempre lo que nos mira, y en el fondo, nadie se atreve a tocar nada. Porque el arte sigue siendo sagrado. (…) Porque tememos que, si lo hacemos, todas las cosas se esfumen para siempre. Quizá porque, en el fondo, todos tememos desvanecernos si se demuestra que, en realidad, nadie puede desaparecer por arte de magia.” (221-222)
Miguel Ángel Hernández (1977)
Anagrama, 2013, 240 p.
Todo empieza con una caja que hiede a putrefacción. Junto a la caja, dos monitores: uno muestra repetidamente la imagen de alguien que entra en la caja, que es cerrada desde fuera por otra persona; otro muestra esa misma caja ya cerrada, el paso del tiempo sin que nada ocurra en su exterior. Pero, ¿y dentro? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué es eso? Pues eso –la caja, las pantallas– es una obra de arte expuesta en el Centro Pompidou de París, titulada Intento de escapada y realizada por Jacobo Montes, célebre artista en cuyas creaciones se conjugan provocación y denuncia social. Este inicio sobrecogedor es apenas uno de los muchos buenos momentos que tiene esta novela. No voy a recrear otros aquí. Más que en otros libros que he comentado, me parece que sería hacerle un juego sucio al lector.
Intento de escapada contiene algunos elementos extraliterarios que hacen que me haya sentido especialmente interesado, que haya vibrado de otra forma mientras la leía. Está mi interés previo por los asuntos centrales que vertebran el texto: el cuestionamiento de los límites del arte contemporáneo, así como la inmigración y las realidades kafkianas a las que se ven abocados los inmigrantes en un mundo que los exprime y los invisibiliza. Y está, además, un viaje distinto a mi primera ciudad, Murcia; el reconocimiento –nunca explícito– o asociación de lugares, espacios y tipos desde la ficción.
Esta novela consigue algo poco habitual, la conjugación de tres elementos fundamentales: primero, motiva la reflexión sobre cuestiones tan centrales como el arte contemporáneo, los límites éticos de la creación, la inmigración y la injusticia que supone la clandestinidad; y lo hace lejos de un territorio que es familiar al autor (profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia), el del ensayo. Estamos dentro de una ficción, esto es novela. Y la novela también es eso, ya lo sabemos: en la novela cabe todo. Todo, sí, pero no cualquier cosa. En segundo lugar, la novela de Miguel Ángel Hernández Navarro mantiene una tensión argumental que no decae, una intriga inquietante que se mantiene hasta el final, sin que pueda haber “intento de escapada” por parte del lector. Por último, la novela no se limita a eso, da un paso más al adoptar un prisma metaliterario que tiene algo de cajas chinas, y que introduce al lector en el juego de otros límites, los de la realidad y la ficción. Desde el exordio al colofón.
En el cruce de la trayectoria del narrador –el estudiante Marcos– con el artista Jacobo Montes, la profesora Helena y el inmigrante Omar se crea un nudo de alta tensión. Montes visita esa ciudad de provincias que no se nombra, invitado por Helena, para realizar una obra sobre la inmigración, que será ese Intento de escapada que Marcos verá años después en París. Marcos, a instancias de Helena, se convierte en asistente de Montes, investiga sobre los inmigrantes y contacta con un sin papeles de Malí, Omar, que acepta ser parte de la obra que concibe Montes. Sin embargo, el afán de crear un objeto artístico de gran impacto oculta algo, precisamente aquello que el artista, Jacobo Montes, no deja de valorar como lo principal: la experiencia creadora. Finalmente es él el único testigo de lo que realmente ocurre en la creación de una pieza en la que se juega con la humillación y la muerte, y que no se narra. No porque no sea necesario, sino, precisamente, porque es necesario que no se narre.
“Al fin y al cabo era arte. Y el arte tiene secretos y enigmas. No podemos pretender entenderlo todo. Aunque lo que haya para entender sea lo más real, lo más cercano, aunque todas las distancias hayan sido abolidas…, en el fondo siempre hay una barrera invisible que separa al espectador de lo que está viendo, en el fondo, lo que vemos es siempre lo que nos mira, y en el fondo, nadie se atreve a tocar nada. Porque el arte sigue siendo sagrado. (…) Porque tememos que, si lo hacemos, todas las cosas se esfumen para siempre. Quizá porque, en el fondo, todos tememos desvanecernos si se demuestra que, en realidad, nadie puede desaparecer por arte de magia.” (221-222)
miércoles, 10 de abril de 2013
esta danza
Helena Almeida, Sem título, 2010
Suena esa música que no hemos elegido nosotros. La danza continúa. Seguimos bailando como si nada hubiese pasado. Si tropezamos será por la propia danza, dices. Si caemos será por la propia danza, digo. Las ataduras deben de ser también cosa de la danza, nos decimos. Pero, ¿fue siempre así, la danza?
lunes, 8 de abril de 2013
El futuro es un país extraño, de Josep Fontana
El futuro es un país extraño
Josep Fontana (1931)
Pasado y Presente, 2013, 232 p.
No es un intelectual cualquiera quien firma este libro, sino Josep Fontana, uno de los historiadores más prestigiosos de este país. Y no habla del pasado, sino del presente y el futuro. Su conocimiento de la historia arroja luz sobre la deriva del nuevo estado de cosas. Así, entiende Fontana que esto que aún se sigue llamando crisis
“(…) no obedece a causas meramente económicas, sino a un proyecto social que ha comenzado por la privatización de la política y aspira a conseguir la privatización entera del propio estado. Un proyecto que no solo amenaza la continuidad de los servicios sociales que proporcionaba el estado del bienestar, sino que pone en peligro el propio estado democrático y la sociedad civil en que este se sostiene. Todo apunta, si esta evolución se mantiene en los mismos términos, a un futuro de retorno hacia una privatización global semejante a la de los tiempos feudales, en que tal vez dejaremos de pagar impuestos al gobierno, reemplazados por los servicios de trabajo forzado a las empresas propietarias de todos los recursos y todos los servicios de que dependen nuestras vidas.”
La historia no puede ser ya un relato de progreso continuado, tal y como se concebía hasta ahora, como constata Fontana a la luz del período de regresión que vivimos. Las conquistas sociales que se obtuvieron en dos siglos de luchas colectivas habrá que recuperarlas con métodos nuevos, “porque las clases dominantes han aprendido a neutralizar los que usábamos hasta hoy”. La lucha sigue siendo motor de la historia, por tanto, aunque haya que inventar otras formas más eficaces que la huelga o las manifestaciones. El problema, sin embargo, es que cada vez resulta más difícil aunar fuerzas en un entorno confuso y manipulado:
“(…) la formación de la conciencia de los seres humanos depende en gran medida de su capacidad de comprensión de la realidad social en que viven, y esta se encuentra hoy estrechamente condicionada por una información que se recibe esencialmente a través de los medios de comunicación de masas, que se dedican a difundir una visión conformista, tal como conviene a los intereses de sus propietarios. La derecha ha aprendido a usar estos medios para repetir incansablemente tópicos simplistas y metáforas engañosas que se inculcan como verdades de sentido común, y se apresta, por otra parte, a destruir la educación pública, ejercida por un profesorado independiente, para reemplazarla por un sistema administrado como una empresa, en que los enseñantes molestos puedan ser fácilmente silenciados.”
En cuanto a la privatización del estado, Fontana nos recuerda que el objetivo no es sólo recortar el gasto social, sino privatizar los servicios esenciales, que se están convirtiendo en un negocio jugoso para los bancos e inversores privados. De hecho, “lo que se vende no son los servicios, sino [a] los ciudadanos que están obligados a pagar para usar unos servicios –trenes, hospitales, escuelas…– que el propio estado ha permitido que se desmejoren para justificar su privatización.”
Donde no hay deterioro alguno es en la faceta legal-policial del estado, sobredimensionada ahora desde la vigilancia y control hasta la represión y la ampliación de los supuestos de delito contra la seguridad, forzando los límites de las libertades democráticas. Pero, como advierte el autor, “quienes piensan que el endurecimiento de la represión es una garantía de la tranquilidad pública ignoran las lecciones de la historia y desafían los riesgos de un estallido social.”
Frente a una descripción realista y cruda, Fontana se muestra en sus conclusiones abierto a la esperanza (como demuestra la historia, el estallido revolucionario puede ocurrir en cualquier momento, afirma en la última página). Apunta, de hecho, hacia algo más allá de la mera resistencia. Es preciso “aspirar a renovar lo que se combate”, los objetivos y los métodos de lucha. Resulta paradójico en nuestros días que el posible ejemplo propuesto venga, una vez más en la historia, de los campesinos (a partir del movimiento internacional Vía Campesina): No se trata tanto de la demanda de reformas (del clásico razonamiento sindicalista de obtener concesiones de la clase empresarial y del gobierno) como de la formulación de una nueva organización horizontal del trabajo en torno a la cooperación. Y concluye: “La tarea más necesaria a que debemos enfrentarnos es la de inventar un mundo nuevo que pueda ir reemplazando al actual, que tiene sus horas contadas.” Aunque, como el propio Fontana no puede ignorar, serán unas horas largas. Muy largas.
Josep Fontana (1931)
Pasado y Presente, 2013, 232 p.
No es un intelectual cualquiera quien firma este libro, sino Josep Fontana, uno de los historiadores más prestigiosos de este país. Y no habla del pasado, sino del presente y el futuro. Su conocimiento de la historia arroja luz sobre la deriva del nuevo estado de cosas. Así, entiende Fontana que esto que aún se sigue llamando crisis
“(…) no obedece a causas meramente económicas, sino a un proyecto social que ha comenzado por la privatización de la política y aspira a conseguir la privatización entera del propio estado. Un proyecto que no solo amenaza la continuidad de los servicios sociales que proporcionaba el estado del bienestar, sino que pone en peligro el propio estado democrático y la sociedad civil en que este se sostiene. Todo apunta, si esta evolución se mantiene en los mismos términos, a un futuro de retorno hacia una privatización global semejante a la de los tiempos feudales, en que tal vez dejaremos de pagar impuestos al gobierno, reemplazados por los servicios de trabajo forzado a las empresas propietarias de todos los recursos y todos los servicios de que dependen nuestras vidas.”
La historia no puede ser ya un relato de progreso continuado, tal y como se concebía hasta ahora, como constata Fontana a la luz del período de regresión que vivimos. Las conquistas sociales que se obtuvieron en dos siglos de luchas colectivas habrá que recuperarlas con métodos nuevos, “porque las clases dominantes han aprendido a neutralizar los que usábamos hasta hoy”. La lucha sigue siendo motor de la historia, por tanto, aunque haya que inventar otras formas más eficaces que la huelga o las manifestaciones. El problema, sin embargo, es que cada vez resulta más difícil aunar fuerzas en un entorno confuso y manipulado:
“(…) la formación de la conciencia de los seres humanos depende en gran medida de su capacidad de comprensión de la realidad social en que viven, y esta se encuentra hoy estrechamente condicionada por una información que se recibe esencialmente a través de los medios de comunicación de masas, que se dedican a difundir una visión conformista, tal como conviene a los intereses de sus propietarios. La derecha ha aprendido a usar estos medios para repetir incansablemente tópicos simplistas y metáforas engañosas que se inculcan como verdades de sentido común, y se apresta, por otra parte, a destruir la educación pública, ejercida por un profesorado independiente, para reemplazarla por un sistema administrado como una empresa, en que los enseñantes molestos puedan ser fácilmente silenciados.”
En cuanto a la privatización del estado, Fontana nos recuerda que el objetivo no es sólo recortar el gasto social, sino privatizar los servicios esenciales, que se están convirtiendo en un negocio jugoso para los bancos e inversores privados. De hecho, “lo que se vende no son los servicios, sino [a] los ciudadanos que están obligados a pagar para usar unos servicios –trenes, hospitales, escuelas…– que el propio estado ha permitido que se desmejoren para justificar su privatización.”
Donde no hay deterioro alguno es en la faceta legal-policial del estado, sobredimensionada ahora desde la vigilancia y control hasta la represión y la ampliación de los supuestos de delito contra la seguridad, forzando los límites de las libertades democráticas. Pero, como advierte el autor, “quienes piensan que el endurecimiento de la represión es una garantía de la tranquilidad pública ignoran las lecciones de la historia y desafían los riesgos de un estallido social.”
Frente a una descripción realista y cruda, Fontana se muestra en sus conclusiones abierto a la esperanza (como demuestra la historia, el estallido revolucionario puede ocurrir en cualquier momento, afirma en la última página). Apunta, de hecho, hacia algo más allá de la mera resistencia. Es preciso “aspirar a renovar lo que se combate”, los objetivos y los métodos de lucha. Resulta paradójico en nuestros días que el posible ejemplo propuesto venga, una vez más en la historia, de los campesinos (a partir del movimiento internacional Vía Campesina): No se trata tanto de la demanda de reformas (del clásico razonamiento sindicalista de obtener concesiones de la clase empresarial y del gobierno) como de la formulación de una nueva organización horizontal del trabajo en torno a la cooperación. Y concluye: “La tarea más necesaria a que debemos enfrentarnos es la de inventar un mundo nuevo que pueda ir reemplazando al actual, que tiene sus horas contadas.” Aunque, como el propio Fontana no puede ignorar, serán unas horas largas. Muy largas.
viernes, 5 de abril de 2013
Democracia, de Pablo Gutiérrez
Democracia
Pablo Gutiérrez (1978)
Seix Barral, 2012, 234 p.
Está claro que el nuevo estado de cosas (llámese como se quiera, a mí la palabra crisis me parece demasiado coyuntural para definir algo que ha venido para quedarse) tenía que verse reflejado de alguna manera en la narrativa literaria. Por suerte, no se manifiestan “de cualquier manera”, sino con exigencia y rigor literario. Así, empiezan a publicarse algunas novelas que tienen como centro las consecuencias de todas las quiebras (económicas, políticas y sociales) que nos abruman. No se trata de una categoría genérica, ni creo que deba promocionarse como tal, pero no deja de ser un trabajo literario a partir de la realidad de nuestros días, con puntos en común. Es posible que, de seguir escribiéndose novelas sobre este tema, acabe por consolidarse un nuevo subgénero, como las novelas sobre la guerra civil, hasta que Isaac Rosa llegue y publique Otra maldita novela sobre la crisis (ya estoy deseando leerla) sin que por ello pretenda liquidar nada. Democracia, de Pablo Gutiérrez, es un buen ejemplo de esto. No crearé una etiqueta en el blog sobre “novelas de la crisis”, al margen de que lea otras que pudieran etiquetarse así. No me gusta meter a gente diversa en el mismo saco, manías mías.
En Democracia, todo comienza en septiembre de 2008, con el derrumbe de Lehman Brothers y el despido de Marco, el protagonista de la novela, un delineante especialmente dotado para el dibujo. De manera progresiva, Marco inicia un proceso de depresión y decadencia, primero desde su azotea contemplativa, después a través de la adicción televisiva, hasta que por fin sale a la calle y comienza a llenar las paredes de grafitis con versos y dibujos. El hilo narrativo se multiplica, sin embargo, y muestra otras caras de la realidad: entre otras, la del pijo Talo, director general que despide a Marco; Cloe y Julia, madre y mujer de Marco, respectivamente; una presentadora de televisión, una congresista norteamericana y, sobre todo, George Soros. Sí, ese Soros: el especulador multimillonario que juega a ser filántropo. Soros, que podría ser la antítesis de Marco, aunque pueda llegar a parecer su inspirador.
La forma en que Pablo Gutiérrez narra parece buscar un desapego ante cualquier compasión o solidaridad con los personajes. Desde el principio, y con mayor énfasis hacia el final, se recurre al tono mordaz y paródico. Eso, que no tiene por qué ser bueno ni malo, en mi experiencia obliga a tomar distancia, una distancia que puede ser reflexiva o no, según cómo se desarrolle (según tantas cosas, en realidad, empezando por el estado de ánimo del lector). Los personajes parecen estar ahí como un medio para algo. Ese algo es una ficción que rompe con maniqueísmos y nos instala ante un mundo donde las víctimas del sistema pueden ser sujetos cómplices o, cuando menos, pasivos. Donde algunos elementos de la resistencia caen en una dialéctica antisistema autodestructiva y estéril. No faltan ideas certeras, momentos brillantes, delirantes, desternillantes, además de puntos de vista que, en general, comparto.
Mi problema con esta novela no estriba en que los personajes sean poco creíbles, lo que puede ocurrir desde cierto realismo crítico, o desde la parábola, la novela del absurdo, etcétera. Tampoco tengo nada que objetar a la profusión de referencias, que van desde Karl Popper, Confucio, Maiakovski o Marvin Harris a versos de Rubén Darío o Lorca, pasando por canciones de Silvio Rodríguez y alusiones a Star Wars o a El Señor de los anillos, videojuegos o dibujos animados. Eso, según el lector, puede resultar tedioso o enriquecedor, indicador de algo, supongo. No. Lo que me ha ocurrido es que la distancia afectiva a que me empuja el autor no ha derivado en la proximidad cómplice que a menudo provocan las narraciones paródicas. Puede que el problema sea mío, que yo no haya entendido ese juego que empieza siendo ácido y que se va perdiendo en callejones cada vez más inverosímiles y dispersos. Me quedo con lo que me ha gustado, partes sueltas, buenos momentos de un conjunto que se me escapa.
Pablo Gutiérrez (1978)
Seix Barral, 2012, 234 p.
Está claro que el nuevo estado de cosas (llámese como se quiera, a mí la palabra crisis me parece demasiado coyuntural para definir algo que ha venido para quedarse) tenía que verse reflejado de alguna manera en la narrativa literaria. Por suerte, no se manifiestan “de cualquier manera”, sino con exigencia y rigor literario. Así, empiezan a publicarse algunas novelas que tienen como centro las consecuencias de todas las quiebras (económicas, políticas y sociales) que nos abruman. No se trata de una categoría genérica, ni creo que deba promocionarse como tal, pero no deja de ser un trabajo literario a partir de la realidad de nuestros días, con puntos en común. Es posible que, de seguir escribiéndose novelas sobre este tema, acabe por consolidarse un nuevo subgénero, como las novelas sobre la guerra civil, hasta que Isaac Rosa llegue y publique Otra maldita novela sobre la crisis (ya estoy deseando leerla) sin que por ello pretenda liquidar nada. Democracia, de Pablo Gutiérrez, es un buen ejemplo de esto. No crearé una etiqueta en el blog sobre “novelas de la crisis”, al margen de que lea otras que pudieran etiquetarse así. No me gusta meter a gente diversa en el mismo saco, manías mías.
En Democracia, todo comienza en septiembre de 2008, con el derrumbe de Lehman Brothers y el despido de Marco, el protagonista de la novela, un delineante especialmente dotado para el dibujo. De manera progresiva, Marco inicia un proceso de depresión y decadencia, primero desde su azotea contemplativa, después a través de la adicción televisiva, hasta que por fin sale a la calle y comienza a llenar las paredes de grafitis con versos y dibujos. El hilo narrativo se multiplica, sin embargo, y muestra otras caras de la realidad: entre otras, la del pijo Talo, director general que despide a Marco; Cloe y Julia, madre y mujer de Marco, respectivamente; una presentadora de televisión, una congresista norteamericana y, sobre todo, George Soros. Sí, ese Soros: el especulador multimillonario que juega a ser filántropo. Soros, que podría ser la antítesis de Marco, aunque pueda llegar a parecer su inspirador.
La forma en que Pablo Gutiérrez narra parece buscar un desapego ante cualquier compasión o solidaridad con los personajes. Desde el principio, y con mayor énfasis hacia el final, se recurre al tono mordaz y paródico. Eso, que no tiene por qué ser bueno ni malo, en mi experiencia obliga a tomar distancia, una distancia que puede ser reflexiva o no, según cómo se desarrolle (según tantas cosas, en realidad, empezando por el estado de ánimo del lector). Los personajes parecen estar ahí como un medio para algo. Ese algo es una ficción que rompe con maniqueísmos y nos instala ante un mundo donde las víctimas del sistema pueden ser sujetos cómplices o, cuando menos, pasivos. Donde algunos elementos de la resistencia caen en una dialéctica antisistema autodestructiva y estéril. No faltan ideas certeras, momentos brillantes, delirantes, desternillantes, además de puntos de vista que, en general, comparto.
Mi problema con esta novela no estriba en que los personajes sean poco creíbles, lo que puede ocurrir desde cierto realismo crítico, o desde la parábola, la novela del absurdo, etcétera. Tampoco tengo nada que objetar a la profusión de referencias, que van desde Karl Popper, Confucio, Maiakovski o Marvin Harris a versos de Rubén Darío o Lorca, pasando por canciones de Silvio Rodríguez y alusiones a Star Wars o a El Señor de los anillos, videojuegos o dibujos animados. Eso, según el lector, puede resultar tedioso o enriquecedor, indicador de algo, supongo. No. Lo que me ha ocurrido es que la distancia afectiva a que me empuja el autor no ha derivado en la proximidad cómplice que a menudo provocan las narraciones paródicas. Puede que el problema sea mío, que yo no haya entendido ese juego que empieza siendo ácido y que se va perdiendo en callejones cada vez más inverosímiles y dispersos. Me quedo con lo que me ha gustado, partes sueltas, buenos momentos de un conjunto que se me escapa.
jueves, 4 de abril de 2013
Dos poemas de David Mayor
Entrar, ¿salir? ¿Se sale del todo de una lectura? Estos días entro y salgo de estos 31 poemas de David Mayor (Pre-Textos, 2013). Desde la primera inmersión que hice –hicimos: la poesía, muchas veces, es lectura compartida en esta casa–, he disfrutado con este libro sobrio y lleno de paradojas, de sugerencias y sentidos que uno intuye o percibe oblicuamente. Se narra mejor que en algunas prosas, aquí, y con tan pocas palabras. Ahí está todo: saber usar pocas palabras (no necesariamente las justas: ¿existen las palabras justas y necesarias?, ¿tienen importancia?). Aquí hay viaje, mutación, encuentros. Algo queda dicho, lo demás es un gran hueco que no necesita ser colmado de palabras.
Es difícil seleccionar. Escojo dos que me parecen, ya, memorables:
ADVERTENCIA
Mi corazón está en mi bolsillo,
hoy son los poemas
de Frank O’Hara –“El día que murió
Lady Day”–.
Mi trabajo es la aproximación,
subrayar con tinta muy licuada
la vida que cambia de acera,
habla lo justo y mira a los ojos
sin parecer un hombre asustado.
DESNUDO SENTADO
Como lectura de un libro
que revela quiénes somos,
te miro en ese cuadro
antes de que tú lo veas
y me mires:
la exigencia inexcusable
de encontrarnos.
Así de sencillo, así de laborioso.
jueves, 28 de marzo de 2013
Los adolescentes trogloditas, de Emmanuelle Pagano
Los adolescentes trogloditas, 2007
Emmanuelle Pagano (1969)
Lengua de trapo, 2011, 164 p.
Traducción de Tamara Gil Somoza
El tema de la identidad, de su mutabilidad y permeabilidad, me interesa desde hace tiempo, y no sólo desde lo literario. Aquí se trata una de sus variantes más sugerentes, pero también más vitales: la identidad de género y la transexualidad. Hay que saber abordar un tema así desde la literatura para no convertir el relato en una retahíla de sensiblerías, o en una inmersión en lo sórdido, o en un mero traspaso a la ficción de las teorías de Judith Butler. Afortunadamente, Emmanuelle Pagano no hace nada de eso en esta breve novela. Porque sabe escribir, y sabe que el tema central no tiene por qué ser el tema único, ni siquiera el que más se desarrolla en el relato.
Adèle conduce un microbús escolar (alumnos de colegio y de instituto) en la Francia más desconocida, en el altiplano del departamento de l’Ardèche. Observa con atención y curiosidad a “sus chavales”, cómo se relacionan, sus gestos y actitudes. En su trabajo, se encuentra con la dificultad de la carretera de alta montaña en inviernos duros, de intensas ventiscas. Las alusiones a esos adolescentes, sus historias, que ocupan la mayor parte de la narración, son en gran medida una suerte de pretexto, una escaramuza. Porque Adèle, que es la narradora de estos seis días dispersos que van del inicio de curso en septiembre hasta febrero, también habla de sí misma. Habla del tiempo en que vivió en esa misma comarca, cuando era niño, hermano mayor. Habla de su regreso como mujer, diez años después de haberse marchado. Habla de su hermano menor, que no acepta esa mudanza de cuerpo y nombre. Habla de un cazador, que la ama, pero que no sabe. Hacia el final, el mal tiempo, las horas compartidas con los adolescentes en una cueva, las líneas difusas hacia lo que podrá ocurrir o no en su vida.
Lo que hace que Los adolescentes trogloditas sea una novela inteligente es su capacidad para sugerir, su decidida negativa a narrar grandes acciones, pasiones o desgarros. Como en muchas buenas novelas, todo lo que no se dice es también la novela. Con un lenguaje desnudo, despojado, Pagano nos da pistas, narra algunos días de una mujer nacida hombre, huellas de una soledad en ese lugar aislado. Llama la atención la intensidad de algunas descripciones, la naturaleza carnal y abrupta de la montaña. Y, todo el tiempo, la compañía diaria de esos adolescentes que sabe retratar con ternura, esos niños y niñas en viaje a una identidad (de género y de tantas otras cosas) que todavía está por definirse. Sin más.
Emmanuelle Pagano (1969)
Lengua de trapo, 2011, 164 p.
Traducción de Tamara Gil Somoza
El tema de la identidad, de su mutabilidad y permeabilidad, me interesa desde hace tiempo, y no sólo desde lo literario. Aquí se trata una de sus variantes más sugerentes, pero también más vitales: la identidad de género y la transexualidad. Hay que saber abordar un tema así desde la literatura para no convertir el relato en una retahíla de sensiblerías, o en una inmersión en lo sórdido, o en un mero traspaso a la ficción de las teorías de Judith Butler. Afortunadamente, Emmanuelle Pagano no hace nada de eso en esta breve novela. Porque sabe escribir, y sabe que el tema central no tiene por qué ser el tema único, ni siquiera el que más se desarrolla en el relato.
Adèle conduce un microbús escolar (alumnos de colegio y de instituto) en la Francia más desconocida, en el altiplano del departamento de l’Ardèche. Observa con atención y curiosidad a “sus chavales”, cómo se relacionan, sus gestos y actitudes. En su trabajo, se encuentra con la dificultad de la carretera de alta montaña en inviernos duros, de intensas ventiscas. Las alusiones a esos adolescentes, sus historias, que ocupan la mayor parte de la narración, son en gran medida una suerte de pretexto, una escaramuza. Porque Adèle, que es la narradora de estos seis días dispersos que van del inicio de curso en septiembre hasta febrero, también habla de sí misma. Habla del tiempo en que vivió en esa misma comarca, cuando era niño, hermano mayor. Habla de su regreso como mujer, diez años después de haberse marchado. Habla de su hermano menor, que no acepta esa mudanza de cuerpo y nombre. Habla de un cazador, que la ama, pero que no sabe. Hacia el final, el mal tiempo, las horas compartidas con los adolescentes en una cueva, las líneas difusas hacia lo que podrá ocurrir o no en su vida.
Lo que hace que Los adolescentes trogloditas sea una novela inteligente es su capacidad para sugerir, su decidida negativa a narrar grandes acciones, pasiones o desgarros. Como en muchas buenas novelas, todo lo que no se dice es también la novela. Con un lenguaje desnudo, despojado, Pagano nos da pistas, narra algunos días de una mujer nacida hombre, huellas de una soledad en ese lugar aislado. Llama la atención la intensidad de algunas descripciones, la naturaleza carnal y abrupta de la montaña. Y, todo el tiempo, la compañía diaria de esos adolescentes que sabe retratar con ternura, esos niños y niñas en viaje a una identidad (de género y de tantas otras cosas) que todavía está por definirse. Sin más.
miércoles, 20 de marzo de 2013
conciencia
¿Podemos, después de todo, dormir tranquilos, nosotros que dormimos en un lugar seguro y cálido?, dijo ella. / Podemos crearnos esa ficción. / ¿La de que dormimos en un lugar seguro y cálido? / Me refiero, dijo él, a la ficción de que podemos dormir tranquilos, incluso a la ficción de que podemos dormir. / ¿Y ellos? / Ellos ya no tienen conciencia, sólo apetito.
miércoles, 13 de marzo de 2013
ni una palabra para decir
Foto: © Michael Ackerman
ce rien qui advenait
à l’instant où tu disparaissais
ce rien qui advenait
à l’instant où je regardais où
tu ne regardais pas
à l’instant où je regardais où
tu n’etais plus
où je n’etais pas
ce rien qui advenait
à l’instant
pas même une parole
pour dire ce rien
Amina Saïd, L'absence l'inachevé, Paris, Éditions de la Différence, 2009.
domingo, 10 de marzo de 2013
Cuatro por cuatro, de Sara Mesa
Cuatro por cuatro
Sara Mesa (1976)
Anagrama, 2012, 272 p.
Está ese internado, el Wybrany College, y está el ulular del cárabo en el frío de la noche, y luego todo lo demás, que yo no voy a contar aquí. Están los de abajo y los de arriba, profesores, empleados, los y las adolescentes, separados bajo un mismo techo. Uno comienza a leer y encuentra un deseo de huir, entramos en el internado y alguien ya se quiere fugar, pero es en vano, y además lo que el lector quiere es adentrarse, conocer, asumiendo todos los riesgos que conlleva el conocimiento. Quedamos atrapados en el colich (como se denomina al internado a lo largo de la novela) igual que los personajes, dejándonos llevar por lo que vamos sabiendo, por lo que se nos cuenta y lo que se calla. Y lo que vamos sabiendo no lo narra una voz totalizadora: son puntos de vista incompletos, como secuencias breves primero; luego el diario de un profesor suplente, y por fin los escritos fragmentarios de otro profesor. Tal vez por eso quedamos atrapados, porque la autora nos obliga a contrastar miradas y hacer conjeturas.
Así es. Por descontado que lo que se narra tiene la fascinación de lo inquietante, pero el mayor logro de Cuatro por cuatro está en la estructura. Las tres partes son muy diferentes entre sí, y sin embargo unidas por un vínculo que se hace evidente poco a poco. En la médula está ese diario de un “mal escritor” que nos sumerge en lo que apenas se dejaba entrever en las primeras páginas, todo un mundo de relaciones viciadas por el poder y la sumisión. Hay una gran elipsis entre la primera y la segunda parte (unos tres años), y luego están otros huecos: dosificación, vacíos, todo lo que falta y que dice tanto como lo que está.
El Wybrany College puede ser aquí y ahora, es cada realidad que oponemos a lo exterior y amenazante, creando un nuevo círculo donde los monstruos están dentro, con relaciones de poder manifiestas u ocultas, con silencios, manipulaciones, falsedades. En ese internado de élite, donde los hijos de las clases dominantes comparten aula con becarios que son hijos de los empleados del centro, donde el fuerte humilla al débil que se hará fuerte para a su vez humillar a otros, el poder alcanza tal refinamiento que no se hace necesario recurrir a la represión directa, sino a formas más sutiles y eficaces de sometimiento. Así lo explica hacia el final una antigua alumna:
“–No. En el colich no nos castigaban nunca. Sólo nos daban discursos, nos modificaban las normas si incumplíamos algo. Lo que había valido hasta entonces, de pronto dejaba de valer; ésa era la táctica. En el fondo era peor. Yo hubiese preferido un castigo.”
El verdadero poder no precisa de la fuerza represora para imponerse cuando domina el arte de la manipulación y sabe crear una realidad que se construye como única posible. Eso, en apariencia tan evidente, es lo que tenemos desde hace tiempo en esta cosa que llaman democracia. Pero me salgo, me salgo (¿me salgo?).
Vuelvo, para ir acabando: Después de El trepanador de cerebros (Tropo Editores, 2010) y Un incendio invisible (Premio Málaga de Novela 2011), a los que se suman otros dos libros de relatos y un poemario, con ésta, su tercera novela, Sara Mesa ha sido finalista al Premio Herralde de 2012. Mucho más que una digna finalista junto a la premiada Karnaval, de Juan Francisco Ferré, Cuatro por cuatro es una novela que (sin pretenderlo, claro está) sirve de contrapunto a la exuberancia paródica de la de Ferré, y que tiene con ella muchos más puntos en común de los que pudiera parecer a simple vista. No voy a compararlas ni a sugerir elección (nada obliga a ello, mejor gozar con la lectura de ambas), son literaturas muy diferentes, pero en las dos se afronta con gran talento el tema del poder y sus abusos. En la novela de Sara Mesa, además, se arranca al lector el estremecimiento: cerrado el libro, todavía se escucha en el frío de la noche el ulular del cárabo.
Sara Mesa (1976)
Anagrama, 2012, 272 p.
Está ese internado, el Wybrany College, y está el ulular del cárabo en el frío de la noche, y luego todo lo demás, que yo no voy a contar aquí. Están los de abajo y los de arriba, profesores, empleados, los y las adolescentes, separados bajo un mismo techo. Uno comienza a leer y encuentra un deseo de huir, entramos en el internado y alguien ya se quiere fugar, pero es en vano, y además lo que el lector quiere es adentrarse, conocer, asumiendo todos los riesgos que conlleva el conocimiento. Quedamos atrapados en el colich (como se denomina al internado a lo largo de la novela) igual que los personajes, dejándonos llevar por lo que vamos sabiendo, por lo que se nos cuenta y lo que se calla. Y lo que vamos sabiendo no lo narra una voz totalizadora: son puntos de vista incompletos, como secuencias breves primero; luego el diario de un profesor suplente, y por fin los escritos fragmentarios de otro profesor. Tal vez por eso quedamos atrapados, porque la autora nos obliga a contrastar miradas y hacer conjeturas.
Así es. Por descontado que lo que se narra tiene la fascinación de lo inquietante, pero el mayor logro de Cuatro por cuatro está en la estructura. Las tres partes son muy diferentes entre sí, y sin embargo unidas por un vínculo que se hace evidente poco a poco. En la médula está ese diario de un “mal escritor” que nos sumerge en lo que apenas se dejaba entrever en las primeras páginas, todo un mundo de relaciones viciadas por el poder y la sumisión. Hay una gran elipsis entre la primera y la segunda parte (unos tres años), y luego están otros huecos: dosificación, vacíos, todo lo que falta y que dice tanto como lo que está.
El Wybrany College puede ser aquí y ahora, es cada realidad que oponemos a lo exterior y amenazante, creando un nuevo círculo donde los monstruos están dentro, con relaciones de poder manifiestas u ocultas, con silencios, manipulaciones, falsedades. En ese internado de élite, donde los hijos de las clases dominantes comparten aula con becarios que son hijos de los empleados del centro, donde el fuerte humilla al débil que se hará fuerte para a su vez humillar a otros, el poder alcanza tal refinamiento que no se hace necesario recurrir a la represión directa, sino a formas más sutiles y eficaces de sometimiento. Así lo explica hacia el final una antigua alumna:
“–No. En el colich no nos castigaban nunca. Sólo nos daban discursos, nos modificaban las normas si incumplíamos algo. Lo que había valido hasta entonces, de pronto dejaba de valer; ésa era la táctica. En el fondo era peor. Yo hubiese preferido un castigo.”
El verdadero poder no precisa de la fuerza represora para imponerse cuando domina el arte de la manipulación y sabe crear una realidad que se construye como única posible. Eso, en apariencia tan evidente, es lo que tenemos desde hace tiempo en esta cosa que llaman democracia. Pero me salgo, me salgo (¿me salgo?).
Vuelvo, para ir acabando: Después de El trepanador de cerebros (Tropo Editores, 2010) y Un incendio invisible (Premio Málaga de Novela 2011), a los que se suman otros dos libros de relatos y un poemario, con ésta, su tercera novela, Sara Mesa ha sido finalista al Premio Herralde de 2012. Mucho más que una digna finalista junto a la premiada Karnaval, de Juan Francisco Ferré, Cuatro por cuatro es una novela que (sin pretenderlo, claro está) sirve de contrapunto a la exuberancia paródica de la de Ferré, y que tiene con ella muchos más puntos en común de los que pudiera parecer a simple vista. No voy a compararlas ni a sugerir elección (nada obliga a ello, mejor gozar con la lectura de ambas), son literaturas muy diferentes, pero en las dos se afronta con gran talento el tema del poder y sus abusos. En la novela de Sara Mesa, además, se arranca al lector el estremecimiento: cerrado el libro, todavía se escucha en el frío de la noche el ulular del cárabo.
Cárabo. Foto: Andrés M. Domínguez
jueves, 7 de marzo de 2013
la edad del limón
la edad del limón
y ese punto de locura
sin sol y sola sólo sueña sal
y ese punto de locura
sin sol y sola sólo sueña sal
miércoles, 27 de febrero de 2013
Body Art, de Don DeLillo
Body Art, 2001
Don DeLillo (1936)
Seix Barral, 2010, 142 p.
Traducción de Gian Castelli
¿Puede calificarse de psicótica a Lauren Hartke, la artista-performer de Body Art? Demasiado previsible: no. Tras el suicidio de su marido, el cineasta Rey Robles, Lauren permanece sola en la casa aislada que ambos han alquilado. Allí se le aparece (¿o aparece?) un misterioso ser que balbucea y maneja una sintaxis rota, entre la que intercala fragmentos de conversaciones entre Lauren y el desaparecido Rey. Y, sin embargo, ese inquietante señor Tuttle (así lo nombra ella: él no comunica nada coherente sobre sí mismo) no parece ni fantasmal ni imaginario: no se sostiene como un espectro del más allá que comunica a Lauren con su difunto marido; ni es un producto creado por su imaginación consciente. La aparición de ese extraño hombrecillo parece entrar en el plano de lo simbólico, es ajena a cualquier voluntad de verosimilitud. Contiene elementos de realidad y de producción mental (más próximo a la esquizofrenia que a la ficción, o acaso como un desdoblamiento de Lauren), y DeLillo sabe jugar con esa ambigüedad y crear la inquietud necesaria en el lector.
El centro de la novela, sin embargo, es Lauren: su experiencia en la casa, pero también su trabajo del cuerpo para crear arte en acción, performance. Y lo que crea esa “artista del cuerpo que se esfuerza por desembarazarse del cuerpo” (en un fragmento narrado como crónica periodística) es la metamorfosis en diferentes seres (seres que son trasunto de otros: de Rey, de la anciana japonesa con la que se cruza en el pueblo, del propio señor Tuttle), mientras un vídeo muestra una carretera de Kotka, Finlandia, a partir de las imágenes recogidas por una webcam que ella suele ver de madrugada en internet: dos carriles, algún coche que cruza la noche helada, nada más: la fugacidad y el tiempo muerto entre dos coches (acontecimientos, seres), la duración de toda la obra, ¿de toda la vida?
Los temas principales de esta novela son la identidad (metamorfosis, sustitución-repetición) y el tiempo, pero su tratamiento es oblicuo: no la acción del tiempo sobre el cuerpo (transcurso de la vida, decrepitud), sino del cuerpo sobre el tiempo: arte. Como indica la crónica de su amiga Mariella, a lo largo de su vida como artista, el cuerpo de Lauren, múltiple y cambiante, ha creado otros cuerpos, otras identidades, se ha transformado en otras y otros (incluso en un hombre embarazado). Sólo al final, en el acto de abrir la ventana al mar, de querer sentir el aire, está la inversión: el deseo o necesidad de sentir el paso del tiempo en su cuerpo, de ser consciente de su identidad.
Esta breve novela está cargada de sugerencias e ideas, proyecta y gira sobre imágenes poderosas, sobre un lenguaje roto que balbucea fragmentos de abismo. Una pieza maestra, tan intensa y genial como Punto omega, y puede que mejor.
Don DeLillo (1936)
Seix Barral, 2010, 142 p.
Traducción de Gian Castelli
¿Puede calificarse de psicótica a Lauren Hartke, la artista-performer de Body Art? Demasiado previsible: no. Tras el suicidio de su marido, el cineasta Rey Robles, Lauren permanece sola en la casa aislada que ambos han alquilado. Allí se le aparece (¿o aparece?) un misterioso ser que balbucea y maneja una sintaxis rota, entre la que intercala fragmentos de conversaciones entre Lauren y el desaparecido Rey. Y, sin embargo, ese inquietante señor Tuttle (así lo nombra ella: él no comunica nada coherente sobre sí mismo) no parece ni fantasmal ni imaginario: no se sostiene como un espectro del más allá que comunica a Lauren con su difunto marido; ni es un producto creado por su imaginación consciente. La aparición de ese extraño hombrecillo parece entrar en el plano de lo simbólico, es ajena a cualquier voluntad de verosimilitud. Contiene elementos de realidad y de producción mental (más próximo a la esquizofrenia que a la ficción, o acaso como un desdoblamiento de Lauren), y DeLillo sabe jugar con esa ambigüedad y crear la inquietud necesaria en el lector.
El centro de la novela, sin embargo, es Lauren: su experiencia en la casa, pero también su trabajo del cuerpo para crear arte en acción, performance. Y lo que crea esa “artista del cuerpo que se esfuerza por desembarazarse del cuerpo” (en un fragmento narrado como crónica periodística) es la metamorfosis en diferentes seres (seres que son trasunto de otros: de Rey, de la anciana japonesa con la que se cruza en el pueblo, del propio señor Tuttle), mientras un vídeo muestra una carretera de Kotka, Finlandia, a partir de las imágenes recogidas por una webcam que ella suele ver de madrugada en internet: dos carriles, algún coche que cruza la noche helada, nada más: la fugacidad y el tiempo muerto entre dos coches (acontecimientos, seres), la duración de toda la obra, ¿de toda la vida?
Los temas principales de esta novela son la identidad (metamorfosis, sustitución-repetición) y el tiempo, pero su tratamiento es oblicuo: no la acción del tiempo sobre el cuerpo (transcurso de la vida, decrepitud), sino del cuerpo sobre el tiempo: arte. Como indica la crónica de su amiga Mariella, a lo largo de su vida como artista, el cuerpo de Lauren, múltiple y cambiante, ha creado otros cuerpos, otras identidades, se ha transformado en otras y otros (incluso en un hombre embarazado). Sólo al final, en el acto de abrir la ventana al mar, de querer sentir el aire, está la inversión: el deseo o necesidad de sentir el paso del tiempo en su cuerpo, de ser consciente de su identidad.
Esta breve novela está cargada de sugerencias e ideas, proyecta y gira sobre imágenes poderosas, sobre un lenguaje roto que balbucea fragmentos de abismo. Una pieza maestra, tan intensa y genial como Punto omega, y puede que mejor.
jueves, 21 de febrero de 2013
despierta
Despierta: han apagado las luces.
Escucha, el rumor viene de lejos: tu abuela ahuyentaba las sombras con refranes e improvisados cuentos que entonces te parecían descabellados y hoy intuyes como prodigios de ingenio. Qué rabia este vacío en el recuerdo, el hueco de las palabras.
Temías al lobo imposible agazapado entre los limoneros.
Y la luna, fulgor en el huerto.
Despierta, despierta.
Qué silencio el viento.
martes, 12 de febrero de 2013
Polvo en el neón, de Carlos Castán
Polvo en el neón
Carlos Castán (1960)
Fotos de Dominique Leyva
Tropo editores, 2012, 96 p.
El viaje. No sólo el que lleva a Quinn desde Springfield, Illinois, hasta un lugar llamado Flagstaff, en Arizona, para cobrar la herencia de su tía Hanna: el otro, el que le lleva a encontrarse consigo mismo; la duración del viaje como proceso de cambio, de búsqueda dentro de sí. El viaje es la proyección hacia atrás y hacia delante, origen y destino en la geografía, pero sobre todo memoria y proyecto. Y ese presente del viaje que supone hacer balance, decidir, romper. Quinn parece estar a mitad de camino de todo, entre dos: mujeres, lugares, modos de vida. Sexo y amor, compañía y soledad. Acaso sólo sea una apariencia y ese estar entre ya se haya cerrado dentro de su cabeza antes de que el lector lo sepa.
El viaje. El de las fotografías de Dominique Leyva, que no son mero soporte de las palabras, sino que entablan un diálogo con ellas, sin que por ello ambas narraciones se entremezclen o cuenten la misma historia. No la fotografía como ilustración: la fotografía como narración paralela. Los moteles, la carretera, la América profunda de la Ruta 66 están en los dos lados, pero ambos circulan sin entorpecerse, sin mezclarse. Y también la fotografía nos cuenta, de otra forma, discontinua y contundente, vacía de todo lo que llena la otra historia: las personas. No hay personas, nadie, en las fotografías de Dominique Leyva. A lo sumo huellas de presencias, alguna sombra. Predominan los lugares, detalles, letreros. Y sin embargo ahí también está latiendo algo, indicios para la imaginación.
El viaje. El del texto que completa al propio texto: esos fragmentos destacados, que son y no son la narración, como una sucesión de voces externas al relato del narrador. Antes de entrar en la lectura pensé que eran fragmentos del propio texto, repetidos en letra mayor. No: son otra forma del viaje, un juego de espejos que aportan nuevos ángulos al relato.
El viaje. El que uno hace en su mundo de referencias. Wim Wenders y Raymond Carver se esconden en algún lado de estas páginas. Las asociaciones no son necesarias, sino libres. Ni siquiera discutibles, porque no son de Carlos Castán sino mías, se dan en la recepción sin pretender acertar. Aquí he vuelto a vivir la experiencia de París, Texas. Es algo más complejo que una mera atmósfera compartida. También he tenido una sensación que me recuerda la lectura de Carver, ahí está ese ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? No creo que haya azar: la pista la da esa misma frase, que Quinn suelta a Jessica poco antes de su separación.
El viaje. Más allá del viaje narrado en el relato y la imagen, me figuro este libro como un viaje doble. El primero, el de Carlos Castán desde el relato a la novela (con sucesivas idas y vueltas futuras, supongo, espero): este año aparece su primera novela, en Destino. El segundo, el de dos editores inconformistas y valientes, que no sólo apuestan por escritores españoles desconocidos (no es, desde luego, el caso de Carlos Castán: es más bien el mío), sino que aún se atreven a editar libros fuera de lo común como éste (y, si tenemos suerte, seguirán haciéndolo).
Ojalá Polvo en el neón se convierta en el librito de culto que merece ser. No por el relato de Carlos Castán por sí solo, por las fotos de Dominique Leyva o por la cuidada edición de Tropo, sino por el conjunto indisociable de las tres cosas.
Carlos Castán (1960)
Fotos de Dominique Leyva
Tropo editores, 2012, 96 p.
El viaje. No sólo el que lleva a Quinn desde Springfield, Illinois, hasta un lugar llamado Flagstaff, en Arizona, para cobrar la herencia de su tía Hanna: el otro, el que le lleva a encontrarse consigo mismo; la duración del viaje como proceso de cambio, de búsqueda dentro de sí. El viaje es la proyección hacia atrás y hacia delante, origen y destino en la geografía, pero sobre todo memoria y proyecto. Y ese presente del viaje que supone hacer balance, decidir, romper. Quinn parece estar a mitad de camino de todo, entre dos: mujeres, lugares, modos de vida. Sexo y amor, compañía y soledad. Acaso sólo sea una apariencia y ese estar entre ya se haya cerrado dentro de su cabeza antes de que el lector lo sepa.
El viaje. El de las fotografías de Dominique Leyva, que no son mero soporte de las palabras, sino que entablan un diálogo con ellas, sin que por ello ambas narraciones se entremezclen o cuenten la misma historia. No la fotografía como ilustración: la fotografía como narración paralela. Los moteles, la carretera, la América profunda de la Ruta 66 están en los dos lados, pero ambos circulan sin entorpecerse, sin mezclarse. Y también la fotografía nos cuenta, de otra forma, discontinua y contundente, vacía de todo lo que llena la otra historia: las personas. No hay personas, nadie, en las fotografías de Dominique Leyva. A lo sumo huellas de presencias, alguna sombra. Predominan los lugares, detalles, letreros. Y sin embargo ahí también está latiendo algo, indicios para la imaginación.
El viaje. El del texto que completa al propio texto: esos fragmentos destacados, que son y no son la narración, como una sucesión de voces externas al relato del narrador. Antes de entrar en la lectura pensé que eran fragmentos del propio texto, repetidos en letra mayor. No: son otra forma del viaje, un juego de espejos que aportan nuevos ángulos al relato.
El viaje. El que uno hace en su mundo de referencias. Wim Wenders y Raymond Carver se esconden en algún lado de estas páginas. Las asociaciones no son necesarias, sino libres. Ni siquiera discutibles, porque no son de Carlos Castán sino mías, se dan en la recepción sin pretender acertar. Aquí he vuelto a vivir la experiencia de París, Texas. Es algo más complejo que una mera atmósfera compartida. También he tenido una sensación que me recuerda la lectura de Carver, ahí está ese ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? No creo que haya azar: la pista la da esa misma frase, que Quinn suelta a Jessica poco antes de su separación.
El viaje. Más allá del viaje narrado en el relato y la imagen, me figuro este libro como un viaje doble. El primero, el de Carlos Castán desde el relato a la novela (con sucesivas idas y vueltas futuras, supongo, espero): este año aparece su primera novela, en Destino. El segundo, el de dos editores inconformistas y valientes, que no sólo apuestan por escritores españoles desconocidos (no es, desde luego, el caso de Carlos Castán: es más bien el mío), sino que aún se atreven a editar libros fuera de lo común como éste (y, si tenemos suerte, seguirán haciéndolo).
Ojalá Polvo en el neón se convierta en el librito de culto que merece ser. No por el relato de Carlos Castán por sí solo, por las fotos de Dominique Leyva o por la cuidada edición de Tropo, sino por el conjunto indisociable de las tres cosas.
jueves, 7 de febrero de 2013
un pasmo
A veces, pero no siempre, encontramos en la mejor literatura ideas y palabras que hablan de nuestra propia vida. Es un momento de absoluto pasmo: está hablando de mí, nos dice una voz que antecede al pensamiento. Como si. Hoy mismo, en la novela que estoy leyendo, he encontrado este párrafo que retrata el momento en que me encuentro, la temible definición incluida:
"Dentro de cien días, más o menos, cumpliría cuarenta años. Ésa era la edad de su padre. Su padre tenía cuarenta años, sus tíos. Siempre tendrían cuarenta años, mirándolo de soslayo. ¿Cómo era posible que él estuviera a punto de convertirse en alguien de clara y diferenciable definición, marido y padre, finalmente, ocupando una habitación en tres dimensiones, al modo de sus padres?"
Don DeLillo, El hombre del salto, Seix Barral, 2007 (traducción de Ramón Buenaventura).
(No hay, por otra parte, más puntos en común con el personaje de Keith, dicho sea de paso.)
"Dentro de cien días, más o menos, cumpliría cuarenta años. Ésa era la edad de su padre. Su padre tenía cuarenta años, sus tíos. Siempre tendrían cuarenta años, mirándolo de soslayo. ¿Cómo era posible que él estuviera a punto de convertirse en alguien de clara y diferenciable definición, marido y padre, finalmente, ocupando una habitación en tres dimensiones, al modo de sus padres?"
Don DeLillo, El hombre del salto, Seix Barral, 2007 (traducción de Ramón Buenaventura).
(No hay, por otra parte, más puntos en común con el personaje de Keith, dicho sea de paso.)
miércoles, 6 de febrero de 2013
cá fora
Abre a porta e caminha
Cá fora
Na nitidez salina do real
Sophia de Mello Breyner Andresen, Musa, 1994.
(Hoy, sin buscarlo, he vuelto a leer a Sophia de Mello, sorprendido de nuevo por su contundencia. ¿Sin buscarlo? A veces el azar de los ojos recorriendo los lomos de los libros hasta detenerse donde no se esperaba contiene una necesidad.)
Cá fora
Na nitidez salina do real
Sophia de Mello Breyner Andresen, Musa, 1994.
(Hoy, sin buscarlo, he vuelto a leer a Sophia de Mello, sorprendido de nuevo por su contundencia. ¿Sin buscarlo? A veces el azar de los ojos recorriendo los lomos de los libros hasta detenerse donde no se esperaba contiene una necesidad.)
lunes, 4 de febrero de 2013
Vida y época de Michael K, de Coetzee
Vida y época de Michael K, 1983
J.M. Coetzee (1940)
Mondadori, 2006, 188 p.
Traducción de Concha Manella
Como ocurre con la obra de algunos de los escritores que más valoro, las novelas de Coetzee reflejan una diversidad de intereses o necesidades expresivas que hacen del conjunto de la obra un árbol con sus ramas principales a menudo divergentes, sus ramas secundarias, entrecruzamientos y raíz común. El estómago y la mirada de Coetzee está siempre allí, pero es cierto que, por ejemplo, Vida y época de Michael K o Desgracia ocupan un lugar de su espacio literario, y las más o menos autobiográficas (dado que Verano juega más que Infancia o Juventud) ocupan otro muy distinto. Ambos territorios me parecen interesantes por razones diferentes, pero, al menos ahora, me siento más cerca de novelas como Desgracia y esta que comento a continuación.
En Vida y época de Michael K el título nos plantea ya una trampa. No, no se trata de contar la vida de ese Michael K y la época en que vivió. De lo que se trata es de cómo se conjuga esa vida –no la biografía (en la novela, al margen de los recuerdos, no trascurren más de tres años), sino la vida misma– en relación con la época, con el tiempo histórico en el que se inserta y que necesariamente la condiciona. Porque precisamente lo que desarrolla la novela es una relación dialéctica, conflictiva, entre el hombre y su tiempo: Michael K quiere escapar de esa época, del tiempo histórico en el que ese cuerpo endeble y tenaz parece no tener lugar.
Porque detrás de ese hombre marcado por su aspecto de pobre diablo, por ese labio leporino que despierta lástima o rechazo, hay toda una historia de encierros y tentativas de escape. El paso por el orfanato Huis Norenius lo ha dejado marcado y, desde entonces, apegado a su madre, ha trabajado como jardinero. En una Sudáfrica asolada por la guerra civil, donde se suceden controles y limitaciones a la movilidad de la población, trata de viajar (primera huida) con su madre enferma desde Ciudad del Cabo a la granja donde donde ella creció, en el Karoo. En el duro viaje, la madre muere, y Michael deambula con sus cenizas hasta Prince Albert, el pueblo donde está la supuesta granja. El lugar está abandonado por la familia de propietarios, pero, tras enterrar las cenizas, Michael K decide permanecer allí. La llegada de un nieto de los propietarios, refugiado tras desertar, le hace huir a las montañas, donde sobrevive a duras penas. Después llega el primer internamiento forzoso (o el segundo, si se cuenta la infancia en el orfanato) en un campamento, del que escapa para regresar a la granja. Allí se instala de nuevo con la intención de permanecer indefinidamente, pero no en la casa: excava un habitáculo donde vivir, y entrega todas sus fuerzas al cultivo de calabazas que riega con agua del pozo. Esa es su forma de afrontar su época: crear un agujero, cultivar calabazas. Ni siquiera las calabazas son su sustento diario; apenas se alimenta, y lo hace con las más ínfimas miserias de la tierra, raíces, bayas, incluso lagartijas.
La segunda parte, sin embargo, no está relatada por un narrador en tercera persona próximo a él, sino por el médico que le cuida en un centro de reeducación (se le acusa de aportar alimento a los rebeldes y de colaborar con ellos). Ese médico se obstina en comprenderlo, en ayudarle y alimentarlo, pero fracasa en su empeño, puesto que el obstinado Michael K acaba por escapar también de allí.
La impresión que puede tener el lector es la de un personaje en la frontera de la razón, alguien próximo a la locura o al retraso mental. O la de un personaje à la Beckett, también. Pero detrás de sus sucesivos internamientos y escapadas, sin que afloren los parámetros claros de la época y del conflicto de ese periodo, está una guerra que no es la suya, que él no puede asumir sino como una imposición externa y odiosa. Su agujero no puede compararse con el de un topo que se esconde de una dictadura o de un enemigo, su huida constante no es la del disidente clandestino. Es un agujero contra una realidad incomprensible y hostil, contra el ahora opresivo, ese gran encierro del que no se puede escapar. Es Beckett, sí, pero sobre todo es Kafka.
J.M. Coetzee (1940)
Mondadori, 2006, 188 p.
Traducción de Concha Manella
Como ocurre con la obra de algunos de los escritores que más valoro, las novelas de Coetzee reflejan una diversidad de intereses o necesidades expresivas que hacen del conjunto de la obra un árbol con sus ramas principales a menudo divergentes, sus ramas secundarias, entrecruzamientos y raíz común. El estómago y la mirada de Coetzee está siempre allí, pero es cierto que, por ejemplo, Vida y época de Michael K o Desgracia ocupan un lugar de su espacio literario, y las más o menos autobiográficas (dado que Verano juega más que Infancia o Juventud) ocupan otro muy distinto. Ambos territorios me parecen interesantes por razones diferentes, pero, al menos ahora, me siento más cerca de novelas como Desgracia y esta que comento a continuación.
En Vida y época de Michael K el título nos plantea ya una trampa. No, no se trata de contar la vida de ese Michael K y la época en que vivió. De lo que se trata es de cómo se conjuga esa vida –no la biografía (en la novela, al margen de los recuerdos, no trascurren más de tres años), sino la vida misma– en relación con la época, con el tiempo histórico en el que se inserta y que necesariamente la condiciona. Porque precisamente lo que desarrolla la novela es una relación dialéctica, conflictiva, entre el hombre y su tiempo: Michael K quiere escapar de esa época, del tiempo histórico en el que ese cuerpo endeble y tenaz parece no tener lugar.
Porque detrás de ese hombre marcado por su aspecto de pobre diablo, por ese labio leporino que despierta lástima o rechazo, hay toda una historia de encierros y tentativas de escape. El paso por el orfanato Huis Norenius lo ha dejado marcado y, desde entonces, apegado a su madre, ha trabajado como jardinero. En una Sudáfrica asolada por la guerra civil, donde se suceden controles y limitaciones a la movilidad de la población, trata de viajar (primera huida) con su madre enferma desde Ciudad del Cabo a la granja donde donde ella creció, en el Karoo. En el duro viaje, la madre muere, y Michael deambula con sus cenizas hasta Prince Albert, el pueblo donde está la supuesta granja. El lugar está abandonado por la familia de propietarios, pero, tras enterrar las cenizas, Michael K decide permanecer allí. La llegada de un nieto de los propietarios, refugiado tras desertar, le hace huir a las montañas, donde sobrevive a duras penas. Después llega el primer internamiento forzoso (o el segundo, si se cuenta la infancia en el orfanato) en un campamento, del que escapa para regresar a la granja. Allí se instala de nuevo con la intención de permanecer indefinidamente, pero no en la casa: excava un habitáculo donde vivir, y entrega todas sus fuerzas al cultivo de calabazas que riega con agua del pozo. Esa es su forma de afrontar su época: crear un agujero, cultivar calabazas. Ni siquiera las calabazas son su sustento diario; apenas se alimenta, y lo hace con las más ínfimas miserias de la tierra, raíces, bayas, incluso lagartijas.
La segunda parte, sin embargo, no está relatada por un narrador en tercera persona próximo a él, sino por el médico que le cuida en un centro de reeducación (se le acusa de aportar alimento a los rebeldes y de colaborar con ellos). Ese médico se obstina en comprenderlo, en ayudarle y alimentarlo, pero fracasa en su empeño, puesto que el obstinado Michael K acaba por escapar también de allí.
La impresión que puede tener el lector es la de un personaje en la frontera de la razón, alguien próximo a la locura o al retraso mental. O la de un personaje à la Beckett, también. Pero detrás de sus sucesivos internamientos y escapadas, sin que afloren los parámetros claros de la época y del conflicto de ese periodo, está una guerra que no es la suya, que él no puede asumir sino como una imposición externa y odiosa. Su agujero no puede compararse con el de un topo que se esconde de una dictadura o de un enemigo, su huida constante no es la del disidente clandestino. Es un agujero contra una realidad incomprensible y hostil, contra el ahora opresivo, ese gran encierro del que no se puede escapar. Es Beckett, sí, pero sobre todo es Kafka.
jueves, 24 de enero de 2013
Karnaval, de Juan Francisco Ferré
Karnaval
Juan Francisco Ferré (1962)
Anagrama, 2012, 534 p.
“La realidad es la que mancha y degrada nuestros sueños más sublimes, pero la realidad es lo que tenemos, por más sucia que nos parezca, la realidad es nuestro único patrimonio fiable, los sueños ni siquiera nos pertenecen, son falsos, hipócritas, infundados, como los valores y los ideales de los rabinos y los sacerdotes, esos falsos valores con que juzgamos todo el tiempo la realidad de la vida sin entender sus leyes. La indecencia, la obscenidad, la impureza, la corrupción, el compromiso, la inmoralidad, eso es la vida, eso es la realidad, aunque no nos guste reconocerlo. No olvide esto. Así va todo lo demás. También en política, por si le interesa conocer mi opinión en estos momentos críticos.”
Quien supuestamente afirma lo anterior no es Juan Francisco Ferré a través de un narrador, sino un Philip Roth apócrifo en la novela de Ferré. Esa definición de la realidad (que también podría ser una declaración de principios) en gran medida impregna las páginas de Karnaval: la de una realidad obscena, corrupta e inmoral. El enfoque sobre ese realismo podría llevarse a cabo de diversas formas, y aquí se hace desde la parodia, la sátira y lo grotesco, desde la fabulación, a veces de forma histriónica, a veces con ironía y espíritu lúdico. Porque en esta novela se juega mucho, y se hace de forma diversa: los personajes se camuflan y enmascaran, las voces se multiplican, se pasa de lo ensayístico a lo onírico, se parte de una noticia real (y también se juega con las versiones periodísticas del caso real), se divide la sucesión de capítulos con un documental ficticio, y se llega a rozar la distopía.
Me he acercado a esta novela por varias razones. Fundamentalmente, porque sigo con interés variable el blog del autor, porque me gustó su novela La fiesta del asno (DVD, 2005), y todavía más sus reflexiones sobre el realismo de Mímesis y simulacro (EDA, 2011). Pero también porque el escándalo de Dominique Strauss-Kahn me interesó en su momento, quizá porque todavía tenía reciente mi año en Francia y conocía al personaje más allá de su cargo de presidente del FMI. Suponía (y esperaba) –ahora lo sé con certeza– que éste no es un libro “sobre” ese caso, sino que lo toma como pretexto para una ficción compleja y polifacética. El premio Herralde, por su parte, no ha sido una razón de peso para la lectura (no soy lector de premiados, y hasta no hace mucho apenas leía novedades), aunque me parece que premiar esta novela ha supuesto una digna ruptura de la consabida inercia del premio al nombre sobre el premio a la obra literaria que, me temo, será fenómeno casual y efímero.
Así pues, entrando en materia, sería demasiado reduccionista definir esta novela como una reflexión o juego literario sobre las relaciones entre sexo y poder, o incluso entre sexo y capitalismo. Es eso y mucho más. Empezando por el protagonista, demoninado DK o dios K, que no es, no puede ser un reflejo ficticio del DSK que dirigía el Fondo Monetario y que podría haber sido presidente de Francia, sino una construcción libre a partir de él. Y, sin embargo, por muy carnavalesco e inverosímil que sea cuanto forja la imaginación de Ferré, lo bueno es que el lector (al menos, este lector) sigue poniéndole al dios K las facciones de DSK, ese tipo chaparro de encantos (muy) ocultos. Solo que ahora al real se le dibuja una mueca lúbrica que antes apenas se intuía tras la máscara del poderoso arquetipo de la gauche caviar. He escrito inverosímil, porque así me lo parece, y no hay nada malo en ello. Para empezar, nada más lejos del pensamiento del modelo real (DSK) que una crítica al sistema capitalista como la que llega a hacer en determinados momentos de la novela el personaje ficticio (el dios K). Esta podía ser una clave de este realismo desacomplejado, la certidumbre de que toda idea de verosimilitud (es decir, que todo funcione según la lógica de la realidad, de forma mimética) es superflua. Porque además la propia realidad es inasible, está mediatizada y manipulada, de modo que resultaría banal en términos literarios tratar de ser verosímil, al menos aquí.
En Karnaval, lejos de pretender reconstruir el caso real, se juega a reconstruirlo, construyendo otra cosa mediante un rico y variado muestrario de versiones, iniquidades, reconstrucciones burlescas, etcétera. En sus más de quinientas páginas se suceden peripecias lúbricas y políticas, puntos de vista enfrentados, narradores (aunque predominan el narrador en tercera persona y el propio dios K), géneros (la narración se mezcla con las cartas a los grandes hombres y mujeres del planeta y con los jugosos testimonios ficticios del documental El agujero y el gusano), análisis económico y tono ensayístico, incluso ficción histórica (la visita de DK acompañando a François Miterrand al Berlín comunista narrada a un supuesto Emilio Botín), entre muchas otras cosas. La diversidad de tonos es también una variedad de enfoques, a menudo fragmentaria y en gran medida autónoma, lo cual a veces pone tablachos al libre fluir de la novela. De los 46 capítulos, unos pocos me han parecido prescindibles, por no aportar nada al conjunto ni resultarme especialmente brillantes, aunque son minoría. Otros, por el contrario, son piezas excelentes. Entre ellos, la simbiosis de erotismo y economía política del “DK 16 Masaje revolucionario”, o la epístola a Jean-Claude Trichet. De especial relevancia me parece el capítulo “DK 23 El maravilloso mago de Omaha”, donde se hallan algunas reflexiones políticas muy certeras en relación a la crisis económica mundial, en una conversación entre el misterioso Doctor Edison (el hombre más poderoso del mundo) y el dios K:
“—Lo entenderá antes de lo que piensa. Ya verá. No desespere. ¿O es usted otro de los que se han tragado los mitos y mentiras de la crisis? Verá, en la guerra fría creamos de la nada toda una mitología adecuada a nuestros intereses. Hemos tardado mucho en revisar sus errores y encontrar otra nueva con que sustituirla. La crisis financiera mundial, con todas sus ramificaciones y secuelas privadas, es uno de sus componentes narrativos más imprevistos y gratificantes. Un verdadero golpe de genio estratégico, infinitamente más efectivo en el inconsciente universal que la añagaza del terrorismo jihadista…”
(…)
“—No me diga que la idea no es brillante. Organizar a la vista de todos, sin disimulo, una fuga de capitales impresionante, una transferencia multimillonaria de los bolsillos esquilmados de la clase media a las bolsas repletas de los más ricos, haciéndola pasar por bancarrota del sistema bancario y financiero. El mayor atraco de la historia, el más limpio, además, sin rehenes ni tiros ni derramamiento de sangre. Era necesario, por diversas razones que a usted no se le escapan, poner nuestro dinero a buen recaudo, ¿dónde mejor que en las cámaras acorazadas de los millonarios de este país?”
La estructura de la novela es simétrica, y en ella el documental ficticio actúa como bisagra, lo cual atenúa esa discontinuidad a que aludía antes y que puede, en determinado momento, desalentar al lector. El documental, supuestamente filmado por Chantal LeBlanc y titulado El agujero y el gusano, ocupa las páginas centrales del libro, como un eje que ordena lo demás, pero también como un paréntesis que permite tomar aire. Los testimonios ficticios de intelectuales y escritores se suceden de forma intercalada, como suele ocurrir en muchos documentales. Así, Ferré se apropia del discurso de ellos y ellas, lo manipula a su antojo, para hacerles reflexionar sobre el caso DK y temas aledaños. De especial interés, para mí, son de los de Philip Roth, Slavoj Zizek, Michel Houellebecq y Michel Onfray. Algunos resultan especialmente jugosos, y muestran cómo Juan Francisco Ferré no es sólo irreverente con el orden establecido, sino que incluso también juega a subvertir lo previsible en relación con los propios entrevistados, independientemente de que sienta afinidad por ellos. Así, por ejemplo, Houellebecq se nos muestra en la catedral de Notre-Dame de París, o Zizek ante una mesa de operaciones. Incluso subvierte la actitud de pensadores que cuestionan el relato de realidad tal y como se ha organizado desde siempre. Es el caso del testimonio de Judith Butler, la pensadora feminista, a quien se representa en una sala de striptease, introduciendo con gesto pícaro un billete en las bragas de una chica.
Leyendo Karnaval se entra en una fértil simbiosis entre la tradición heterodoxa hispánica (desde la novela picaresca, La Celestina o La lozana andaluza y Cervantes hasta Juan Goytisolo) y la novela norteamericana posmoderna. Hay, claro, otros entrecruzamientos y referencias (Sade, Buñuel). Por mi parte, he sentido (porque me parece más una sensación que una relación manifiesta) que también hay ciertos modos y humores comunes con algunas novelas de Julián Ríos, desde Larva, donde el peso recaía en una carnavalesca invención lingüística, hasta el más narrativo Puente de Alma, donde Ríos se recreaba en torno a Diana de Gales y su muerte en París.
En Karnaval de Juan Francisco Ferré se da una relectura de la realidad desde el ingenio y la imaginación más ácida, pero también desde un pensamiento crítico que sobrevuela los excesos para recordarnos que esta novela no puede quedar limitada al género satírico. Que, a pesar de todo, todavía la novela (esta, otras) tiene mucho que decir sobre la realidad, para cuestionar la lectura de la misma que nos cuentan como única posible. Podrá gustar más o menos, no es una novela complaciente, pero sí me parece una novela grande, una novela que va a quedar.
Juan Francisco Ferré (1962)
Anagrama, 2012, 534 p.
“La realidad es la que mancha y degrada nuestros sueños más sublimes, pero la realidad es lo que tenemos, por más sucia que nos parezca, la realidad es nuestro único patrimonio fiable, los sueños ni siquiera nos pertenecen, son falsos, hipócritas, infundados, como los valores y los ideales de los rabinos y los sacerdotes, esos falsos valores con que juzgamos todo el tiempo la realidad de la vida sin entender sus leyes. La indecencia, la obscenidad, la impureza, la corrupción, el compromiso, la inmoralidad, eso es la vida, eso es la realidad, aunque no nos guste reconocerlo. No olvide esto. Así va todo lo demás. También en política, por si le interesa conocer mi opinión en estos momentos críticos.”
Quien supuestamente afirma lo anterior no es Juan Francisco Ferré a través de un narrador, sino un Philip Roth apócrifo en la novela de Ferré. Esa definición de la realidad (que también podría ser una declaración de principios) en gran medida impregna las páginas de Karnaval: la de una realidad obscena, corrupta e inmoral. El enfoque sobre ese realismo podría llevarse a cabo de diversas formas, y aquí se hace desde la parodia, la sátira y lo grotesco, desde la fabulación, a veces de forma histriónica, a veces con ironía y espíritu lúdico. Porque en esta novela se juega mucho, y se hace de forma diversa: los personajes se camuflan y enmascaran, las voces se multiplican, se pasa de lo ensayístico a lo onírico, se parte de una noticia real (y también se juega con las versiones periodísticas del caso real), se divide la sucesión de capítulos con un documental ficticio, y se llega a rozar la distopía.
Me he acercado a esta novela por varias razones. Fundamentalmente, porque sigo con interés variable el blog del autor, porque me gustó su novela La fiesta del asno (DVD, 2005), y todavía más sus reflexiones sobre el realismo de Mímesis y simulacro (EDA, 2011). Pero también porque el escándalo de Dominique Strauss-Kahn me interesó en su momento, quizá porque todavía tenía reciente mi año en Francia y conocía al personaje más allá de su cargo de presidente del FMI. Suponía (y esperaba) –ahora lo sé con certeza– que éste no es un libro “sobre” ese caso, sino que lo toma como pretexto para una ficción compleja y polifacética. El premio Herralde, por su parte, no ha sido una razón de peso para la lectura (no soy lector de premiados, y hasta no hace mucho apenas leía novedades), aunque me parece que premiar esta novela ha supuesto una digna ruptura de la consabida inercia del premio al nombre sobre el premio a la obra literaria que, me temo, será fenómeno casual y efímero.
Así pues, entrando en materia, sería demasiado reduccionista definir esta novela como una reflexión o juego literario sobre las relaciones entre sexo y poder, o incluso entre sexo y capitalismo. Es eso y mucho más. Empezando por el protagonista, demoninado DK o dios K, que no es, no puede ser un reflejo ficticio del DSK que dirigía el Fondo Monetario y que podría haber sido presidente de Francia, sino una construcción libre a partir de él. Y, sin embargo, por muy carnavalesco e inverosímil que sea cuanto forja la imaginación de Ferré, lo bueno es que el lector (al menos, este lector) sigue poniéndole al dios K las facciones de DSK, ese tipo chaparro de encantos (muy) ocultos. Solo que ahora al real se le dibuja una mueca lúbrica que antes apenas se intuía tras la máscara del poderoso arquetipo de la gauche caviar. He escrito inverosímil, porque así me lo parece, y no hay nada malo en ello. Para empezar, nada más lejos del pensamiento del modelo real (DSK) que una crítica al sistema capitalista como la que llega a hacer en determinados momentos de la novela el personaje ficticio (el dios K). Esta podía ser una clave de este realismo desacomplejado, la certidumbre de que toda idea de verosimilitud (es decir, que todo funcione según la lógica de la realidad, de forma mimética) es superflua. Porque además la propia realidad es inasible, está mediatizada y manipulada, de modo que resultaría banal en términos literarios tratar de ser verosímil, al menos aquí.
En Karnaval, lejos de pretender reconstruir el caso real, se juega a reconstruirlo, construyendo otra cosa mediante un rico y variado muestrario de versiones, iniquidades, reconstrucciones burlescas, etcétera. En sus más de quinientas páginas se suceden peripecias lúbricas y políticas, puntos de vista enfrentados, narradores (aunque predominan el narrador en tercera persona y el propio dios K), géneros (la narración se mezcla con las cartas a los grandes hombres y mujeres del planeta y con los jugosos testimonios ficticios del documental El agujero y el gusano), análisis económico y tono ensayístico, incluso ficción histórica (la visita de DK acompañando a François Miterrand al Berlín comunista narrada a un supuesto Emilio Botín), entre muchas otras cosas. La diversidad de tonos es también una variedad de enfoques, a menudo fragmentaria y en gran medida autónoma, lo cual a veces pone tablachos al libre fluir de la novela. De los 46 capítulos, unos pocos me han parecido prescindibles, por no aportar nada al conjunto ni resultarme especialmente brillantes, aunque son minoría. Otros, por el contrario, son piezas excelentes. Entre ellos, la simbiosis de erotismo y economía política del “DK 16 Masaje revolucionario”, o la epístola a Jean-Claude Trichet. De especial relevancia me parece el capítulo “DK 23 El maravilloso mago de Omaha”, donde se hallan algunas reflexiones políticas muy certeras en relación a la crisis económica mundial, en una conversación entre el misterioso Doctor Edison (el hombre más poderoso del mundo) y el dios K:
“—Lo entenderá antes de lo que piensa. Ya verá. No desespere. ¿O es usted otro de los que se han tragado los mitos y mentiras de la crisis? Verá, en la guerra fría creamos de la nada toda una mitología adecuada a nuestros intereses. Hemos tardado mucho en revisar sus errores y encontrar otra nueva con que sustituirla. La crisis financiera mundial, con todas sus ramificaciones y secuelas privadas, es uno de sus componentes narrativos más imprevistos y gratificantes. Un verdadero golpe de genio estratégico, infinitamente más efectivo en el inconsciente universal que la añagaza del terrorismo jihadista…”
(…)
“—No me diga que la idea no es brillante. Organizar a la vista de todos, sin disimulo, una fuga de capitales impresionante, una transferencia multimillonaria de los bolsillos esquilmados de la clase media a las bolsas repletas de los más ricos, haciéndola pasar por bancarrota del sistema bancario y financiero. El mayor atraco de la historia, el más limpio, además, sin rehenes ni tiros ni derramamiento de sangre. Era necesario, por diversas razones que a usted no se le escapan, poner nuestro dinero a buen recaudo, ¿dónde mejor que en las cámaras acorazadas de los millonarios de este país?”
La estructura de la novela es simétrica, y en ella el documental ficticio actúa como bisagra, lo cual atenúa esa discontinuidad a que aludía antes y que puede, en determinado momento, desalentar al lector. El documental, supuestamente filmado por Chantal LeBlanc y titulado El agujero y el gusano, ocupa las páginas centrales del libro, como un eje que ordena lo demás, pero también como un paréntesis que permite tomar aire. Los testimonios ficticios de intelectuales y escritores se suceden de forma intercalada, como suele ocurrir en muchos documentales. Así, Ferré se apropia del discurso de ellos y ellas, lo manipula a su antojo, para hacerles reflexionar sobre el caso DK y temas aledaños. De especial interés, para mí, son de los de Philip Roth, Slavoj Zizek, Michel Houellebecq y Michel Onfray. Algunos resultan especialmente jugosos, y muestran cómo Juan Francisco Ferré no es sólo irreverente con el orden establecido, sino que incluso también juega a subvertir lo previsible en relación con los propios entrevistados, independientemente de que sienta afinidad por ellos. Así, por ejemplo, Houellebecq se nos muestra en la catedral de Notre-Dame de París, o Zizek ante una mesa de operaciones. Incluso subvierte la actitud de pensadores que cuestionan el relato de realidad tal y como se ha organizado desde siempre. Es el caso del testimonio de Judith Butler, la pensadora feminista, a quien se representa en una sala de striptease, introduciendo con gesto pícaro un billete en las bragas de una chica.
Leyendo Karnaval se entra en una fértil simbiosis entre la tradición heterodoxa hispánica (desde la novela picaresca, La Celestina o La lozana andaluza y Cervantes hasta Juan Goytisolo) y la novela norteamericana posmoderna. Hay, claro, otros entrecruzamientos y referencias (Sade, Buñuel). Por mi parte, he sentido (porque me parece más una sensación que una relación manifiesta) que también hay ciertos modos y humores comunes con algunas novelas de Julián Ríos, desde Larva, donde el peso recaía en una carnavalesca invención lingüística, hasta el más narrativo Puente de Alma, donde Ríos se recreaba en torno a Diana de Gales y su muerte en París.
En Karnaval de Juan Francisco Ferré se da una relectura de la realidad desde el ingenio y la imaginación más ácida, pero también desde un pensamiento crítico que sobrevuela los excesos para recordarnos que esta novela no puede quedar limitada al género satírico. Que, a pesar de todo, todavía la novela (esta, otras) tiene mucho que decir sobre la realidad, para cuestionar la lectura de la misma que nos cuentan como única posible. Podrá gustar más o menos, no es una novela complaciente, pero sí me parece una novela grande, una novela que va a quedar.
martes, 22 de enero de 2013
la canción de la lluvia
Ya arranco, voy. Pero cómo decírselo al oso Yuri, con lo sensible que se pone en estos casos y la mala sangre que rezuma. Cómo voy a decirle que el manco ya no va a hablar, pero que estaba además esa niña que yo no había visto nunca. Cómo hacerle creer que la niña surgió del vapor del charco, que se hizo cuerpo desde una niebla que no estaba allí antes, junto a ese pobre idiota del manco. Todavía no. Me estoy acercando demasiado al chalet de Yuri y al momento de las explicaciones: en el próximo cruce giro a la derecha. Conduzco en círculos, escucho esta canción de la lluvia y ahí fuera gotea esa música de nubes que no oigo. La nube. Nadie va a creer que, en el momento de arrojar la cerilla sobre el charco de gasolina a los pies del manco, de una nube de vapor o de gas haya aparecido esa niña con la mano cóncava junto a la boca, como si quisiera susurrarle a ese soplón su último secreto. Más despacio, todavía más despacio. Que esta canción dure siempre. Que al abrir el maletero ya no esté ese pequeño cuerpo calcinado, sino un vapor que se escape por el aire.
domingo, 6 de enero de 2013
Aprender a terminar, de Laurent Mauvignier
Aprender a terminar, 2000
Laurent Mauvignier
Pasos Perdidos, 2012, 125 p.
Traducción de Santiago Martín Bermúdez
Hace unas semanas publiqué aquí unas notas sobre cuatro novelas de Mauvignier, un autor del que me siento próximo y que me gusta mucho. Allí lamentaba que sólo se hubiese traducido una de sus novelas (la mejor, hasta ahora), Hombres, y que el resto permaneciera inaccesible para los lectores en español. La editorial Pasos Perdidos me escribió para comunicarme que precisamente acaban de publicar la traducción de su segunda novela, Aprender a terminar (Apprendre à finir, Les Éditions de Minuit, 2000), lo que es una excelente noticia. Amablemente me enviaron un ejemplar y, como no es algo que me pase habitualmente (no soy crítico literario profesional ni aspiro a serlo, aunque seguiré compartiendo algunas de mis lecturas), devuelvo el gesto con unas impresiones de mi lectura.
En Aprender a terminar, una mujer narra su impotencia ante la infidelidad y el desprecio de su marido. La novela, lejos de lo que puede indicar el título, no narra una separación, aunque haya efectivamente una ruptura, una toma de conciencia del fin de una relación de pareja. En ese sentido, el título parece más un deseo que un hecho narrable: la ruptura real, la separación de ambos, podría llegar después de acabada la novela, pero eso no se narra, y acaso no importa. Lo que Mauvignier disecciona y analiza, a través de ese monólogo interior, es todo un proceso de sumisión y autoengaño, una apertura progresiva a la implacable realidad de tantas parejas, la fragilidad de lo que se consideraba sólido y duradero, los silencios, las renuncias, las simulaciones, los compromisos que encadenan y las miserias y violencia cotidianas.
En el inicio, la narradora cuenta cómo espera el regreso de su marido del hospital. Así, la novela parte de una aparente fisura: un accidente de automóvil que ha dejado a su marido maltrecho y a su cuidado. Sin embargo, el accidente no trae consigo una mudanza interior, una fisura real: no modifica el rechazo del marido hacia ella, ni pone fin a la relación que éste mantiene con otra mujer. Él, sencillamente, está imposibilitado para volver a hacer sus escapadas. Esa imposibilidad crea en ella la ilusión de que todo puede cambiar, de que con su cuidado y apoyo ella puede intentar modificar algo, volver a ser una pareja, un nosotros, más allá de dos seres que viven bajo el mismo techo con sus dos hijos. Ahí comienzan las esperanzas rotas, los recuerdos de cuando todo era diáfano y hermoso, pero también de los celos y la crueldad de ese hombre incapaz de romper, de terminar. Tan incapaz como ella misma.
La voz narradora, como ocurre en el resto de libros de Mauvignier, no busca imitar los registros previsibles de un ama de casa. Es un discurso complejo narrado con un ritmo y un estilo trabajados, un aliento y un ritmo que en algunos pasajes recuerdan (¿más que en otras de sus novelas?) la prosa hipnótica de Thomas Bernhard. Más allá de esta impresión (que no afecta a las preocupaciones de ambos autores, en modo alguno asimilables), Mauvignier realiza un trabajo sobrio e implacable, dentro de un realismo que, sin buscar la denuncia como fin literario, la contiene mediante la propia exposición de la desgracia como fuente de denuncia en sí misma. Concluyo con un fragmento:
“Porque ellos sabían perfectamente que nos desgarrábamos en la cocina, que nos arañábamos, sabían perfectamente de nuestras voces y de los jadeos sofocados, no se van a olvidar, ahora lo sé: las manos, las uñas que acudían a apoyar los insultos, las manos que acudían cuando ya no valía la pena abrir la boca, cuando la presencia del uno frente al otro era lo único que podíamos oír en esos momentos, y luchábamos, y ellos nos veían luchar, sabían que luchábamos a muerte, escupiendo, he sabido después por ellos lo terrorífico que era aquello, el mayor cogía a su hermano y se lo llevaba a la escalera, al cuarto de la caldera, lo llevaba en brazos y le escondía la cabeza, al más pequeño, también para que no oyera desde la salida del aire lo que él sí quería oír, en caso de que, hasta con su miedo, con los labios mordidos, los dientes apretados y las mandíbulas doloridas, con el pavor de ese preciso momento en que habría tenido que subir, dejar al pequeño abajo y correr por el pasillo, subir la escalera de cemento para encontrarse en la cocina con la sangre que al otro le salía del labio, con el miedo en las tripas de tenernos que separar, de arrancarnos uno del otro, encontrarse con nosotros que no sabíamos terminar el uno con el otro, terminar con eso, con nosotros, mientras ellos estaban en el sótano junto a la caldera y arriba las bofetadas, los arañazos, los gritos que nos lanzábamos y que a ellos les caían encima, encima de su infancia, como un anuncio de lo que les pasaría también a ellos, el mundo, eso es lo que está por llegar, se acabaron los sueños de paz, ya no hay paz, nunca la ha habido y os hemos mentido, todos, todos mentimos, hay que mentir; y ahora saben lo que pasa cuando algo se rompe, cuando revienta por todos lados. Y lo oían todo desde el cuarto de la caldera. Y sentían el odio, sentían cómo les penetraba en la piel el odio que rezumaba de nosotros.”
Laurent Mauvignier
Pasos Perdidos, 2012, 125 p.
Traducción de Santiago Martín Bermúdez
Hace unas semanas publiqué aquí unas notas sobre cuatro novelas de Mauvignier, un autor del que me siento próximo y que me gusta mucho. Allí lamentaba que sólo se hubiese traducido una de sus novelas (la mejor, hasta ahora), Hombres, y que el resto permaneciera inaccesible para los lectores en español. La editorial Pasos Perdidos me escribió para comunicarme que precisamente acaban de publicar la traducción de su segunda novela, Aprender a terminar (Apprendre à finir, Les Éditions de Minuit, 2000), lo que es una excelente noticia. Amablemente me enviaron un ejemplar y, como no es algo que me pase habitualmente (no soy crítico literario profesional ni aspiro a serlo, aunque seguiré compartiendo algunas de mis lecturas), devuelvo el gesto con unas impresiones de mi lectura.
En Aprender a terminar, una mujer narra su impotencia ante la infidelidad y el desprecio de su marido. La novela, lejos de lo que puede indicar el título, no narra una separación, aunque haya efectivamente una ruptura, una toma de conciencia del fin de una relación de pareja. En ese sentido, el título parece más un deseo que un hecho narrable: la ruptura real, la separación de ambos, podría llegar después de acabada la novela, pero eso no se narra, y acaso no importa. Lo que Mauvignier disecciona y analiza, a través de ese monólogo interior, es todo un proceso de sumisión y autoengaño, una apertura progresiva a la implacable realidad de tantas parejas, la fragilidad de lo que se consideraba sólido y duradero, los silencios, las renuncias, las simulaciones, los compromisos que encadenan y las miserias y violencia cotidianas.
En el inicio, la narradora cuenta cómo espera el regreso de su marido del hospital. Así, la novela parte de una aparente fisura: un accidente de automóvil que ha dejado a su marido maltrecho y a su cuidado. Sin embargo, el accidente no trae consigo una mudanza interior, una fisura real: no modifica el rechazo del marido hacia ella, ni pone fin a la relación que éste mantiene con otra mujer. Él, sencillamente, está imposibilitado para volver a hacer sus escapadas. Esa imposibilidad crea en ella la ilusión de que todo puede cambiar, de que con su cuidado y apoyo ella puede intentar modificar algo, volver a ser una pareja, un nosotros, más allá de dos seres que viven bajo el mismo techo con sus dos hijos. Ahí comienzan las esperanzas rotas, los recuerdos de cuando todo era diáfano y hermoso, pero también de los celos y la crueldad de ese hombre incapaz de romper, de terminar. Tan incapaz como ella misma.
La voz narradora, como ocurre en el resto de libros de Mauvignier, no busca imitar los registros previsibles de un ama de casa. Es un discurso complejo narrado con un ritmo y un estilo trabajados, un aliento y un ritmo que en algunos pasajes recuerdan (¿más que en otras de sus novelas?) la prosa hipnótica de Thomas Bernhard. Más allá de esta impresión (que no afecta a las preocupaciones de ambos autores, en modo alguno asimilables), Mauvignier realiza un trabajo sobrio e implacable, dentro de un realismo que, sin buscar la denuncia como fin literario, la contiene mediante la propia exposición de la desgracia como fuente de denuncia en sí misma. Concluyo con un fragmento:
“Porque ellos sabían perfectamente que nos desgarrábamos en la cocina, que nos arañábamos, sabían perfectamente de nuestras voces y de los jadeos sofocados, no se van a olvidar, ahora lo sé: las manos, las uñas que acudían a apoyar los insultos, las manos que acudían cuando ya no valía la pena abrir la boca, cuando la presencia del uno frente al otro era lo único que podíamos oír en esos momentos, y luchábamos, y ellos nos veían luchar, sabían que luchábamos a muerte, escupiendo, he sabido después por ellos lo terrorífico que era aquello, el mayor cogía a su hermano y se lo llevaba a la escalera, al cuarto de la caldera, lo llevaba en brazos y le escondía la cabeza, al más pequeño, también para que no oyera desde la salida del aire lo que él sí quería oír, en caso de que, hasta con su miedo, con los labios mordidos, los dientes apretados y las mandíbulas doloridas, con el pavor de ese preciso momento en que habría tenido que subir, dejar al pequeño abajo y correr por el pasillo, subir la escalera de cemento para encontrarse en la cocina con la sangre que al otro le salía del labio, con el miedo en las tripas de tenernos que separar, de arrancarnos uno del otro, encontrarse con nosotros que no sabíamos terminar el uno con el otro, terminar con eso, con nosotros, mientras ellos estaban en el sótano junto a la caldera y arriba las bofetadas, los arañazos, los gritos que nos lanzábamos y que a ellos les caían encima, encima de su infancia, como un anuncio de lo que les pasaría también a ellos, el mundo, eso es lo que está por llegar, se acabaron los sueños de paz, ya no hay paz, nunca la ha habido y os hemos mentido, todos, todos mentimos, hay que mentir; y ahora saben lo que pasa cuando algo se rompe, cuando revienta por todos lados. Y lo oían todo desde el cuarto de la caldera. Y sentían el odio, sentían cómo les penetraba en la piel el odio que rezumaba de nosotros.”
Suscribirse a:
Entradas (Atom)