miércoles, 10 de diciembre de 2014

la Roma de Gaya

ROMA

Así vio Ramón Gaya la Mole Adriana reflejada en el Tevere.

"Cuando se trazan esas cuatro letras sobre un papel, apenas si tenemos algo más que añadir, ya que por sí solas parecen expresar la ciudad completa, y al pronunciar la palabra que forman nos encontramos con un cuerpo redondo, blando y firme como una piedra de río, como un canto rodado, limado. Sus dos sílabas parecen los senos duros de una mujer feroz, antigua capitana, tierna, maternal. Porque Roma no es nada femenina, pero sí es, en cambio, terriblemente hembra, es decir, rotunda, absoluta, fuerte. Tiene una fuerza blanda, un poderío blando, como lo tiene la mujer, o la miel virgen, o la cúpula, o el arco de un puente, o la copa de un pino. Apenas entramos en Roma nos damos cuenta de que lo redondo, la perfección limitada de lo redondo, es su clave. La basteza, la insolencia, la plebeyez del barroco debió sentirse aquí muy a gusto, porque lo romano tiene majestad, la gordura de la majestad, pero no tiene delgadez, la delgadez de lo aristocrático. Roma parece un gran trono majestuoso, pero levantado a la intemperie, es decir, parece un trono campesino. Por eso el verano –la estación plebeya– se afinca en Roma con ese abandono vívido, con esa propiedad, con ese derecho. ¿Me atreveré a decir que el poderoso y tiránico atractivo de Roma consiste, acaso, en su falta de espíritu? Roma halaga en nosotros toda nuestra terrenalidad, disculpa nuestra terrenalidad. Lo más elevado que puede suceder en Roma es el lirismo, pero el lirismo, ya se sabe, únicamente viene a ser una complacencia, un encharcamiento de lo espiritual; al lirismo le falta salida, respiración, salvación, elevación, trascendencia; el lirismo es la materia que queda, lo que queda de un hermoso incendio. Roma es, en efecto, eterna, pero no como es eterno el espíritu, sino como es eterna la tierra, como es eterno el suelo firme, nuestro suelo, el suelo de la vida."

Esto escribió Ramón Gaya en su Cuaderno de viaje por Italia (1953), contenido en Obra completa (Pre-Textos, 2010). En ese breve texto, como una aguada que bosqueja lo esencial en un puñado de trazos, se sintetiza esta ciudad que tanto admiraba el pintor y escritor. Roma es carnal, oronda, eternamente terrenal.

martes, 2 de diciembre de 2014

Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy

I beati anni del castigo (1989)
Fleur Jaeggy (1940)
Adelphi, 2005, 108 p.

Llego a Fleur Jaeggy como quien se apea en una estación para mí desconocida y descubre que tras el edificio se abre un nuevo paisaje, un horizonte fresco del que apenas tenía noticia. Cuando preguntas por Jaeggy aquí en Italia, quienes no la han leído pero están familiarizados con la literatura contemporánea se refieren a ella como “la mujer de Roberto Calasso”, escritor, ensayista y editor de Adelphi, de quien sólo he leído Las bodas de Cadmo y Harmonía, que me gustó. Qué absurda esa atribución, y qué importa, más allá de la constatación de que bajo un mismo techo (suponiendo que vivan juntos) conviven dos formas de ver la literatura muy diferentes, la de Calasso más ensayística, por una parte, y más apegada a la literatura clásica y mitológica; la de Jaeggy más oculta, extraña y luminosa. Y, para mí, mucho más interesante (al menos de momento).

Aún no me resulta sencillo decidir cuándo afronto a un autor italiano (o autora italiana) en su lengua o en la traducción española. Con Gadda, por ejemplo, de momento lo dejo en manos de Masoliver, con mis reservas (¿por qué traducir la expresión pasticciaccio brutto –algo así como feo enredo, lío espantoso, pero también crimen o delito, qué sé yo– con una palabra semánticamente tan limitada como ‘zafarrancho’, por ejemplo?). Pero me pasa incluso con autores recientes, como Giorgio Vasta (por cierto, qué gran novela El tiempo material) que he empezado a leer en italiano, pero cuya exhuberancia lingüística me obliga a recurrir a la traducción para poder disfrutar de la lectura. Con Fleur Jaeggy, como con Pasolini, Sciascia o Natalia Ginzburg, mal que bien, me he atrevido directamente con el original. Y ha valido la pena. 

Jaeggy, nacida suiza y educada en lengua alemana, adoptó pronto el italiano como lengua nativa. Aunque publica desde 1968, I beati anni del castigo (traducido por Juana Bignozzi como Los hermosos años del castigo, Tusquets) es la novela que le dio relevancia. Novela tan breve (apenas cien páginas) como intensa y rica. Su prosa, aparentemente sencilla, parece fruto de una labor minuciosa de talla y pulido, como una escultura a la que se le ha ido sustrayendo lo superfluo hasta alcanzar la forma acerada que se buscaba. De hecho, tiene algo de físico, de material. Si se lee en voz alta (y es una gozada leer a Fleur Jaeggy en italiano en voz alta, pero supongo que también las traducciones lo permiten) se percibe el dominio del ritmo, la sonoridad de las palabras elegidas. Qué difícil es alcanzar eso.

En I beati anni del castigo se parte de la propia experiencia vivida, pues Fleur Jaeggy también fue alumna interna en un colegio femenino de élite en los Alpes suizos, como el personaje narrador. Los “nichos de la memoria”, metáfora que utiliza Jaegger a lo largo de libro, llevan a la narradora a los años del Bausler Institut, en el Appenzell. No es ficción sobre el personaje de sí misma, sino creación a partir de la experiencia. Y esa experiencia es la de la vida en una comunidad cerrada, pero también la del descubrimiento de la sensualidad, la amistad y el deseo entremezclados, la obediencia y la demencia.

Seguiré con Fleur Jaeggy, y seguiré con Proleterka.