Sin mediar transición he leído estas últimas semanas dos novelas asombrosas de dos autoras italianas de primera fila: La Storia (1974) de Elsa Morante y Lessico famigliare (1963) de Natalia Ginzburg. En mi cabeza, sin que las obras lo pidieran, se han formado nexos y, sobre todo, divergencias. Lo que las separa, sin embargo, son elementos que se organizan de modo complementario en una lectura comparada. Pero vayamos por partes.
La experiencia de entrar en La Storia tiene muchos aspectos en común con la lectura de los grandes clásicos. Pienso ahora en Guerra y paz, con la que comparte la preocupación por la historia y la evolución de los personajes dentro de los vaivenes de la guerra. En la novela de Elsa Morante se hace, sin embargo, una lectura muy diferente de la historia, donde la épica y el romanticismo están fuera de lugar. Al contrario, la historia (con mayúsculas o no) es vista desde un punto de vista crítico, político, aunque desde una aproximación afectiva, a través de los personajes. Porque la historia (esa que se suele escribir con mayúsculas, ahora sí) prescinde de estas vidas minúsculas, las pisotea con indiferencia. En el momento de su publicación (1974), la novela, editada por voluntad de la autora en ediciones baratas, tascabili (de bolsillo), fue muy leída y debatida, precisamente porque provocaba en el lector esa revuelta contra una lectura de la historia despojada de todo sentido de justicia y humanidad.
“Questi ultimi anni”, ragionò con voce opaca, ridacchiando, “sono stati la peggiore oscenità di tutta la Storia. La Storia, si capisce, è tutta un’oscenità fino dal principio, però anni osceni come questi non ce n’erano mai stati”. (p. 584)
Con todo, siendo La Storia una novela densamente dramática y, en su momento, duramente crítica con la idea de historia hasta entonces dominante, contiene una variedad de registros que permiten también el humor, el retrato social, la proyección imaginaria, la exposición ideológica (la historia no como una simple dialéctica al modo marxista, sino como una complejidad que incluye lo trágico), etcétera. Y, conteniendo todo esto, consigue además emocionar por su capacidad para empatizar con los personajes que crea. Ahí está Ida, esa maestra envejecida y siempre temerosa; y el inocente y precoz Useppe; o Nino, bribón y chulesco, capaz sin embargo de una ternura inolvidable con su hermano Useppe (“Che me lo dài, un bacetto, a’ Usè?”), todos ellos personajes inolvidables. Como también lo son Davide Segre, judío anarquista que acaba por entregarse a la adicción a la morfina, e incluso la perra Bella. Tanto como los personajes, tiene gran fuerza la relación que se establece entre ellos, con el polo centrado siempre en Useppe. La Storia logra lo más difícil: que, a pesar de ser una novela profundamente triste, marcada por la muerte, se mantenga un tono profundamente vitalista.
La novela es, por otra parte, un retrato muy rico de la Roma durante la guerra y la posguerra. En ella están algunos de sus barrios populares, como San Lorenzo, el Ghetto judío, Testaccio, Porta Portese, y arrabales de la periferia romana como Pietralata, el Tevere más allá de Via Ostiense y San Paolo… Lugares en el tiempo de la ocupación nazi, de la liberación y la dura posguerra. Pero está además muy presente la lengua romana en muchos de los personajes, y sobre todo en Nino, Ninnarieddu (“Annamo, viè’!”).
La Storia conforma un viaje fascinante en la historia y el espacio de esta ciudad increíble. A ratos intensa, tierna, triste, y a ratos llena de humor y vida. Es cierto que permanece anclada a una determinada forma de narrar que un lector actual no suele digerir con facilidad: me refiero particularmente a las prolíficas descripciones de personajes secundarios, antepasados, etc. Todas ellas cobran sentido a la hora de componer el cuadro general que se propuso Elsa Morante, y por tanto no tendría sentido reprochárselo, si bien algunos de esos pasajes pueden resultar algo tediosos. Toda gran novela clásica los tiene, y La Storia lo es, sin duda alguna.
A pocos se les escapa que la novela, desde hace tiempo, no se limita a las obras de ficción. La literatura del yo, la crónica novelada, la non fiction y otras novelas no siempre clasificables que parten de la ausencia de ficción como base narrativa son cosa vieja. Existe un terreno fronterizo, donde la memoria juega con la invención, donde la honestidad es otra cosa, que no se limita necesariamente a la narración fidedigna de hechos pasados (¿no es eso una impostura, una pretensión acaso imposible desde el terreno de la literatura?), ni siquiera a su recepción sentimental. Memoria creada, antes que recreada, selección de lo narrado y lo silenciado: otra forma de invención. La novela lo permite (casi) todo e, independientemente de su profundidad o altura, son novelas, y basta. Lessico famigliare de Natalia Ginzburg es uno de los ejemplos más claros, ya clásico. Y es, además, de forma consciente o no para muchos autores (mujeres u hombres) que han venido después, uno de los libros referenciales a la hora de construir su obra.
Lessico famigliare narra aspectos de la vida familiar de la autora desde su infancia en tiempos del fascismo hasta los años cincuenta, en que se mudó a Roma con su segundo marido. Inmediatamente entramos en un mundo cargado de anécdotas familiares, pequeñas historias, frases recurrentes que marcan la historia de los padres de Natalia Ginzburg y de sus hermanos. También forman esa compañía familiar los amigos, algunos de ellos bien conocidos, como Cesare Pavese, Adriano Olivetti o Vittorio Foa, y su primer marido, Leone Ginzburg. Así la escritora logra lo que parece uno de sus propósitos: no hablar de forma concreta o directa de sí misma, sino de quienes la rodean (y, en todo caso, de sí misma a través de ellos). Y lo hace mediante un discurso distanciado, entre la ironía y la mirada adolescente.
Lo que en un principio resulta más sorprendente en Lessico famigliare es el aparente distanciamiento respecto al centro de la narración: una familia antifascista y judía en una época dominada por la intolerancia y, sobre todo desde la presencia nazi en Italia, por el antisemitismo exterminador. No hay una aproximación dramática, ni siquiera se hace patente una perspectiva temporal e histórica de los acontecimientos. Pronto nos damos cuenta de hasta qué grado es deliberado ese ángulo, cómo pretende en todo momento no caer ni en el testimonio ni en el patetismo. Ni siquiera al referirse a la pérdida de su marido, Leone Ginzburg, muerto en prisión en 1944 a causa de las torturas a que le sometieron sus carceleros nazis. Muy lejos está la experiencia de Primo Levi, que imposibilita ese distanciamiento, iniciada con Se questo è un uomo (novela que fue rechazada por Einaudi en su primera edición, a pesar de contar con la acogida favorable de la propia Natalia Ginzburg, frente al parecer contrario de Cesare Pavese). Lo que sí hay en Lessico famigliare es cierta nostalgia de un pasado perdido y de un modo de vivir que ya no podrá repetirse. Su mirada sobre esa familia judía es íntima y afectiva, no cargada de peso identitario o tradicional, y está marcada por la cadencia humorística, despojada de toda solemnidad y desgarro.
La Storia y Lessico famigliare, por tanto, son ambas novelas producto de dos autoras que vivieron la misma época en el mismo país, ambas desde el rechazo al fascismo: dos novelas ambientadas en el tiempo de la dictadura, guerra y posguerra en Italia, en las que la presencia del mundo judío es importante. El prisma narrativo, el tono, los propósitos son bien diversos. En La Storia, novela de ficción, prevalece un discurso ideológico y una finalidad múltiple, en la que no está ausente lo pedagógico. Predomina el dramatismo, la proximidad afectiva hacia los personajes, aunque tampoco está exenta de humor. Mientras, en la novela de Natalia Ginzburg, donde no hay ficción alguna, la memoria no se pone al servicio de la historia, sino de su elusión consciente. Y sin embargo, sin afrontarlo directamente, sin narrarlo, como quien gira en torno, Lessico famigliare habla también de fascismo y de lucha antifascista, de guerra y antisemitismo. En primer plano está el mal humor del padre, los dichos de la madre, las vivencias de sus hermanos y amigos. Encuentros, retazos de vidas. Lo anecdótico como contraplano de lo medular: un enfoque desde el otro lado.