miércoles, 24 de septiembre de 2014

puente


Un largo silencio a veces es necesario antes de volver a tocar. Pero antes de hacerlo frente a un público dispuesto a la escucha, buscar un puente, un Williamsburg Bridge metafórico, y tratar de encontrar ese sonido que sólo puede ser tuyo.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera

La fête de l’insignifiance, 2013
Milan Kundera (1929)
Gallimard (NFR), 2014, 144 p.

Qué extraña sensación me ha dejado esta lectura, mezcla de decepción y alegría. Milan Kundera, a quien leí con admiración hace años, se ha convertido en una de esas referencias que uno rara vez revisita, pero que difícilmente olvida por el placer que proporcionaron sus lecturas. Esta, su última novela después de catorce años sin publicar ficción (y que publica en español Tusquets), está más emparentada con El libro de la risa y el olvido que con La insoportable levedad del ser o esa gran novela que es La inmortalidad. El humor, no sólo como recurso, sino como necesidad vital, está aquí presente, y, como a menudo en su obra, aparece confrontado con el pesimismo y con presencia de la muerte y la vejez. La conciencia de la proximidad del fin parece haber llevado a Kundera a buscar de nuevo la risa, el juego. Y en esta novela hay reflexión, hay anécdotas divertidas, voluntad de juego y de trasgresión.

El libro se lee de una sentada. Su principal finalidad parece evidente: valorar esa insignificancia que rodea nuestra existencia y que, como dice Ramon, constituye su misma esencia: “Elle est avec nous partout et toujours”. Y no basta con saber reconocerla: es preciso aprender a amarla, pues es la clave del buen humor, sin el cual la vida no tiene sentido. Podríamos añadir que el juego de Kundera consiste en hablar de esa insignificancia con una novela que en apariencia tiene voluntad de ser insignificante. No me lo parece. Desde luego, no lo es por las ideas, aunque sí es cierto que me ha sorprendido su escasa corporeidad, su exceso de levedad (soportable, con todo) en contraste con otras de sus novelas. Aquí está mi decepción: las ideas están apenas esbozadas, queda la sensación de cierta rapidez o pereza, algo que no sé describir. También los personajes merecerían haber sido desarrollados más a fondo, creo.

Cuando un autor llega a una edad y un reconocimiento semejantes al de Milan Kundera, las posibilidades de desarrollo de una obra prácticamente cerrada siguen siendo múltiples. Desde mantener sus preocupaciones, estilo y vigor literario, hasta romper la baraja y tratar de hacer algo completamente diferente (esto, reconozcámoslo, es casi insólito). También la de llevar el juego a su última expresión: divertirse, reírse y provocar la diversión en el lector, pero también reírse de uno mismo, de la supuesta importancia atribuida. Reconocer, en fin, la propia insignificancia.

martes, 22 de julio de 2014

otra vez en Sète, festival Voix Vives

 
Me gustaban más las conchas que encontraba otros veranos en la larga playa de Sète. Otros veranos escuché mejores poemas en el festival Voix Vives. Este año encuentro sólo piezas sueltas, fragmentos pulidos, frases al vuelo. De lo que he podido ver y oír hasta ahora, me quedo con Rodolfo Häsler (cubano-español), Hugo Mujica (argentino), Tugrul Keskin (turco), Max Alhau (francés), y como otros años también Salah Stétié (libanés). Aún queda más de la mitad, y lo frecuento menos que otros años. Todavía no he visto a ningún español. Las músicas improvisadas en la calle, sin embargo, me están dando más alegrías. Será que me cuesta más prestar atención a las palabras. Sí: seré yo.

Edito la entrada ya el último día de mi paso por Sète (25 de julio). Confirmo que las músicas me han gustado más que la mayor parte de los poemas escuchados. Sin embargo, ha sido muy interesante haber conocido a Manuel Vilas, invitado entre los poetas españoles, así como a  la también escritora Ana Merino. Haber vivido doce años en Zaragoza y conocer a Manuel Vilas en Sète es algo que sólo me pasa a mí. De Vilas sólo había leído dos novelas (España y Los inmortales) y poemas sueltos. Aparte de los encuentros, breves pero agradables, me ha gustado escuchar esa poesía que juega con el humor y la irreverencia, una mirada irónica sobre la realidad que a menudo se despoja conscientemente de toda belleza formal, con el contrapunto de otros poemas que sí la buscan, como el retrato de su padre. Entre la diversidad de poéticas y sensibilidades en un festival internacional que abarca todo el Mediterráneo más algunos países latinoamericanos, su poesía ha sorprendido al público francés.

jueves, 10 de julio de 2014

la escalera del 72 de la rue Mouffetard

© Albert Monier, 1952. Escalier 72 rue Mouffetard, Paris

Espera. Una hora, la eternidad. Por fin escucha: tacón contra madera, ella baja despacio. No: se detiene; sabe que él está abajo esperando, y quiere jugar. La sombra de ella, arriba, sobre el desconchado blanco de la pared. Quieta. Podría verla de frente si subiera apenas una docena de escalones. Pero tampoco se mueve. Silencio. Trata de imaginar su expresión. ¿Desprecio?, ¿deseo? Puede que ambas cosas. Entonces el piano. Viene de un piso alto, un adagio de sonata. Vacilante. La sombra en la escalera mengua, se ajusta a la altura del desconchado blanco, como si quisiera encajar en él. Se ha sentado. Arriba una mano yerra una nota y se detiene. De nuevo silencio. La sombra encerrada en lo blanco se contrae. Parece que llora o gime. Un instante después el piano irrumpe de nuevo y ya no puede oírla. Ese no poder oírla: ahogo. Tiene que subir. Ahora sube, los zapatos sucios de barro a pesar de la indicación del quinto escalón. Hasta ese cuerpo que proyecta la sombra. Sentada en el rellano, ella lo mira, la cara congestionada por la risa. Una risa que no emite vocales, sólo un arrastre como de hiena asmática. Luego dice algo que él no acaba de entender, entrecortado por ese arrastre traqueal. Algo como: pero qué manos de mierda. Arrodillado frente a ella, él suplica: Déjame subir contigo. Ella lo mira, ya seria. Asiente. La sigue escaleras arriba. El piano suena todavía. Entre las manos, él prepara el alambre.

miércoles, 18 de junio de 2014

La experiencia dramática, de Sergio Chejfec

La experiencia dramática
Sergio Chejfec (1956)
Candaya, 2013, 171 p.

La experiencia dramática requiere de cierta disposición. Existe un instante previo obligado en el que la experiencia está lista para producirse, pero cuyo desarrollo se ignora. En general, sólo después de haber pasado por ella, a veces mucho después, es posible señalarla como experiencia dramática y reconstruir el momento previo, el que ha servido de antesala o escenario –hasta entonces toda la historia es una línea insegura de puntos–. (p. 71)

Leída hace un año o menos (en los tiempos de la desconexión por mudanza), me he vuelto a sumergir en esta novela. Releo subrayados, en busca de materiales para la reflexión. Aquí me limito a reproducir las notas de mi primera lectura, ojalá dispusiera de tiempo para más.

En La experiencia dramática ocurren realmente pocas cosas. O no. Digámoslo mejor: ocurren muchas cosas, pero no en el plano de la acción narrativa –lo que los personajes hacen–, sino en el de la reflexión sobre el discurso y la acción –lo que hablan, piensan e incluso callan–. Lo ha dicho el propio autor: no le interesan cómo ocurren las cosas, sino cómo se describen. Los dos personajes centrales son Rose y Félix. Ella es una actriz que apenas ha salido de la ciudad (innominada), y que frecuenta un curso de teatro en el que cada participante debe relatar una “experiencia dramática”. Félix, por el contrario, es extranjero (el narrador, en tercera persona, casi siempre se acerca a su punto de vista). Ambos se encuentran periódicamente en cafeterías, dan largos paseos por la ciudad, y hablan. Esa reflexión entra en un rizo a lo Bernhard, y ese dinamismo que no desprecia el entorno recuerda a Sebald (y a Handke, aunque a este lo he leído menos).

La relación que une a Rose y a Félix (éste último próximo al autor, como él extranjero en una ciudad que podría ser Caracas o Nueva York, donde Chejfec ha vivido) es de una amistad cómplice, muy intelectual, y sin embargo, aunque se percibe el deseo de Félix hacia ella, irrumpe el erotismo cuando visitan el barrio de los galpones (zona industrial), quizá la parte más interesante de la novela. Hablan, pero también intercambian silencios: está la intención de decir, y el miedo al equívoco o una interpretación distorsionada. Los huecos, ruidos e imperfecciones de la comunicación. En el discurso del narrador y en el pensamiento de Félix cobran especial importancia aspectos como la realidad y su representación (los mapas digitales y el especio de la ciudad: Félix); el pasado, contradictorio y escurridizo; la existencia como ficción o representación, y el desconocimiento de nuestros semejantes (Rose):

Vive rodeada de gentes de las que no sabe casi nada. Naturalmente no se refiere a los nombres de quienes frecuenta ni a la información común que naturalmente posee de cada quien, cosas que no le preocupan demasiado porque las conoce; sencillamente no cree en esa confianza blindada, como si nada amenazara el significado de aquello que hacen, con que los demás asumen la propia vida y los hechos vinculados a ella. (...) Las personas están entregadas a una ficción discontinua, piensa, o a una opacidad perpetua, y casi nada es capaz de apartarlas de esos círculos (p. 153)

La experiencia dramática es una novela que exige complicidad. Escrita con maestría, la prosa de Chejfec es depurada y fina, conscientemente despojada de musicalidad a favor de la argumentación. En mi caso, ese discurso de la tentativa, de la duda, me seduce, me arrastra y me produce un extraño placer.

viernes, 13 de junio de 2014

El sermón sobre la caída de Roma, de Jérôme Ferrari

Le Sermon sur la chute de Rome
Jérôme Ferrari (1968)
Actes Sud, 2012, 206 p.

Leer El sermón sobre la caída de Roma en Roma, sabiendo bien que no encontraría esta Roma en sus páginas, sino un pueblo perdido de Córcega (y una alegoría realista). Leerla en el parque de Villa Sciarra con las interrupciones previsibles (un rato de columpio, otro de pelota, varios de no pasa nada Mario, no te quitan el camión, se lo prestas un rato, ahí tienes un carrito con muñeco, etcétera) y la confusión del cambio de lenguas: francés en la novela, español con mi hijo menor, italiano con los demás padres, abuelos y niños. Y acabar de leerla en un rato de soledad en una cafetería de este barrio de Monteverde Vecchio, el triunfo de la barbarie en la ficción, mientras a mi lado empezaban a pasar adolescentes sucias de barro y espuma de afeitar, decenas, cientos de adolescentes de ambos sexos que chillaban y se empujaban e invadían todo el espacio visual, físico, sonoro y aun olfativo, y que –lo comprobé a la mañana siguiente– habían dejado hecho un desastre el parque de Villa Sciarra para celebrar el fin de curso: los visigodos de Alaric que dejaban impasible a San Agustín habían salido de la novela y del tiempo en esta Roma.

Sí, también quería decir algo de esta ficción de Jérôme Ferrari: En Le Sermon sur la chute de Rome, Matthieu y su amigo Libero, cómplices y a un tiempo diferentes entre sí, abandonan sus estudios de filosofía y París para hacerse con las riendas del ruinoso bar del pueblo corso en el que pasaron sus veranos juntos. Sus experiencias como regentadores de ese jardín de las delicias serán diversas e incluso contradictorias, por un lado la idealización y por otro la necesidad de un orden –autoritario, finalmente– frente al caos. El bar, en un principio lugar de armonía y jovialidad, acaba degenerando en un antro de farra, donde campan las más bajas pasiones. Es el tema central de la novela, la corrupción moral (de ahí la alegoría del sermón agustiniano). La novela no se limita a los dos protagonistas: están también Aurélie, hermana de Matthieu, su matrimonio en falso y su relación con Massinisa en Argelia; y sobre todo Marcel, abuelo de Matthieu, que en gran medida concentra las mejores páginas de la novela. Y no es fácil, porque es una narración muy rica en matices y en ideas, ambiciosa –¿demasiado?– en cuanto a lo que quiere narrar. Matthieu y Marcel funcionan como un reflejo distorsionado el uno del otro: el primero un ser inmaduro e influenciable, cargado de afectividad; el segundo un ser hosco que, sin embargo, también sueña.

Mi experiencia ha sido sobre todo de un reencuentro con la lecura en francés, que tenía abandonada desde hacía un año, y ha sido todo un placer: Jérôme Ferrari construye largas frases que fluyen y se vierten, arrastrándote en su viaje. Me he sentido un poco fuera de toda esta alegoría a partir del pensamiento agustiniano, y aunque la intención moralista puede discutirse, pervive un discurso sobre la degeneración moral de nuestro tiempo, equiparable a la supuesta degeneración en la Roma del siglo V que fue arrasada por los bárbaros (como lo fue igualmente la Hipona donde vivía San Agustín). Va más allá, por supuesto, y es profundamente escéptica y pesimista. Lo que no me ha gustado es precisamente que ese patrón de pensamiento sea San Agustín, aunque no sea asumido ni reivindicado por el autor, incluso aunque se proyecte una imagen humana –contradictoria, por tanto– del filósofo cristiano. Pero El sermón sobre la caída de Roma es una gran novela de cualquier forma: los personajes (principales y secundarios), ese microcosmos idílico que se derrumba por el desengaño, y sobre todo la prosa de Jerôme Ferrari hacen que valga la pena.

Hay edición española: El sermón sobre la caída de Roma, traducción de Joan Riambau, Literatura Random House, 2013.

viernes, 23 de mayo de 2014

Io e te, de Niccolò Ammaniti

Io e te
Niccolò Ammaniti (1966)
Einaudi, 2010, 116 p.

Resulta interesante jugar con esto de los gustos, leer, por ejemplo, a autores que uno en un principio no leería, porque muchas veces nos movemos impelidos por prejuicios o por un olfato que no siempre acierta, del mismo modo que otras veces buscamos afanosamente un libro del que nos han hablado muy bien y, en contra de lo previsto, se nos cae de las manos desde el principio. Con los años me estoy volviendo más flexible y abierto a otras lecturas, aunque me suele gustar más si lo descubro yo. Con Ammaniti me ha pasado. Es cierto que no me estimula su prosa sencilla, a pesar de haberla leído en italiano, y me molestan ciertas concesiones, pero es como quien bebe siempre vino tinto y a veces, por qué no, pues me ponga una buena caña para variar. Y esa caña fresca qué bien sabe. Me ha gustado Io non ho paura (2000), y puede que más aún este brevísimo Io e te (2010), traducidos en España para Anagrama como No tengo miedo y Tú y yo por Juan Manuel Salmerón. Sí, claro, habría que preguntarse si pensaría lo mismo de haber leído ambas novelas en español, porque pasa también con el cine: siempre se disfruta más en VOS y hasta disculpamos aspectos que nos disgustan...

Esta novelita, que ha llevado al cine Bernardo Bertolucci, se lee en una sentada: por lo breve y porque atrapa esa historia de un puñado de días en la vida de un adolescente romano que se esconde y encuentra lo que no buscaba, el salto a la vida, la empatía hacia los demás. Lorenzo, el protagonista de Io e te, vive en una Roma burguesa con unos padres que lo quieren y no le niegan nada, y a quienes les gustaría que su hijo fuese un chico “normal”, que se relacionase con los demás, etcétera. Pero para Lorenzo los otros son una agresión, y ese ambiente entre festivo y agresivo de las relaciones entre adolescentes lo espanta. Para cubrirse, para escapar, inventa una mentira y se esconde. Pero Lorenzo no consigue encontrar la soledad y el aislamiento que cree necesitar, sino todo lo contrario: irrumpe Olivia, una medio hermana que apenas conoce, y su entrada lo obliga a actuar de otro modo. No hay que contar más, vale. La fuerza de la historia no está en el lenguaje o las imágenes que crea, cierto, sino en los personajes, creíbles y muy vivos (sobre todo Lorenzo) y en los hábiles diálogos, que consiguen aguantar el peso de la novela. Es una historia muy cinematográfica. No he visto la película de Bertolucci, no sé qué sesgo propio le habrá dado. Imagino que habrá más protagonismo de la ciudad: en la novela Roma está al principio, la parte cercana a Villa Borghese y levemente el Centro Storico; luego es lo de afuera. En Io e te, claro, hay algunas cosas que no me gustan tanto: elementos que son concesiones para la satisfacción de un lector poco exigente. Ma non gli tolgono la grazia a questa birra fresca.

lunes, 12 de mayo de 2014

estar solo se compone de varias partes


"–Ayer estaba en Ammán, sentado en un teatro romano, y experimenté una sensación peculiar. No sé si seré capaz de describirla, pero creo que percibí la soledad más como una acumulación de cosas que como una ausencia de ellas. Estar solo se compone de varias partes. Sentí que yo mismo me componía de una serie de cosas sin nombre. Me resultaba un concepto nuevo. Claro está que había estado viajando, moviéndome de un sitio a otro. Era el primer momento tranquilo que disfrutaba. Quizá no era más que eso. Pero sentí que estaba siendo ensamblado. Estaba solo y era, sencillamente, yo mismo."

Don DeLillo, Los nombres, traducción de Gian Castelli Gair, Seix Barral, 2011 (1982).

martes, 6 de mayo de 2014

dos poemas de Ada Salas

Estos días he estado leyendo poemas de Ada Salas, cuya palabra tiene la intensidad de un licor, con su fuego en la garganta y el sabor acedo que queda después. Comparto dos aquí:

Debajo de la luz había muertos.
Pronunciaban sus nombres como lluvia.
Ahora que la luz
se ha retirado

aprendo lentamente

el lento balbuceo del olvido.





No creía posible este silencio.
No hay nada aquí.
Una extensión abierta donde todo
podría consumarse
                              la muerte el huracán
la piel
el principio. Lugar
de apariciones.
Sólo soy el vacío.

La más pequeña luz puede colmarme.

Ada Salas, No duerme el animal (Poesía 1987-2003), Eds. Hiperión.

viernes, 2 de mayo de 2014

día Pasolini

Aunque valoro antes la obra que la vida y milagros de un autor o creador, y no suelen interesarme las biografías de figuras de la cultura, soy, como todos, contradictorio, y lo anterior tiene excepciones. Pues sí, hemos pasado un 1º de Mayo totalmente pasoliniano. Fue bastante improvisado, que es como a menudo salen mejor las cosas. Habíamos decidido pasear por el quartiere Ostiense, dejar que los críos corretearan entre las columnas de la basílica de San Paolo fuori le mura y jugaran luego en el adyacente parco Schuster. Había leído que a dos pasos de allí está el restaurante “Al biondo Tevere”, y había reservado mesa. El sitio fue célebre lugar de encuentro de escritores, artistas e intelectuales de izquierda entre los años 50 y 70. Y conocido también porque allí fue donde Pier Paolo Pasolini, cliente habitual como sus amigos Alberto Moravia o Elsa Morante, cenó la noche del 1 de noviembre de 1975, un día antes de ser asesinado junto a una playa de Ostia. Comimos en la terraza sobre el río, un Tevere de riberas frondosas, no muy diferente de como las imaginaba cuando leí Ragazzi di vita. Luego cogimos el coche hasta el Palazzo delle Esposizioni para ver la muestra “Pasolini Roma”, todo un recorrido minucioso y emocionante por la vida y la obra de Pasolini y su relación con esta ciudad (en cada sala se ubica en planos los lugares destacados de su biografía y de su obra). Ya en casa, los niños dormidos, vimos el DVD “La voce di Pasolini”, que compré hace meses y que parecía estar esperando este momento. No se trata del enésimo documental sobre el escritor y director de cine, sino una sucesión de imágenes de archivo público, películas familiares privadas, fragmentos de películas y fotografías que acompañan a textos de Pasolini, seleccionados y leídos magistralmente por Toni Servillo. Artículos, fragmentos, poemas que hablan de Italia, de la injusticia, de la pobreza, del amor, de la homosexualidad, de la burguesía, de la sumisión, de la rebelión. Una pequeña joya para acabar este día redondo y, para variar, algo mitómano.


miércoles, 16 de abril de 2014

Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón


Técnicas de iluminación
Eloy Tizón (1964)
Páginas de espuma, 2013, 164 p.

No suelo leer libros de relatos de autores actuales, más por una mala predisposición mía que por otra razón: me produce una gran desazón el desequilibrio, que a un buen cuento siga otro más flojo y al siguiente uno acaso imaginativo pero que no alcanza a otros que le seguirán; altibajos inevitables, seguramente, y que sin duda se dan también en la novela. Pero en la novela esos desequilibrios me parecen más justificables, un poco como quien tolera las bufonadas en un niño deficiente, mientras se muestra más inflexible con ése del que se espera más, que aspira a otro rango. El cuento, es cierto, se ha caracterizado siempre por ser más exigente en su composición, quizá por eso yo, que soy más bien disperso, lo frecuento poco como lector y como escritor. Frecuento más la poesía, y allí la irregularidad no me disgusta porque me quedo con lo que me gusta y puedo prescindir de lo que no me dice gran cosa sin que me pese. Pero lo anterior siempre puede ser contradicho, y además hay excelentes escritores que saben darle la vuelta a los géneros y corsés literarios. Y aquí es donde acabo este preámbulo prescindible para referirme a Eloy Tizón y sus Técnicas de iluminación, un libro tan luminoso como oscuro, rico en matices y reflejos.

Uno llega a ciertos escritores de forma más o menos azarosa. Las referencias son múltiples, pero no siempre nos acercamos en el momento en que lo hacen otros. Yo, casi siempre, llego más tarde (pero nunca es demasiado tarde cuando hablamos de lectura). Técnicas de iluminación es el segundo libro que leo de Eloy Tizón, y me ha bastado para confirmar (después de Velocidad de los jardines, en el que entré hace tiempo, y que recuerdo como un libro que me impresionó más que éste) que estoy ante un escritor mucho más sólido que otros más celebrados. Los principales méritos de Eloy Tizón son la fuerza de su prosa y su inventiva a la hora de crear imágenes expresivas. Cosas como:

“Nos gusta la nieve porque no tiene nombre ni edad. La nieve es la esquina sucia de las palabras, ese resto que queda después de haber triturado todos los nombres propios: un poco de arena fría. Si uno pudiera, se casaría con ella. La nieve en el altar. Los invitados, impacientes, mordisqueándose los guantes. Muebles envueltos en fundas en casas de veraneo cerradas. Y al fondo, un gallo o dos, que no cantan. ¿Acaso existe, la nieve?” (p. 16, “Fotosíntesis”).

Está, además, esa capacidad de jugar con el cuento y darle la vuelta a lo previsible, de burlarse de los decálogos y recetas sobre lo que es o debe ser un buen cuento. Ahí tenemos una pieza tan singular como el citado “Fotosíntesis”, lejos de cánones, cargado de fuerza poética.

El conjunto de relatos es excelente, pero no puedo evitar tener mis preferidos (sólo he hecho una lectura, es un libro para volver a visitar). Son “Ciudad dormitorio”, “Nautilus”, “Fotosíntesis” y “Manchas solares”. En todos ellos me interesa más el mundo que crean las palabras que lo narrado: lo que me parece más sólido es esa belleza del lenguaje, la capacidad de hacer que el lector goce con esa capacidad para crear imágenes y formas nuevas, independientemente de que lo que se cuente sea, como me parece, muy sugerente. Tal vez eso sea lo que ha hecho que muchos escritores de nuestro tiempo tengan a Eloy Tizón como uno de los grandes. Y no les falta razón.

lunes, 7 de abril de 2014

Pirandello y la construcción de la identidad


Pirandello, sobre la identidad y la realidad como construcciones, y el nombre como impostura (abajo improviso una traducción):

“Ah, voi credete che si costruiscano soltanto le case? Io mi costruisco di continuo e vi costruisco, e voi fate altrettanto. E la costruzione dura finché non si sgretoli il materiale dei nostri sentimenti e finché duri il cemento della nostra volontà. E perché credete che vi si raccomandi tanto la fermezza della volontà e la costanza dei sentimenti? Basta che quella vacilli un poco, e che questi si alterino d’un punto o cangino minimamente, e addio realtà nostra! Ci accorgiamo subito che non era altro che una nostra illusione.” (p. 54)

“(…) perché una realtà non ci fu data e non c’è, ma dobbiamo farcela noi, se vogliamo essere: e non sarà mai una per tutti, una per sempre, ma di continuo e infinitamente mutabile.” (p. 78)

“Nessun nome. Nessun ricordo oggi del nome di ieri; del nome d’oggi, domani. (…) Non è altro che questo, epigrafe funeraria, un nome. Conviene ai morti. A chi ha concluso. Io sono vivo e non concludo. La vita non conclude. E non sa di nomi, la vita. Quest’albero, respiro trèmulo di foglie nuove. Sono quest’albero. Albero, nuvola; domani libro o vento: il libro che leggo, il vento che bevo. Tutto fuori, vagabondo.” (pp. 188-189)

Luigi Pirandello, Uno, nessuno e centomila (1926).



Por si alguien prefiere una traducción, ahí va ésta:

“Ah, ¿vosotros creéis que sólo se construyen las casas? Yo me construyo continuamente y os construyo, y vosotros hacéis lo mismo. Y la construcción dura hasta que no se resquebraja el material de nuestros sentimientos y hasta que dura el cemento de nuestra voluntad. ¿Y por qué creéis que se insiste tanto en la firmeza de la voluntad y en la constancia de los sentimientos? Basta que aquélla vacile un poco, y que éstos se alteren un tanto o cambien mínimamente, ¡y adiós a nuestra realidad! De repente nos damos cuenta de que no era otra cosa que una ilusión nuestra.”

“(…) porque no se nos ha dado ninguna realidad y no la hay, sino que debemos hacérnosla nosotros, si queremos ser: y no será nunca una para todos, una para siempre, sino continua e infinitamente mutable.”

“Ningún nombre. Ningún recuerdo hoy del nombre de ayer; del nombre de hoy, mañana. (…) Un nombre no es otra cosa que esto, un epígrafe funerario. Va bien a los muertos. A quien ha acabado. Yo estoy vivo y no me acabo. La vida no se acaba. Y no sabe de nombres, la vida. Este árbol, respiración trémula de hojas nuevas. Soy este árbol. Árbol, nube; mañana libro o viento: el libro que leo, el viento que bebo. Todo fuera, vagabundo”.

martes, 18 de marzo de 2014

crear un personaje vivo

“(…) no cuento nada de su infancia, nada de su padre, de su madre, de su familia, y su cuerpo, así como su cara, nos resultan completamente desconocidos porque la esencia de su problemática existencial tiene sus raíces en otros temas. Esta ausencia de información no lo hace menos «vivo». Pues crear a un personaje vivo significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial. Lo cual significa: ir hasta el fondo de algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras con las que está hecho. Nada más.”

Milan Kundera, El arte de la novela, Tusquets (1987)


sábado, 8 de marzo de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (3)

© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

"He vuelto a observar a las mujeres perro, para constatar con sorpresa que una de ellas, que se lame el brazo con avidez, me recuerda a Carolina, una de mis compañeras en el piso de la Costa de Caparica; o será que ahora recuerdo a Carolina con la dureza de esos rasgos, a pesar de que la vi por última vez hace dos días: una eternidad. Y tras la cara de Carolina-perro, como si lo estuviera buscando (y acaso así ha sido, aunque no recordaba que también me habías hablado de esas pinturas): la serie sin título que retrata a mujeres tras un aborto clandestino. He tenido que cerrar el volumen, no porque no pudiera soportar las pinturas, sino por lo que esas posturas, esos gestos y esos escenarios me recuerdan, tan próximo y tan lejano ya. Allí estaba otra vez la habitación húmeda de esa casa de Almada, mi esfuerzo por mantener las piernas bien abiertas sobre las sábanas acartonadas como ella me había pedido, casi ordenado, y abajo en la penumbra del suelo junto a la cama esa jofaina lista para recibir el embrión y lo que pudiera salir de mis entrañas."

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 124-125.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Algunos poemas de Antonio Méndez Rubio


En uno de esos raros tiempos de soledad leo en un bar, casi de un tirón, los poemas de Va verdad (Vaso Roto, 2013), de Antonio Méndez Rubio. Había leído antes poemas suyos, recomendados por Blanca, que lee mucha más poesía que yo y siempre me descubre nuevas voces (nuevas para mí, claro). Leer a Méndez Rubio es entrar en un círculo donde la voz se libera de la subjetividad del poeta, poesía de la sorpresa y de la ruptura del lenguaje, de los sentidos abiertos. Es difícil, pero a mí me gusta esta dificultad, aunque me quede a medio camino, incluso si me quedo a las puertas de algo que sólo intuyo, pero que ya despierta un goce por las palabras y los sentidos que alcanzo o le doy. Así me suele pasar con la lectura en general, y más con la poesía. (Y sí, paréntesis: puede que el disfrute de la lectura se acompañe de las circunstancias –porque no es cierto que no importe el lugar donde se lee o las circunstancias en que se hace: el lugar y el momento hacen también al texto–: un bar de vinos en la via Fratelli Bonnet, un vasito de ratafià –el licor más parecido al porto que he encontrado aquí– y Dexter Gordon sonando de fondo). Pero bien pronto he dejado de escuchar la música, creo que ha sido aquí:

III

Por lo demás que no
te alzas de la hendidura
definitiva
haciendo una grieta al futuro
sobre el aire de siempre no es
que no
sea verdad es que no
es ni siquiera posible
decirlo sin pensar, sin
olvidarse de
todo menos de ti.

Ahora, en la tranquilidad de la noche, vuelvo a leer algunos. No me atrevo a comentarlos, me limito a compartirlos:

XXXI

Tal vez. Espera. Escucha
desvanecerse el tema, el miedo.
                                                 Hay
nieve de sobra para estar a solas, juntos,
otra vez. La tierra la sostiene
aunque sólo sea por eso. Nada
se confunde con la ausencia de nada.
Esa alianza, que dimos por perdida,
suena sorprendidamente
perfecta al acogerlo. ¿Lo entendemos?
¿Qué más se puede decir?
¿Se separan las nubes o buscan otras?
Quédate un momento cerca
por si es posible. Daría todo por
oírte oírlas.

XLI

El suelo que era su sitio; por donde andaba sin acabar de erguirse, donde siempre volvía a caer… las cosas, las ramas, las paredes se movían, iban cambiando; y eso, atender a lo que cambia, ver el cambio y ver mientras nos movemos, es el comienzo del mirar de verdad.(M. Zambrano / J. Cage)

Tiempo al tiempo.
Mira: pasan nubes,
a través de su intensidad,
por un azar que aún es su sitio,
su cuerpo. Entretanto
removemos agua
con las manos abiertas o
aprendemos a pensar
más en coger trenes
que en esperarlos. No sabemos.
Haz la prueba. En
una palabra, di: si
no es de eso, ¿de
qué vivimos?

LXVIII

Aunque
no conoces a nadie
ni nadie te conoce en una
tierra como esta tierra despertada
por la fuerza, ¿puedes
(por detrás de esa extrañeza
que te produce la luz)
ver lo que hay dentro,
buscar fuera
de mí?

Antonio Méndez Rubio, Va verdad, Vaso Roto Poesía, 2013.

viernes, 21 de febrero de 2014

arden

© Anselm Kiefer.

Todos los libros que leo arden. Perdidos en algún lugar de mi memoria, nunca completos: quedan apenas virutas incandescentes, a menudo el rescoldo más o menos apagado de lo sentido entonces, rara vez un puñado de palabras. Las palabras son lo primero en arder. Forman con el tiempo una biblioteca calcinada, dentro, una biblioteca espejo de la que finge no conocer aún el fuego. Por eso toda relectura tiene algo de resurrección y de ave fénix. Luego, una vez más, arden.

miércoles, 12 de febrero de 2014

la imposibilidad de escribir

"Una crisis tiene también sus ventajas, eso afirma en cualquier caso la gente que no está pasando por una crisis. La ventaja principal de una crisis, afirman, consiste en llenar de dudas a quien pasa por ella. Por ejemplo: el antiquísimo hecho de que lo que ocurre y se piensa y se siente de modo simultáneo no se puede reproducir de modo simultáneo en la escritura lineal sobre el papel me preocupa tanto, que las dudas sobre mi fidelidad a la realidad en mi trabajo de escribir pueden aumentar hasta convertirse en casi imposibilidad de escribir."

Christa Wolf, La ciudad de Los Ángeles o El abrigo del Dr. Freud, Alianza, 2012.



jueves, 30 de enero de 2014

La mala luz, de Carlos Castán

La mala luz
Carlos Castán (1960)
Destino, 2013, 227 p.

De las muchas cosas que me ha dejado esta novela, la primera que me viene a la mente es la imagen de Paul Celan en su último puente, en París. Si pienso en sensaciones, queda ese algo de “telaraña y temblor” que ya no puede ser melancolía, y el gozo de haber acompañado a un personaje narrador intenso e irrepetible. Y preguntas, muchas preguntas que van más allá de la ficción, porque La mala luz –primera novela de Carlos Castán después de varios libros de relatos y una novela breve de la que también dije algo aquí–,  toca allí donde más duele, en la médula de la vida o su contrario, la soledad. Y es que, como escribe Castán (aunque sea para recordarnos algo que ya sabemos),

“En ocasiones así es donde más claramente he llegado a atisbar la radical soledad de un ser humano, de cualquier ser humano, y la imposibilidad de una comunicación real. No hay trasvase de nervios ni de sangre, no hay forma de que ese miedo salga de su jaula. Dos personas pueden incluso estrecharse el uno contra el otro, apretarse con fuerza la mano, pero una no llega a penetrar en el infierno de la otra, ni siquiera a comprenderlo lejanamente. Es imposible. Más allá de una rudimentaria empatía que prácticamente se agota en la certeza de que el otro sufre, así, en abstracto, nada hay que pueda hacerse para conseguir penetrar en el pensamiento ajeno, en el miedo ajeno, y luchar a brazo partido, como muchas veces se quisiera, contra los fantasmas y las tormentas que ahí se acumulan.” (pp. 73-74).

La soledad aquí es doble: la del personaje narrador y la de su amigo Jacobo. La muerte (asesinato) de este último pone en evidencia que

“la muerte es algo que tiene que ver con la ausencia y esa ausencia tiene que ser percibida por alguien. Los que vivimos solos como perros no podemos morir en este sentido porque ya desde antes estábamos muertos de alguna manera. Para morir de verdad es necesario dejar un hueco, el lugar de la mesa donde te sentabas a desayunar con los demás y en el que ahora ya no se pondrá nadie. La muerte es ese trozo de mesa en el que falta una taza de café con leche. Hay que dejar una silla vacía si quieres morir como Dios manda y que alguna vez alguien te recuerde; y, Jacobo, las sillas vacías que tú dejas nadie las ve, están en una casa sola y cerrada. Por eso, quizá, siento que tu muerte me pertenece, que has muerto sólo para mí como, si hubieran sido las cosas al revés, yo habría muerto para ti solo.” (pp. 146-147)

Que haya intriga, incluso un crimen, no convierte a una novela en un thriller ni la encierra en el corsé de los géneros. La mala luz demuestra una vez más que la buena literatura puede jugar con todo, siempre que tenga detrás a alguien capaz de hilvanar ideas, memoria y experiencia mediante una escritura tan sólida y rica como ésta. El argumento se construye a partir de un puñado de elementos: un hombre solo, una amistad interrumpida por un crimen, una mujer, el furor y la muerte. El narrador es un hombre recién separado que se muda de una ciudad pequeña a Zaragoza, donde también se ha mudado recientemente su amigo Jacobo, a quien unen estrechos lazos de complicidad.

La verdadera fuerza de La mala luz, para mí, está en la construcción del relato a través de un lenguaje como una lengua de viento que enreda al lector y lo empuja hacia adelante, en las imágenes que crea y recrea (hay mucha memoria, que sea autobiográfica o en parte inventada tampoco es relevante), en la literatura vivida como parte de la propia biografía, como un posible salto final. Hay un sólido recurso a otras voces, otras historias que son asumidas por el narrador como parte de sí mismo (entre otros, dos autores que también leí con atención, Marguerite Duras y, sobre todo, Paul Celan), y no se percibe como mera referencia cultural: se asume como parte de la propia experiencia del narrador, que el lector hace suya.

A lo largo del intenso monólogo del narrador se suceden piezas diversas que podrían tener unidad dentro del relato principal, pero que no me parecen cuentos independientes hilvanados con un hilo conductor. Son historias dentro de la historia, referencias a la memoria o a la realidad externa o al peso de la literatura en la propia experiencia vital, dotadas de cierta autonomía, y que sobre todo confieren al narrador una complejidad muy atractiva.

La mala luz no habla sólo de la vida de ese narrador sin nombre, del horror ante la muerte del amigo y de la seducción que también a él lo arrastra. Habla de nosotros, de lo que somos; y lo que somos es soledad y necesidad de belleza (precisamente porque estamos solos), necesidad de encontrarnos con nosotros mismos como hace el personaje después de la muerte del amigo, investigando su propia vida hacia atrás. La necesidad del recuento, aunque sea en forma de desencanto –cómo si no–, para seguir.

martes, 28 de enero de 2014

el rabillo del ojo

© Eva Lootz, "Cuadro negro", 1974.



"Lo visible está sembrado de pliegues donde se esconde lo que no tiene nombre.

(…)

Seguir mirando por el rabillo del ojo.

En la periferia del ojo se encienden los fuegos nuevos.

Por las zonas fuera de foco entra lo que no tiene nombre.

En la periferia del ojo hay cuerpos suspendidos que desaparecen si los tratas de enfocar.

En el rabillo del ojo se ve lo que está a punto de aparecer.

En el rabillo del ojo es donde no hay centinelas.

En el rabillo del ojo es donde somos más vulnerables.

Desde el rabillo del ojo se renueva el mundo."



Eva Lootz, Lo visible es un metal inestable (Árdora ediciones, 2007)


jueves, 16 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (2)

© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

 
"mentir para tranquilizarme, decirme por ejemplo que en su juventud había sido enfermera, que había practicado abortos en una clínica, clandestina por supuesto, hasta que decidió establecerse por su cuenta, y yo asentía en silencio, sin mirarla; recuerdo que en ese momento pensé, quizá absurdamente, que si la miraba mucho no podría olvidar su cara, la expresión que tendría mientras me hiciera lo que tenía que hacerme; yo decía que sí a todo con la cabeza, había quedado desarmada por el llanto cuando me había reprendido por haber venido sola, aunque luego se había solucionado todo con un poco más de dinero: aunque no fuese lo habitual, iría a una casa de confianza, donde me cuidarían hasta que fuera necesario; eso sí: no más de una semana; y me pareció razonable, todo me parecía bien, no había nada que objetar a las condiciones, no había otro sitio adonde ir, asentía y evitaba mirarla, así que mientras clavaba mis ojos en los ojillos cristalinos del gato de porcelana o de plástico más próximo, mientras me dejaba hipnotizar por aquella presencia sin hálito, imaginaba que esa figurilla ridícula fundía el espacio de aquella habitación trasera, que bajo su influjo ilusorio todo perdía su apariencia hostil, que incluso la abortadeira, cuya cara cerosa ahora sé que no voy a olvidar en mucho tiempo, que tal vez no olvide jamás, incluso ella era una mano amiga: ¿no había aceptado atenderme a pesar de haber aparecido sin compañía?, ¿no me ofrecía una habitación en esa casa de rehabilitación en la Costa de Caparica?, ¿no me trataba con amabilidad, e incluso con atención afectuosa?, y aunque no llegaba a tanto el engaño, me obstinaba en verlo todo como no era, consciente de que se trataba de un subterfugio, de que esa mano no era amiga, ni enemiga, que era simplemente una mano fría como esa habitación, codiciosa y, así lo esperaba, hábil; hasta que sentí los dedos fríos sobre mi hombro, porque debía de haberme dicho algo que no oí, y lo repitió con aspereza: Que ya puede echarse en la cama con las piernas bien abiertas, y sin moverse, ¿me ha oído?, no se me mueva por nada del mundo"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 93-94.

martes, 14 de enero de 2014

Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza

Nadie me verá llorar (1999)
Cristina Rivera Garza (1964)
Tusquets, 2003, 254 p.

“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”, y aún más, “¿Cómo se convierte uno en una loca?”. Son dos preguntas recurrentes en esta extraña y hermosa novela a la que he llegado como se llega a los mejores libros: un poco por azar, un poco por haber oído o leído el nombre de la autora a escritores cuya opinión tengo en cuenta. Y ha sido un verdadero acierto: ahora sé que volveré a leer a Cristina Rivera Garza. Esta es la segunda novela de esta mexicana ya reconocida, después de la cual ha publicado otras seis. La autora, además de narrativa, escribe poesía y ensayo, y se dedica a la docencia de la escritura creativa en la Universidad de California en San Diego.

Nadie me verá llorar es la loca Matilda Burgos, y es el morfinómano Joaquín Buitrago, que primero fue fotógrafo de prostitutas y ahora lo es de locos en el manicomio mexicano de La Castañeda. Es el México de principios de siglo, de Porfirio Díaz a la Revolución y el fin de ésta. Los temas más evidentes son la locura, la adicción, la muerte. Y la soledad. A través de un narrador en tercera persona –el título, en este sentido, juega al equívoco– vamos descubriendo la historia de Matilda y de Joaquín, los hilos y personajes que unen ambas vidas destinadas al desencuentro. No hay linealidad, y el dominio de la trama mediante los saltos de tiempo es uno de los muchos logros de esta novela.

“Así, la ausencia de Diamantina fue toda suya. Coleccionó sus recuerdos y, uno a uno, los colocó en un lugar recóndito. Después cerró la puerta y puso el candado del silencio. «Nadie me verá llorar. Nunca». Más que el dolor mismo, Matilda temía la compasión ajena. Desde tiempo antes y sin saber, había decidido vivir todas sus pérdidas a solas, sin la intromisión de nadie, a veces ni de sí misma.” (p. 164)

Hay numerosos aspectos destacables en este libro, empezando por el uso del lenguaje, denso y rico en metáforas, bien ritmado, donde se advierte a la poeta que también es Rivera Garza. Por su parte, los propios personajes de Nadie me verá llorar son extremadamente ricos e imprevisibles. No bastan el estigma de la locura o la drogadicción para justificar la ambigüedad y el comportamiento caprichoso de Matilda y Joaquín. Son personajes arcanos, abiertos a la imaginación lectora. Como están abiertas a la imaginación esas fotografías de Joaquín Buitrago, búsqueda de una interioridad en la apariencia: las mujeres de las casas de citas, las locas y, por fin, las ausencias, fotografías de lugares y objetos abandonados por una presencia humana aún latente: un sofá vacío que conserva el pliegue del peso de un cuerpo que ya no está, los columpios recién abandonados en los parques, una taza con la huella del lápiz labial de una mujer.

También destaca el trabajo sobre la realidad, tanto en lo que se refiere a la institución psiquiátrica como a la propia historia mexicana; no en vano la autora es, además, doctora en Historia con una tesis sobre el propio manicomio de La Castañeda y los relatos de los enfermos en él recluidos. Es algo muy patente en los capítulos 3 (donde se reproducen y recrean expedientes de los enfermos) y 8 (donde se reproducen los escritos de Modesta Burgos L., la enferma real a partir de la cual Cristina Rivera Garza construyó el personaje de Matilda). Sin embargo, la historia mexicana no es el centro de la novela y, aunque no se limita a ser un mero escenario –baste con nombrar la presencia de Diamantina y del anarquista Cástulo, ambos comprometidos en la lucha contra la explotación obrera–, sí es cierto que “Matilda Burgos y Joaquín Buitrago se han perdido todas las grandes ocasiones históricas” (p. 211), absortos en sus propios laberintos.

Una novela, pues, intensa y riquísima, construida con los materiales del estudio y del trabajo del lenguaje, que me hace suponer que volveré a disfrutar y aprender (tantas veces es lo mismo) con la lectura de otras obras de esta autora.

lunes, 13 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (1)


© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

"Y aquel piso al que, por un poco más de dinero, me llevaron la semana pasada, al que yo pedí que me llevaran porque estaba sola y no quería recuperarme donde mi madre, en la Cova, yo ignoraba que estuviera en aquellas condiciones ni en un barrio clandestino cerca de la Costa de Caparica, un barrio sin agua corriente ni suministro eléctrico ni recogida de basuras ni nada, como suele pasar con estos barrios que algunos quisieran invisibles, pero que están inevitablemente ahí, y que de nada sirve derribar o desplazar. En aquel piso, acaso de algún familiar de la abortadeira, habían robado la luz de alguna parte, y con ella encendían varias bombillas desnudas en el cabo de cables que colgaban de techos y paredes sin pintar. Allí he pasado estos últimos cinco días, Tiago, en una habitación sin muebles, con dos o tres colchones en el suelo, una vieja estufa que olía a gas, y una ventana que no daba al mar. En ese cuarto vacío he comido, dormido, pasado largas horas sola, con la visita regular de una mujer que debía de vivir en el piso de al lado, una mujer con aire manso y sin dotes ni formación alguna para asistir a enfermos, que se limitaba a suministrar compresas, fármacos, comida y agua en un completo mutismo. No he estado siempre sola, sin embargo, pues cuando pude levantarme y caminar por mi propio pie comencé a pasearme por la casa, a entrar en otras habitaciones semejantes con mujeres en situaciones semejantes a la mía, a veces peores que la mía; y allí estaban esas adolescentes, siempre pálidas y susurrantes; y una mujer de cuarenta y cinco años que no dejaba de sangrar y fumar; y el último día una mozambiqueña a la que tuvieron que llevarse al hospital porque algo había salido mal. Y cómo no va a salir algo mal de vez en cuando, cómo es posible que no salga mal más a menudo, y no porque se haga sin ginecólogo, ni enfermera, sin quirófano, ni ecografía, ni anestesia, sino porque se realiza sin higiene, sin conocimiento, en cualquier habitación más o menos limpia, más o menos oscura, húmeda o fría, con polvorientos animales de plástico o de porcelana que miran con ojos tristes cómo me desnudo de cintura para abajo mientras la abortadeira dice ya verá como no duele tanto, es más lo que se cuenta que"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 49-50.

jueves, 9 de enero de 2014

Everything will be taken away

© Adrian Piper 2009

Nos lo van a quitar todo, escupe él (no lamenta) / Quiénes. / Ellos, los otros. / Todos somos los otros, susurra ella. / Me refiero a esos otros que borran, los borradores de todo. / Qué manía con ver la cosas tan negras, sólo porque estén recortando un puñado de derechos y libertades. / ¿Un puñado? Un puñado es lo que cabe en un puño. / Ya te estás poniendo revolucionario, tú. / La única revolución posible es / ¿Cuál?, interrumpe ella. / Déjalo, puede que tengas razón: lo veo todo como si estuviera emborronado. / Todo está emborronado, cielo. Anda, apaga la luz, no vas a notar la diferencia.

lunes, 16 de diciembre de 2013

La habitación oscura, de Isaac Rosa

La habitación oscura (2013)
Isaac Rosa (1974)
Seix Barral, 2013, 248 p.

Por azar (¿sólo por azar?), esta novela guarda una relación con Los pichiciegos, de Fogwill, el último libro sobre el que escribí en esta bitácora (que espero pueda seguir manteniendo a flote). En ambas está el agujero, el refugio que se opone a la realidad de afuera. Cierto, en la de Isaac Rosa el mundo exterior no está bajo los efectos de una guerra convencional, aunque en cierto modo sí encontramos otro conflicto, y ruina. Pero no voy a establecer más parangones, porque quiero decir algunas cosas sobre La habitación oscura.

¿Qué es esa habitación oscura? Es metáfora, claro, pero es ante todo un sótano de un local, cegado, donde un grupo de personas de ambos sexos se reúnen durante quince años, donde se tocan, se evitan, buscan estar solos o, como al principio sobre todo, donde los cuerpos se encuentran a ciegas y se acarician, se lamen, penetran y son penetrados. La novela comienza el último día de existencia de esa habitación oscura, y va narrando la diversidad de sus funciones, la evolución de las propias personas que la fundaron y frecuentaron. Pero al hacerlo narra también nuestro tiempo: los años de economía hinchada y nuevorriquismo, la llegada de la crisis y los consiguientes fraudes, recortes y explotaciones realizados en su nombre. En la habitación los personajes van abandonando el cuerpo, objetivo primero, y se van encontrando con la realidad de afuera, comprenden pero también se dejan manipular, como lo habían (lo habíamos) hecho toda la vida al dejarse (dejarnos) llevar por la corriente. Cambian, mudan de piel:

“(…) ya no éramos aquellos, fueron otros los que se besaron y masturbaron y penetraron y de los que todavía quedaba un olor acre en el aire, aquellos que un día fuimos y de los que nos habíamos desprendido como animales que al crecer cambian la piel y dejan tras de sí una vaina retorcida que al pisarla se deshace, crujiente: nuestras cortezas huecas quedaron aquí dentro, dispersas por el suelo, abandonadas en abrazos y cópulas inmóviles como ceniza pompeyana.” (p. 82)

Y la novela también va mudando de piel. Lo que empieza como un juego de grupo se transforma en refugio, lugar para escapar del estrés, del asco, de la ruina que poco a poco va dominando lo de afuera. Algunos abandonan, otros regresan pero con otras intenciones, más políticas. Ahí empieza la parte más intrigante de la novela, lograda como gancho eficaz aunque sin mantener el mismo nivel literario: contraespionaje antisistema que se vuelve contra el propio grupo, contra la habitación oscura, en una realidad en la que nadie se escapa de ser espiado y controlado:

“Y ahora pensamos que, de la misma forma que aquella tarde fuimos grabados por el ordenador mientras Silvia nos enseñaba los vídeos en la habitación oscura, quién sabe si también nos grabó anteayer, mientras Jesús nos mostraba este mismo vídeo, como en un bucle infinito, una sucesión de espejos que se reflejan a sí mismos: grabarnos mientras vemos el vídeo en el que descubrimos que nos estaba grabando mientras veíamos un vídeo.” (p. 246)

El manejo del punto de vista y del narrador es excelente en La habitación oscura. El personaje central es la propia habitación, los demás son en cierto modo extremidades de la misma, personajes esbozados aunque con nombre, a los que el narrador se dirige en segunda persona, y muy a menudo en primera de plural: un nosotros que nos incluye como lectores. De hecho, me parece evidente que ese nosotros también va dirigido (no en exclusiva, claro) a lectores de entre veinticinco y cincuenta años, que viven la crisis en primera línea, que conocen lo que hubo antes y barruntan lo que vendrá después. No por casualidad el departamento de promoción de Seix Barral ha colocado una faja con la frase “La novela de tu generación”.

El mérito mayor de la novela, o, cabría decir, de las novelas de Isaac Rosa que he leído (desde El vano ayer a ésta) es el de saber conjugar con éxito una mirada analítica y crítica sobre la realidad con la construcción de un discurso literario sólido, despojado de esquematismos y simplismos. En algún momento he tenido la tentación de establecer nexos entre las últimas novelas de Isaac Rosa y algunas novelas de Saramago, pero quizá sean más las diferencias que las similitudes.

La novela, con todo, puede resultar reiterativa en algunos momentos, aunque eso no llega a perjudicar al conjunto. Me parece más lograda que La mano invisible (2011), en cuya primera mitad estuve a punto de abandonar (afortunadamente no lo hice), y también mejor escrita que El país del miedo (2008), pero yo sigo prefiriendo El vano ayer (2004), que aún considero una novela redonda. En La habitación oscura encontramos un discurso político consciente que el autor levanta con herramientas literarias sólidas, que la convierten en una de las novelas más logradas y sugerentes sobre este presente de crisis y fraudes.

viernes, 29 de noviembre de 2013

a(/des)plazamiento

Es algo diferente del bloqueo. Está el presente, la novela que por fin ha visto la luz, y la otra, la que sigue parada y hunde sus uñas en cualquier parte, en algún lugar adentro que no es cuerpo ni mente, adentro. Otro aplazamiento. Ahora, es culpa del cambio (siempre hay algo que tiene la culpa: el trabajo antes, los niños casi siempre, o Roma). Porque Roma bulle afuera, bajo el Gianicolo (la colina de Jano, claro). Escapo a descubrirla algunas mañanas. Ayer Mario correteaba por las salas del Palazzo delle Sposizioni mientras yo miraba una muestra de fotografías de Roberto Nistri titulada "Nel selvaggio mondo degli scrittori": escritores italianos de hoy, algunos de ellos bestsellers, retratados "en su habitat natural". Esa sensación de vacío, de que todo es pose, y de que eso tampoco tiene importancia. Ninguna importancia. Imagino esa misma sala, con Mario corriendo y rompiendo su risa contra las bóvedas blancas, sin nadie más. Ni siquiera esas caras planas. Ni siquiera yo, sólo ojos mirando a mi hijo que corre y ríe hasta detenerse, para mirar a su alrededor, buscando, llamándome. Y yo ya no estaba. Yo era la única fotografía de la sala. Y estaba de espaldas a todo.

© Keiko Miyamori.

lunes, 21 de octubre de 2013

amoR


La lozana andaluza tenía como soporte ese palíndromo clásico. Su relectura, junto con la de la Celestina, el Lazarillo y otras obras de los siglos de oro, me ayudó en la escritura de la parte de Inês do Carmo en mi novela Dos olas. Ahora, después de tres largos años de espera, ha llegado por fin la edición de mi novela y su promoción. Me llegan a través de internet las primeras impresiones de su lectura, y es extraño: todo esto sucede a mil y pico kilómetros de distancia. Pero lo más extraño es, después de dos meses aquí, que todavía me sorprenda de estar viviendo en Roma.

En los últimos dos meses la vida del autor de este blog ha cambiado de golpe. Meses sin escribir ni una línea, sin apenas reposo ni tiempo para leer. Ni un minuto para tratar de compartir lo sentido con esas escasas lecturas. Necesitaría una vida gemela para tratar de escribir algo sobre libros tan intensos y valiosos como La hora violeta, de Sergio del Molino; Por si se va la luz, de Lara Moreno; Coetzee, César Aira, la Vita di Pasolini de Enzo Siciliano (inevitablemente, empiezo a italianizar mis lecturas).

Meses de cambios intensos, sí, que todavía no acaban. Mudanza en el sentido completo: de lugar, de objetos y gentes, de lengua, de país. También ser padre en otro país cansa. Acostumbrarse a otros ritmos, a otro elemento. Despacio. Hay tiempo. Roma es tiempo.

lunes, 24 de junio de 2013

Los pichiciegos, de Fogwill

Los pichiciegos (1983)
Fogwill (Rodolfo) (1941-2010)
Periférica, 2010, 215 p.

Tantas veces, uno desearía no estar allí donde se nos obliga a estar, poder cavar un agujero donde escondernos y negar que eso que se nos impone es real. Cuánto más en una guerra, más aún en una en la que la derrota es segura. En la primera novela de Fogwill, escrita de forma simultánea a la guerra de las Malvinas, se muestra la vida y desventuras de una veintena de desertores argentinos que han cavado un refugio secreto, que llaman la Pichicera, en el que sobreviven mediante rapiñas y trapicheos con ambos bandos. Allí los pichis crean sus propias reglas, aunque son cuatro de los fundadores, los Reyes Magos, quienes organizan y adoptan las decisiones importantes. Ese agujero, sin embargo, no es un hueco capaz de aislarlos de la realidad: la sustituye sólo en parte, creando una nueva donde se pierde en lo material, y se engaña la libertad (no hay oficiales ni vida cuartelera, pero igualmente se constriñe el espacio de libertad con nuevas reglas y condicionantes, como el de no poder salir sino de noche).

La novela tiene varios puntos de interés, el principal a mi juicio es la forma en que se narra y se dosifica la información: primero no se sabe muy bien qué está ocurriendo, quiénes son esos hombres que pasan frío y sufren carencias de todo tipo, después vamos descubriendo el porqué de sus penurias y rutinas, su forma de ver la vida desde ahí abajo. Hay alternancia de un narrador en tercera persona, omnisciente, y Quiquito, un pichiciego que anota y graba. El diálogo es una de las formas más frecuentes de narrar esta historia, diálogos impregnados del habla argentina popular. Al fin y al cabo, los pichis no son sino jóvenes de provincias, adolescentes algunos, hijos de obreros arrastrados a la guerra por la dictadura argentina para defender las islas de la invasión británica.

Los pichiciegos es un retrato feroz de la guerra a través de una situación que roza el absurdo, y que no se asienta ni en el realismo político ni en un antimilitarismo manifiesto. Está más cerca del teatro del absurdo que de la novela social, y no extraña que se halla dramatizado varias veces: ahí pesa la fuerza de los diálogos y del escenario cerrado, los ruidos de la guerra afuera, tan cerca.

Cierro con un apunte personal. Aún no sé por qué siento tanta fascinación, en literatura pero también fuera de ella, por los lugares subterráneos, las galerías, toperas y pasadizos. En mi primera novela, Estragos, constituían un elemento fundamental: era lugar de conocimiento para Alicia y Ángel. No dejan de interesarme. Tiene que ver con la luz (como ausencia y promesa), pero también con la apariencia de aislamiento, que nunca se alcanza.

miércoles, 12 de junio de 2013

ser y representar


Que yo recuerde, suelo preferir el libro a la película. No sólo por la libertad de composición imaginaria de espacios y fisonomías, sino porque el lenguaje del cine es mucho más limitado para entrar en digresiones narrativas que son fundamentales para dar fondo y peso a la trama y a la acción de los personajes. También me pasó con La insoportable levedad del ser. Hace unos años leí mucho a Kundera, que ha sido una referencia importante no ya para mi escritura (de eso no siempre soy consciente, lastres del improvisador), sino para mi forma de ver la vida. La novela es mejor que la película, no hay más que decir. No tengo intención de escribir sobre ambas. Esto es sólo un brevísimo apunte. Lo que vengo a decir es que, incluso cuando se trata de poner cara, expresión y emoción a los personajes, la novela es superior. Solo que en la película está Juliette Binoche. Ahora ya, incluso en la relectura, Tereza será siempre ella.

jueves, 6 de junio de 2013

Infidèles, de Abdellah Taïa

Infidèles
Abdellah Taïa (1973)
Seuil, 2012, 188 p.

Podría ser tentadora la comparación de Abdellah Taïa con Mohamed Chukri, de quien también he escrito algo en este blog. No digo que no sea pertinente establecer nexos y puentes, siempre que no se caiga en la idea reduccionista de endosarle a Taïa, por haber llegado después y seguir vivo, la etiqueta de “nuevo Chukri”. Ambos son marroquíes y trasgresores, ambos atienden a la marginalidad y moldean su literatura a partir de los materiales que les proporciona su propia experiencia. Si en Chukri la crudeza y la pobreza son más evidentes, en Taïa cobra más fuerza la denuncia del régimen alauí, la desigualdad, la sumisión, el machismo y la homofobia. Sin embargo, en el segundo la biografía no pesa tanto, está al servicio de la ficción, y cada vez más. Es la materia prima a partir de la cual novelar. No se trata de decantarse por uno u otro, pero creo que ese es uno de los varios aspectos que diferencian a dos autores que vale la pena leer. Pero aquí voy a hablar de Abdellah Taïa. (Nota: Aunque en las traducciones al español se escribe Abdelá Taia, prefiero respetar la forma en que él firma sus obras en la lengua en que las escribe, el francés.)

Afincado en París desde 1999, Abdellah Taïa salió del anonimato al ser el primer personaje público marroquí en reconocer su homosexualidad, en la revista Tel Quel en 2006. Escritor en lengua francesa (mientras que Chukri escribió siempre en árabe, y con frecuencia en dialectal marroquí), de su obra destacan Mon Maroc (2000) (traducido por Lydia Vázquez Jiménez para Cabaret Voltaire), L’armée du salut (2006), Une mélancolie arabe (2008) o Le jour du roi (2010) (las tres traducidas por Gerardo Markuleta para la editorial Alberdania).

Con Abdellah Taïa me ocurre algo no poco frecuente: que me interesa mucho lo que cuenta, su mundo íntimo, su visión de Marruecos, aunque no siempre me convence la forma en que lo hace. Hay un despojo del lenguaje, una tendencia a la máxima simplicidad, la frase cortísima, el párrafo de pocas líneas o una sola, una desnudez explícita y reiterativa, un estilo inmutable que no siempre hace honor a lo narrado. Es un tono que podría recordar a Marguerite Duras si lograra tan a menudo la intensidad de las imágenes y sensaciones que creaba ella. Por supuesto que hay intensidad en el autor marroquí, pero no tanto por el uso del lenguaje (aunque a veces también), como, una vez más, por lo que se está narrando.

En sus últimas dos novelas, Taïa va despojándose de su propia biografía para crear ficciones en las que la experiencia está al servicio de personajes autónomos. En Le jour du roi (2010), Omar, adolescente pobre de Salé, narra cómo se siente traicionado cuando su mejor amigo, el rico Khalid, le oculta que ha sido el elegido para besar la mano de Hassan II en su visita a la ciudad. Entre la ensoñación y la rabia, Omar se dejará llevar por la envidia. La novela se asienta sobre el tema de la desigualdad entre pobres y ricos en Marruecos, y trata la sumisión, los celos y, particularmente, el poder divino, temible y omnímodo de Hassan II en sus años de plomo (está ambientada en 1987). Quizá su mayor logro sea el uso de la parodia para tratar el tema de la desigualdad bajo la monarquía sagrada marroquí, así como la denuncia de las desigualdades mediante la caracterización de los personajes de la criada Hadda (un retrato excelente de la servidumbre) y del contradictorio Khalid.

En la última hasta ahora, Infidèles (2012), Taïa introduce mayor complejidad estructural, puesto que se sirve de varios narradores. En ella está la vida de la prostituta Slima y su hijo Jallal, que descubren a Marilyn Monroe en River of No Return, la película de Otto Preminger, y la convierten en su diosa protectora. Madre e hijo simpatizan con un soldado anónimo, uno de tantos clientes, que tras su marcha a la guerra del Sáhara es borrado, acusado de traición. También Slima es acusada de traición, encarcelada y torturada sistemáticamente. Su vida queda rota para siempre y se refugia en una fe íntima, alejada de los dogmas del islam. También el islam acaba siendo el último refugio al que es arrastrado Jallal, en su caso por amor a un islamista manipulador. Por la novela transitan personajes tan memorables como, además de Slima y Jallal, el islamista Mathis-Mahmoud, o la vieja celestina Saâdia:

“Le monde m’a toujours donné une autre image de moi-même. Je suis perverse. La vieille perverse dont tout le monde a besoin. Un peu sorcière. Un peu médecin. Un peu pute. La spécialiste du sexe.” (28)

La visión que ofrece Taïa de la historia marroquí, además de ir a contracorriente de la versión oficial, tiene una aparente frescura que apenas logra esconder su ácida crítica. Como, por ejemplo, el tema tabú del Sáhara:

“C’était le milieu des années 80.
Le Maroc avait soudain besoin de plus de soldats. On les formait à Salé, à Kenitra, à Meknès, et on les expédiait au sud, dans le Sahara, défendre un désert soudain devenu un territoire national, une cause sacrée. Un tabou. Un mystère. Une fiction. De la science-fiction.”
(60)

Con todo, el peso de Infidèles recae en Jallal, niño y adolescente, siempre inmaduro y soñador. Acaso todavía demasiado parecido al personaje que el autor ha creado de sí mismo:

“Quelque chose arrive. Je le vois. J’y suis.
J’avais changé de réalité, j’étais entré pour de vrai dans la fiction, j’avais traversé la frontière. Pris d’autres couleurs.
Le temps s’est arrêté.
J’étais dans le vrai.
Dans le chant.
Sur un arbre.”
(75)

jueves, 30 de mayo de 2013

volver a Paris, Texas


Buscar. Regresar. La historia de Travis, Hunter y Jane. Volver a ver esta película como si fuera la primera vez. No por haber olvidado: porque la mirada es nueva ahora. La historia de Sam Shepard no sería gran cosa sin las imágenes de Wim Wenders y la guitarra de Ry Cooder, esos paisajes para una desolación. Buscar y encontrar. Regresar a donde no hay posible retorno. No necesitaba tener hijos para entender, pero ahora entiendo de otra manera la película. Entiendo a Travis. Pero entiendo más a Jane.