Hay tardes en que uno se siente tan pequeño. Y además está ese gusano (vacío, tristeza, no sé) que bulle adentro y nos empuja a salir, a ponernos en movimiento. Caminar hasta el Tevere, y allí seguir la trayectoria cruzada de grajos y gaviotas sobre el agua. De regreso a casa, el gusano dormido, buscar el libro que necesito y releer viejos subrayados. Y encontrarme allí, pensar que eso fue escrito para mí. Aprender algo de mi vida:
“Paseas, y los rostros de la gente te muestran las mil figuras posibles de la repetición – los miras como de niño mirabas a los adultos, a distancia. Hay quien anda por las calles con su sombra, otro acompaña a un perro imaginario mucho más presente que cualquiera de los perros reales, está el que lleva un caballo de la brida, y también el que va con un chimpancé de la mano – hay adolescentes que andan como en zancos, y ancianos que caminan casi de rodillas. Los tímidos siempre acarrean dos cubos llenos de lluvia, los prepotentes conducen una cuadriga ilusoria tirada por cuatro yeguas blancas, y los fatuos airean una pandereta. Pero el que pasea no tiene nada que ver con los adultos. Esos tipos nunca serán tu gente. El que pasea siempre pasea con un niño de la mano: es siempre el niño imposible que fuimos quien pasea con nosotros – un niño que ha decidido aprender algo de su vida y, mientras en la escuela se ofician los funerales por el día de mañana, él se regala una tarde de novillos.”
De una relectura de Miguel Morey, Deseo de ser piel roja, Anagrama, 1994, p. 121.
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