En los últimos meses del último año en Roma realicé esta serie de fotos en las que mi mano busca otras manos, juego del tiempo y de la materia, encuentro imposible. (Música de John Dowland)
lunes, 17 de enero de 2022
Mano a las manos
viernes, 1 de mayo de 2020
Brújula
Nunca antes había vivido tanto tiempo en los ojos de mis hijos. En
estos días ambos cumplen años, sus cuerpos siguen creciendo sin sol.
Aislados. Sus amigos ahora son rostros en una pantalla: esas voces de
eco metálico que celebran y muestran juegos en los que no existe
tocarse. Afuera no puede ser primavera: no están ellos para darle
sentido, no estamos. Tampoco el estremecimiento deja huella en la piel, y
sin embargo.
Ventana al atardecer. Afuera, la danza lenta de los vilanos, el tiempo suspendido: los algodones de los álamos tienen su propia música, y no saben. Abajo se oye un estallido en la calle sin tráfico, alguien ha arrojado el vidrio. Es un anciano, permanece inmóvil junto a los contenedores y mira sus manos con guantes azules, como si también fuesen de cristal. Una mujer pasa deprisa junto a esa figura quieta, embozada. Embozados. Las manos, la boca. Es mentira que los días sean iguales: el desorden crece, sí, y la desidia, pero aun así proyectamos, fijamos la mirada en algún lugar, creamos nuevas rutinas. Sabemos, además, que estamos creando memoria. Y eso también nos salva.
Voy tropezando con piezas de madera y coches de juguete dispersos, en todos los rincones de la casa hay momentos de algún juego que nadie ha recogido. Laberintos, efectos dominó, hilos de colores que hemos tensado y evitado como si tocarlos fuese muerte segura. Algunos objetos se pierden, y descubrimos en los lugares más improbables otros que creíamos perdidos hace tiempo. Esta mañana, mientras mi hija hacía grullas de origami, mi hijo me ha traído una brújula. No recuerdo haberla llevado nunca a nuestras excursiones: el sendero siempre ha estado marcado. ¿Lo estará siempre? Sabemos que saldremos de nuevo a caminar, pero ignoramos cuándo y cómo. Mientras tanto, el Norte son nuestros tres dormitorios, el salón es el Sur, y en la periferia están los balcones desde los que nos asomamos a mirar y a batir palmas. Es ahora, en estos días, cuando más sentido tiene la brújula, porque sus flechas apuntan, señalan. Allá, al otro lado. Hacia.
(20 de abril de 2020, durante el confinamiento. Publicado en el nº 2 de El rizo robado)
Ventana al atardecer. Afuera, la danza lenta de los vilanos, el tiempo suspendido: los algodones de los álamos tienen su propia música, y no saben. Abajo se oye un estallido en la calle sin tráfico, alguien ha arrojado el vidrio. Es un anciano, permanece inmóvil junto a los contenedores y mira sus manos con guantes azules, como si también fuesen de cristal. Una mujer pasa deprisa junto a esa figura quieta, embozada. Embozados. Las manos, la boca. Es mentira que los días sean iguales: el desorden crece, sí, y la desidia, pero aun así proyectamos, fijamos la mirada en algún lugar, creamos nuevas rutinas. Sabemos, además, que estamos creando memoria. Y eso también nos salva.
Voy tropezando con piezas de madera y coches de juguete dispersos, en todos los rincones de la casa hay momentos de algún juego que nadie ha recogido. Laberintos, efectos dominó, hilos de colores que hemos tensado y evitado como si tocarlos fuese muerte segura. Algunos objetos se pierden, y descubrimos en los lugares más improbables otros que creíamos perdidos hace tiempo. Esta mañana, mientras mi hija hacía grullas de origami, mi hijo me ha traído una brújula. No recuerdo haberla llevado nunca a nuestras excursiones: el sendero siempre ha estado marcado. ¿Lo estará siempre? Sabemos que saldremos de nuevo a caminar, pero ignoramos cuándo y cómo. Mientras tanto, el Norte son nuestros tres dormitorios, el salón es el Sur, y en la periferia están los balcones desde los que nos asomamos a mirar y a batir palmas. Es ahora, en estos días, cuando más sentido tiene la brújula, porque sus flechas apuntan, señalan. Allá, al otro lado. Hacia.
(20 de abril de 2020, durante el confinamiento. Publicado en el nº 2 de El rizo robado)
viernes, 30 de noviembre de 2018
Conos
En Roma está ocurriendo una revolución silenciosa, una revolución fragmentaria. Sus signos son círculos dispersos, efímeros frente a los grandes círculos que configuran esta ciudad. Cuando uno camina por ciertas aceras, encuentra conos perfectos de hojas secas y desperdicios. Son pequeños montículos que acumulan aquello que la desidia del municipio es incapaz de suprimir, y al hacerlo forman una instalación callejera. Sus creadores son siempre inmigrantes subsaharianos que, con paciencia africana, barren un pedazo de acera, una decena de metros sustraídos a la normalidad de papeles, colillas, hierbajos y excrementos de perro. Es un fragmento fuera de lugar, una subversión de la ciudad ubicada entre dos conos y dos platos de plástico con un puñado de monedas.
Círculos minúsculos contra la grandiosidad del Coliseo y el Panteón, duran hasta que se agota el tiempo de la colecta o la paciencia del viento.
Círculos minúsculos contra la grandiosidad del Coliseo y el Panteón, duran hasta que se agota el tiempo de la colecta o la paciencia del viento.
jueves, 16 de marzo de 2017
a través de la forma en danza
Esta tarde de marzo, esa luz un poco enferma. De paso por la piazza di San Cosimato camino a casa un hombre hacía pompas de jabón gigantes. Alma y Mario, junto a otros niños de la plaza, saltaban para hacerlas estallar. Las enormes burbujas avanzaban a un ritmo lentísimo, movidas por un aria de ópera algo distorsionada que emitía un altavoz junto al barreño del agua jabonosa. Tan lentas, hacia lo alto, las pompas gigantes cambiaban de forma y dirección, negando toda semejanza consigo mismas, en la ebriedad de su mudanza. En su corto vuelo antes de la disolución, a su través he visto el mundo como realmente es.
viernes, 15 de abril de 2016
el canto blanco
Conocí a Einstein en un sueño. Tenía las manos frías y una tendencia a la esquizofrenia. En el sueño era invierno, una isla de casas dispersas, en el norte. Me despertó un canto blanco: el silencio de la nieve. Recordaba haber caminado el día anterior, el sonido de mis pasos hacia el parque solitario. Einstein era una mujer de manos frías, que negaba. Fue entonces cuando empezó a llover sal dentro de mi casa, sal sobre todos los objetos y sal sobre cuanto había escrito. Desperté. En el sueño, desperté.
(Música: Zeno de Rossi trio. Película: "Silent Snow, Secret Snow" (1966), de Conrad Aiken)
lunes, 21 de marzo de 2016
Boussole, de Mathias Enard
Boussole
Mathias Enard
Actes Sud, 2015, 378 p.
Gran novela, que exige una lectura necesariamente lenta, la de quien saborea, pero también la de quien se abre a referencias menos habituales en el imperio de la posmodernidad occidentalizante y disfruta aprendiendo de otras fuentes. Boussole (Brújula), ganadora del último Premio Goncourt, es la larga noche de insomnio del musicólogo vienés Franz Ritter; es la desposesión, el deseo y la memoria, la reflexión, la erudición. La cultura de Oriente y de Occidente y sus influencias múltiples, el orientalismo como construcción mutua; la música y la literatura (europea, árabe, persa...), los viajes y viajeros por Oriente, el opio, la violencia de ayer y de hoy, y muchas otras cosas.
Una novela llena de belleza, de cultura, de melancolía y desencanto no exento de humor amargo. La saudade portuguesa, que es la sawda árabe. Mathias Enard ha escrito una larga divagación, donde la historia de Franz y Sarah no es un núcleo flanqueado por numerosas digresiones, sino un hilo conductor en ese constante fluir de ideas entrelazadas, al vaivén de los recuerdos y las asociaciones, donde las transiciones se hacen imperceptibles. En ese poder de hilar conocimiento, evocación y narración está gran parte de su fuerza. El otro gran mérito es su declarado y ricamente ilustrado alegato en favor de la diversidad y el mestizaje, en estos tiempos donde se vuelve a sacar el fantasma del choque de civilizaciones y el miedo al otro.
jueves, 10 de diciembre de 2015
Malina, de Ingeborg Bachmann
Malina (1971)
Ingeborg Bachmann (1926-1973)
(Trad. de Juan J. del Solar)
Akal, 2003, 342 p.
La única novela de Ingeborg Bachmann es un texto deliberadamente ambiguo, complejo en tanto que abierto a diversas interpretaciones. Es la narración en primera persona de una escritora sin nombre en la Viena de los años sesenta que, aparentemente, vive un triángulo amoroso con dos hombres que no se relacionan entre sí: Malina e Iván. Eso es lo que vamos sabiendo según avanzamos en la lectura del primero de los tres capítulos que componen la novela. En el segundo capítulo aparece “el tercer hombre”, el padre de la narradora, figura omnipresente en sus sueños, devorador y tiránico. Esas tres figuras masculinas se sitúan en un terreno ambiguo entre el personaje novelesco y la proyección simbólica, en diversos grados. Iván, tal vez, es el que adquiere más corporeidad, es más físico, a pesar de que no es la pareja de la narradora, sino su amante, un hombre joven separado que tiene dos hijos pequeños. Malina, por su parte, resulta menos real, voz y voluntad sin cuerpo. A veces llega a parecer una proyección de la propia narradora, una proyección que no muestra una figura contra el muro, sino que es en sí misma un muro proyectado.
Las formas de narrar de que se sirve la voz principal son divesas y favorecen también esa ambigüedad: narración en tiempo presente sobre la vida cotidiana y su relación con Iván y Malina; diálogo telefónico en la que sólo oímos (leemos) la voz de ella; cartas inconclusas o nunca enviadas; un cuento fantástico; una (¿falsa?) entrevista; diálogo teatral; narración onírica; diálogo operístico (con acotaciones musicales), etc.
¿Qué ocurre en la novela? Una destrucción: la de la propia narradora. Pero, ¿puede ser leída sólo en clave feminista? ¿Se reduce a una destrucción de la identidad de la mujer –o de lo femenino– por su relación con los hombres de su vida? Yo, desde luego, no estoy capacitado para dar respuestas. Sólo puedo arriesgar impresiones y tratar de formular nuevas preguntas. En mi opinión, la lectura feminista es pertinente, pero la ambigüedad del texto y su capacidad de generar sentidos favorecen también otras interpretaciones. Y éstas no tienen por qué entrar en contradicción con la feminista, sino que se suman a ella. Las relaciones de la narradora con Malina, con Iván y con su propio padre son muy diferentes y complejas. Por supuesto, contradictorias. Del deseo al rechazo, de la opresión a la complicidad. ¿No podría ser narrada –con las modificaciones obvias– desde el punto de vista de un hombre? Evito deliberadamente el término masculino. Tampoco tengo una respuesta para eso. Creo, claro, que se puede escribir un texto sobre la aniquilación de la identidad por el roce con los otros (o las otras) sin que el género sea lo que (aparentemente) pese más.
Pero está la grieta en la pared. Como aquel tokonoma que decía Lezama Lima en uno de sus últimos poemas, aquí es otra cosa. ¿Es otra cosa? Lugar para la desaparición, allí donde la mujer narradora se contrae y desaparece, o, mejor dicho, allí donde la hacen desaparecer. Sí: es una mujer. Y yo, mientras leía el libro (y ahora que lo pienso), también lo era.
miércoles, 2 de septiembre de 2015
tras una relectura de Bruno Schulz
Estas semanas, por un conjunto de razones que no vienen al caso, he releído a Bruno Schulz. Tenía un recuerdo muy vago de mi primera lectura de Las tiendas de canela y Sanatorio bajo la clepsidra. Qué gozada volver a esa imaginación desbocada, a la fertilidad de un mundo a la vez duro y lleno de posibilidades de escapatoria, a esa prosa llena de sugerencias sensoriales e incluso eróticas. La capacidad narrativa de Schulz era riquísima, pero sobre todo plenamente libre. Una libertad que debe mucho a la propia identidad del autor, llena de entrecruzamientos. Schulz era de origen judío, aunque no seguía la tradición israelita. Mantuvo siempre estrechos vínculos con la literatura y el arte europeos de su tiempo, pero vivió toda su vida en una pequeña ciudad de la Galizia hoy perteneciente a Ucrania, y su lengua de expresión y escritura fue siempre el polaco. La literatura fue sólo una de sus dos facetas creativas: la otra fue la pintura y el dibujo. No es un dato sin importancia: muchas de sus descripciones y ambientaciones están dotadas de gran plasticidad, siempre en el límite entre lo real y lo onírico. Tampoco es casual que Schulz tradujera a Kafka al polaco.
La relectura es siempre un regreso al placer, pero también un redescubrimiento y una redefinición de la experiencia. Entre otras cosas, permite al lector comparar con lecturas posteriores, descubrir vínculos y pasajes entre literaturas, sean deliberados o no. Hay un vínculo claro y explícito con Véase: amor de David Grossman, donde el propio Schulz es personaje central de uno de los libros que componen esa inmensa novela. Grossman acentúa la fuerza imaginaria de Schulz y crea una fábula cargada de poesía. Pero la relectura me ha llevado a pensar en otro hilo, en otro autor, leído hace pocos meses: Mircea Cartarescu. En el autor rumano (al menos en Nostalgia y en Lulu, lo que he leído hasta ahora de él) hay una materia onírica y una forma de afrontar los límites de la realidad que recuerdan mucho a Bruno Schulz. Pero no sólo. También el modo en que se urde la nostalgia de la infancia y la adolescencia. Leyendo a Schulz pensaba a menudo en Cartarescu, en la lectura que Cartarescu seguramente ha hecho del autor de Las tiendas de canela y Sanatorio bajo la clepsidra. De forma más o menos explícita y flexible, la tradición literaria en la que se insertan estos dos autores es la misma. Un lugar sin límites, como diría José Donoso, otro autor que también frecuentó el mismo bosque.
miércoles, 1 de julio de 2015
Lo que a nadie le importa, de Sergio del Molino
Lo que a nadie le importa
Sergio del Molino (1979)
Literatura Random House, 2014, 256 p.
«Si al crecer tenemos suficiente memoria y paciencia, podemos enlazarlo todo y darle incluso forma de libro.» (p. 196)
Para hacer un libro como éste hace falta algo más que memoria y paciencia: para empezar, hace falta despojarse de muchos tabúes, empezando por el temor a quebrar la idealización de las figuras familiares. Y hace falta, sobre todo, tener una cabeza tan bien amueblada como la de su autor. Esta es una narración aparentemente desordenada, llena de reflujos y reflejos, pero armada con una coherencia interna de acero. No sé hasta qué punto todo ha ido cayendo con esa facilidad natural con que resuelven sus narraciones algunos o si responde a un plan previo y minucioso. Tan diferente de la bellísima y aniquiladora La hora violeta, comparte sin embargo con ella no sólo la perspectiva no ficcional, sino la capacidad de aunar con solvencia reflexión y emoción.
Aquí está la historia, y está España. Para un lector que vive fuera de su país desde hace dos años, no hay mejor forma de volver a tener la cabeza en lo de allá que con novelas como ésta: Aparte de la figura del abuelo del autor, José Molina, y de la época que condicionó su vida (guerra civil y franquismo), hay espigados numerosos recuerdos y lecturas del propio autor, de su adolescencia y primera juventud, que se acercan más a mi propia experiencia (y no sólo por haber vivido también en Madrid y Zaragoza). Siendo relevante lo anterior (afinidades o coincidencias), lo verdaderamente valioso es que no es un libro de testimonio de un tiempo, ni puede considerarse una mera biografía salpicada de reflexiones y notas autobiográficas. Es una señora novela muy viva, que parte de una realidad –histórica, sociocultural y sentimental– para configurarla desde otro ángulo.
La escritura de Sergio del Molino es excepcional y ambidestra: No es fácil encontrar a alguien capaz de congeniar con semejante naturalidad la crónica y la prosa literaria, el retrato social o histórico o familiar y la experiencia más íntima (la batalla del Ebro, la figura inestable y al tiempo dura de José Molina o la psoriasis del autor, pongamos), y hacer con materiales tan diversos una obra tan sólida e intensa, que no abandona al lector ni aun semanas después de haberla terminado, como es mi caso.
[Anécdota personal totalmente prescindible: No he contado que, si el tiempo acompaña y me lo puedo permitir, suelo dejar la lectura de las últimas páginas de algunos libros para un rato de soledad en un banco del parque que hay junto a casa, Villa Sciarra. Esta vez no ha podido ser: con mi ejemplar de Lo que a nadie le importa bajo el brazo, acudí a cerrar la lectura y encontré mi banco favorito como se ve en la foto de abajo. Cosas así no influyen en la lectura (¿o sí?), pero al verlo se me cayó el alma a los pies. A estas alturas ya sé que no lo van a arreglar o sustituir pasado mañana: es el final de un lugar lleno de experiencias. Claro, ya me buscaré otro, que no faltan; pero uno es así.]
lunes, 8 de junio de 2015
Una niña está perdida en su siglo buscando a su padre, de Gonçalo M. Tavares
Después de seis años sin volver a Lisboa, uno de los mejores momentos del viaje fue buscar de nuevo la Ler devagar, mi librería favorita y nómada. Ahora está en un espacio muy singular, el Lx Factory, un antiguo complejo industrial en el barrio de Alcântara reconvertido en espacio cultural, de pequeños negocios creativos y bares o restaurantes. Cuando la conocí, en 2002, estaba en un estupendo local junto a la rua da Rosa, en lo más alto del Bairro Alto. Después se disgregó en varios locales. La nueva sede de esta librería mítica es impresionante: una antigua rotativa, un espacio inmenso, de altas paredes llenas de libros, con escaleras metálicas y maquinaria industrial, y con algunas esculturas que parecen remedos de los inventos de Leonardo da Vinci. Cierto que la singularidad no tiene por qué ser aliada de la funcionalidad: encontrar un libro concreto no es siempre fácil si no se usan las escaleras portátiles, lo que convierte la experiencia en un desafío de vértigo. Fue fácil dar con algún libro que buscaba, pero me costó algo más localizar los libros de Gonçalo M. Tavares, un poco inaccesibles. Valió la pena: encontré a esta niña perdida en su siglo en busca de su padre.
Uma menina está perdida no seu século à procura do pai, 2014
Gonçalo M. Tavares (1970)
Porto editora, 2014, 196 p.
Leer a Gonçalo M. Tavares es siempre un placer. Uno de los últimos libros de este autor tan polifacético es esta novela asombrosa. No ha sido incluida en la serie “O Reino”, que reúne novelas como Jerusalém o esa maravilla que es Aprender a rezar en la era de la técnica, pero bien podría estar entre ellas. En Uma menina está perdida no seu século à procura do pai se juega a descomponer la trama en pequeños encuentros y reencuentros, de la mano de un hombre en fuga llamado Marius y de una niña con síndrome de Down llamada Hanna que dice buscar a su padre en la Alemania de una época indeterminada, aunque hay indicios de que es después de los años sesenta.
Lo primero que hay que destacar es la delicadeza con que Tavares concibe esa relación entre Marius y Hanna. No hay, como es previsible, ninguna concesión a la sensiblería. En segundo lugar, llama la atención la riqueza de los propios personajes que encuentran, cuyas historias (¿secundarias?) bastarían para recomendar el libro. Pero hay además toda una serie de sugerencias y reflexiones sobre las relaciones entre el individuo y la historia, o sobre el peso de la realidad, que lo hacen más valioso.
“–Vê, meu caro? Tudo em ordem. Não se trata de fugir, de não querer saber. Trata-se de manter uma direcção. Uma direcção individual. E só por isso resistimos. E por isso estou aqui. E já lhe mostrei que, no mesmo dia em que o meu avô morreu, o meu pai retomou a série. Não se trata de indiferença ou de falta de ligação com o exterior – trata-se simplesmente de continuar, apenas continuar” (p. 90)
Venzo la tentación de hablar a fondo de algunos pasajes del libro, no sólo por mi pereza de los últimos tiempos, sino sobre todo porque aún no ha sido traducido al español. La palabra spoiler es tan fea como su significado. Baste decir que se trata de una novela llena de reflexiones inquietantes y parábolas riquísimas, de preguntas sin respuesta y líneas en fuga que se disuelven en el aire. Muy recomendable para quien ya haya leído a este gran escritor.
miércoles, 27 de mayo de 2015
algo sobre 10:04 de Ben Lerner
“Digamos que fue estando allí de pie cuando decidí reemplazar el libro que había propuesto por el libro que ahora estáis leyendo, una obra que, como un poema, no es ni ficción ni lo contrario, sino un parpadeo entre ambos; decidí alargar mi relato no para convertirlo en una novela sobre el fraude literario, sobre inventarse el pasado, sino en un presente real con múltiples futuros.” (p. 233)
Le debo a Poste Italiane algunos momentos de lectura gozosa. La demora en los turnos me ha permitido avanzar más en algunos libros de lo que puedo en mi propia casa si mis hijos están despiertos. Ayer estuve casi una hora y pude terminar 10:04 de Ben Lerner. Como tampoco tengo apenas tiempo para escribir lecturas e impresiones en este blog moribundo (y cada vez pongo menos ilusión en él), me podría conformar con decir que es muy buena, una novela que ahonda en caminos menos trillados (iba a escribir nuevos, en fin) y abierta al juego. Pero no sería completamente sincero.
Porque la segunda impresión que me queda tras leerla es que 10:04, que se inserta en la última tradición literaria (o sea, la autoficción), juega a caballo ganador. Me gustan las ideas y referencias culturales que maneja y me gusta cómo escribe Ben Lerner, al margen de los procedimientos y materiales que usa (autoficción, metaficción, reciclaje y acumulación pop, que tienen esa pátina de nuevo aunque ya no lo sean), aunque arriesga menos de lo que en un principio parece. Arriesgar tiene su precio, claro: lección de Ícaro. Puede enriquecer un libro o quemarle las alas. 10:04 no es literatura generalista (¿acaso porque no “desarrolla una trama clara, geométrica” ni “describe caras”? –p.190–), pero en cierto modo es ya un tipo de literatura valorada y esperada por un lector habituado a códigos actuales. Y está muy bien, las cosas como son.
martes, 28 de abril de 2015
nombres quemados por el sol (Jenaro Talens)
La memoria. Los ojos. Los nombres llenos de raíces.
Una ciudad fantasma hecha de arcilla.
Miro ese hueco inmenso donde fui: los otros,
en noches largas como mi deseo.
La luz me piensa. Escucho
cómo tu cuerpo hilvana los atardeceres
en esta claridad recién llovida
y se posa en la piedra. Ah, si anunciase
el gorjeo del sol y el agua inmóvil.
¿Oyes?, la noche habla
y un aire arrecia sobre el promontorio
que forman mis dos manos sobre ti.
Mañana habremos de inventar el tiempo,
abrir sus puertas a la luz
para que en este cielo que se desmorona
crezcan de nuevo nombres como frutos,
una semilla de conciliación.
Jenaro Talens
miércoles, 18 de marzo de 2015
La Storia y Lessico famigliare, Elsa Morante y Natalia Ginzburg: dos miradas sobre un mismo tiempo y un mismo lugar
Sin mediar transición he leído estas últimas semanas dos novelas asombrosas de dos autoras italianas de primera fila: La Storia (1974) de Elsa Morante y Lessico famigliare (1963) de Natalia Ginzburg. En mi cabeza, sin que las obras lo pidieran, se han formado nexos y, sobre todo, divergencias. Lo que las separa, sin embargo, son elementos que se organizan de modo complementario en una lectura comparada. Pero vayamos por partes.
La experiencia de entrar en La Storia tiene muchos aspectos en común con la lectura de los grandes clásicos. Pienso ahora en Guerra y paz, con la que comparte la preocupación por la historia y la evolución de los personajes dentro de los vaivenes de la guerra. En la novela de Elsa Morante se hace, sin embargo, una lectura muy diferente de la historia, donde la épica y el romanticismo están fuera de lugar. Al contrario, la historia (con mayúsculas o no) es vista desde un punto de vista crítico, político, aunque desde una aproximación afectiva, a través de los personajes. Porque la historia (esa que se suele escribir con mayúsculas, ahora sí) prescinde de estas vidas minúsculas, las pisotea con indiferencia. En el momento de su publicación (1974), la novela, editada por voluntad de la autora en ediciones baratas, tascabili (de bolsillo), fue muy leída y debatida, precisamente porque provocaba en el lector esa revuelta contra una lectura de la historia despojada de todo sentido de justicia y humanidad.
“Questi ultimi anni”, ragionò con voce opaca, ridacchiando, “sono stati la peggiore oscenità di tutta la Storia. La Storia, si capisce, è tutta un’oscenità fino dal principio, però anni osceni come questi non ce n’erano mai stati”. (p. 584)
Con todo, siendo La Storia una novela densamente dramática y, en su momento, duramente crítica con la idea de historia hasta entonces dominante, contiene una variedad de registros que permiten también el humor, el retrato social, la proyección imaginaria, la exposición ideológica (la historia no como una simple dialéctica al modo marxista, sino como una complejidad que incluye lo trágico), etcétera. Y, conteniendo todo esto, consigue además emocionar por su capacidad para empatizar con los personajes que crea. Ahí está Ida, esa maestra envejecida y siempre temerosa; y el inocente y precoz Useppe; o Nino, bribón y chulesco, capaz sin embargo de una ternura inolvidable con su hermano Useppe (“Che me lo dài, un bacetto, a’ Usè?”), todos ellos personajes inolvidables. Como también lo son Davide Segre, judío anarquista que acaba por entregarse a la adicción a la morfina, e incluso la perra Bella. Tanto como los personajes, tiene gran fuerza la relación que se establece entre ellos, con el polo centrado siempre en Useppe. La Storia logra lo más difícil: que, a pesar de ser una novela profundamente triste, marcada por la muerte, se mantenga un tono profundamente vitalista.
La novela es, por otra parte, un retrato muy rico de la Roma durante la guerra y la posguerra. En ella están algunos de sus barrios populares, como San Lorenzo, el Ghetto judío, Testaccio, Porta Portese, y arrabales de la periferia romana como Pietralata, el Tevere más allá de Via Ostiense y San Paolo… Lugares en el tiempo de la ocupación nazi, de la liberación y la dura posguerra. Pero está además muy presente la lengua romana en muchos de los personajes, y sobre todo en Nino, Ninnarieddu (“Annamo, viè’!”).
La Storia conforma un viaje fascinante en la historia y el espacio de esta ciudad increíble. A ratos intensa, tierna, triste, y a ratos llena de humor y vida. Es cierto que permanece anclada a una determinada forma de narrar que un lector actual no suele digerir con facilidad: me refiero particularmente a las prolíficas descripciones de personajes secundarios, antepasados, etc. Todas ellas cobran sentido a la hora de componer el cuadro general que se propuso Elsa Morante, y por tanto no tendría sentido reprochárselo, si bien algunos de esos pasajes pueden resultar algo tediosos. Toda gran novela clásica los tiene, y La Storia lo es, sin duda alguna.
A pocos se les escapa que la novela, desde hace tiempo, no se limita a las obras de ficción. La literatura del yo, la crónica novelada, la non fiction y otras novelas no siempre clasificables que parten de la ausencia de ficción como base narrativa son cosa vieja. Existe un terreno fronterizo, donde la memoria juega con la invención, donde la honestidad es otra cosa, que no se limita necesariamente a la narración fidedigna de hechos pasados (¿no es eso una impostura, una pretensión acaso imposible desde el terreno de la literatura?), ni siquiera a su recepción sentimental. Memoria creada, antes que recreada, selección de lo narrado y lo silenciado: otra forma de invención. La novela lo permite (casi) todo e, independientemente de su profundidad o altura, son novelas, y basta. Lessico famigliare de Natalia Ginzburg es uno de los ejemplos más claros, ya clásico. Y es, además, de forma consciente o no para muchos autores (mujeres u hombres) que han venido después, uno de los libros referenciales a la hora de construir su obra.
Lessico famigliare narra aspectos de la vida familiar de la autora desde su infancia en tiempos del fascismo hasta los años cincuenta, en que se mudó a Roma con su segundo marido. Inmediatamente entramos en un mundo cargado de anécdotas familiares, pequeñas historias, frases recurrentes que marcan la historia de los padres de Natalia Ginzburg y de sus hermanos. También forman esa compañía familiar los amigos, algunos de ellos bien conocidos, como Cesare Pavese, Adriano Olivetti o Vittorio Foa, y su primer marido, Leone Ginzburg. Así la escritora logra lo que parece uno de sus propósitos: no hablar de forma concreta o directa de sí misma, sino de quienes la rodean (y, en todo caso, de sí misma a través de ellos). Y lo hace mediante un discurso distanciado, entre la ironía y la mirada adolescente.
Lo que en un principio resulta más sorprendente en Lessico famigliare es el aparente distanciamiento respecto al centro de la narración: una familia antifascista y judía en una época dominada por la intolerancia y, sobre todo desde la presencia nazi en Italia, por el antisemitismo exterminador. No hay una aproximación dramática, ni siquiera se hace patente una perspectiva temporal e histórica de los acontecimientos. Pronto nos damos cuenta de hasta qué grado es deliberado ese ángulo, cómo pretende en todo momento no caer ni en el testimonio ni en el patetismo. Ni siquiera al referirse a la pérdida de su marido, Leone Ginzburg, muerto en prisión en 1944 a causa de las torturas a que le sometieron sus carceleros nazis. Muy lejos está la experiencia de Primo Levi, que imposibilita ese distanciamiento, iniciada con Se questo è un uomo (novela que fue rechazada por Einaudi en su primera edición, a pesar de contar con la acogida favorable de la propia Natalia Ginzburg, frente al parecer contrario de Cesare Pavese). Lo que sí hay en Lessico famigliare es cierta nostalgia de un pasado perdido y de un modo de vivir que ya no podrá repetirse. Su mirada sobre esa familia judía es íntima y afectiva, no cargada de peso identitario o tradicional, y está marcada por la cadencia humorística, despojada de toda solemnidad y desgarro.
La Storia y Lessico famigliare, por tanto, son ambas novelas producto de dos autoras que vivieron la misma época en el mismo país, ambas desde el rechazo al fascismo: dos novelas ambientadas en el tiempo de la dictadura, guerra y posguerra en Italia, en las que la presencia del mundo judío es importante. El prisma narrativo, el tono, los propósitos son bien diversos. En La Storia, novela de ficción, prevalece un discurso ideológico y una finalidad múltiple, en la que no está ausente lo pedagógico. Predomina el dramatismo, la proximidad afectiva hacia los personajes, aunque tampoco está exenta de humor. Mientras, en la novela de Natalia Ginzburg, donde no hay ficción alguna, la memoria no se pone al servicio de la historia, sino de su elusión consciente. Y sin embargo, sin afrontarlo directamente, sin narrarlo, como quien gira en torno, Lessico famigliare habla también de fascismo y de lucha antifascista, de guerra y antisemitismo. En primer plano está el mal humor del padre, los dichos de la madre, las vivencias de sus hermanos y amigos. Encuentros, retazos de vidas. Lo anecdótico como contraplano de lo medular: un enfoque desde el otro lado.
La experiencia de entrar en La Storia tiene muchos aspectos en común con la lectura de los grandes clásicos. Pienso ahora en Guerra y paz, con la que comparte la preocupación por la historia y la evolución de los personajes dentro de los vaivenes de la guerra. En la novela de Elsa Morante se hace, sin embargo, una lectura muy diferente de la historia, donde la épica y el romanticismo están fuera de lugar. Al contrario, la historia (con mayúsculas o no) es vista desde un punto de vista crítico, político, aunque desde una aproximación afectiva, a través de los personajes. Porque la historia (esa que se suele escribir con mayúsculas, ahora sí) prescinde de estas vidas minúsculas, las pisotea con indiferencia. En el momento de su publicación (1974), la novela, editada por voluntad de la autora en ediciones baratas, tascabili (de bolsillo), fue muy leída y debatida, precisamente porque provocaba en el lector esa revuelta contra una lectura de la historia despojada de todo sentido de justicia y humanidad.
“Questi ultimi anni”, ragionò con voce opaca, ridacchiando, “sono stati la peggiore oscenità di tutta la Storia. La Storia, si capisce, è tutta un’oscenità fino dal principio, però anni osceni come questi non ce n’erano mai stati”. (p. 584)
Con todo, siendo La Storia una novela densamente dramática y, en su momento, duramente crítica con la idea de historia hasta entonces dominante, contiene una variedad de registros que permiten también el humor, el retrato social, la proyección imaginaria, la exposición ideológica (la historia no como una simple dialéctica al modo marxista, sino como una complejidad que incluye lo trágico), etcétera. Y, conteniendo todo esto, consigue además emocionar por su capacidad para empatizar con los personajes que crea. Ahí está Ida, esa maestra envejecida y siempre temerosa; y el inocente y precoz Useppe; o Nino, bribón y chulesco, capaz sin embargo de una ternura inolvidable con su hermano Useppe (“Che me lo dài, un bacetto, a’ Usè?”), todos ellos personajes inolvidables. Como también lo son Davide Segre, judío anarquista que acaba por entregarse a la adicción a la morfina, e incluso la perra Bella. Tanto como los personajes, tiene gran fuerza la relación que se establece entre ellos, con el polo centrado siempre en Useppe. La Storia logra lo más difícil: que, a pesar de ser una novela profundamente triste, marcada por la muerte, se mantenga un tono profundamente vitalista.
La novela es, por otra parte, un retrato muy rico de la Roma durante la guerra y la posguerra. En ella están algunos de sus barrios populares, como San Lorenzo, el Ghetto judío, Testaccio, Porta Portese, y arrabales de la periferia romana como Pietralata, el Tevere más allá de Via Ostiense y San Paolo… Lugares en el tiempo de la ocupación nazi, de la liberación y la dura posguerra. Pero está además muy presente la lengua romana en muchos de los personajes, y sobre todo en Nino, Ninnarieddu (“Annamo, viè’!”).
La Storia conforma un viaje fascinante en la historia y el espacio de esta ciudad increíble. A ratos intensa, tierna, triste, y a ratos llena de humor y vida. Es cierto que permanece anclada a una determinada forma de narrar que un lector actual no suele digerir con facilidad: me refiero particularmente a las prolíficas descripciones de personajes secundarios, antepasados, etc. Todas ellas cobran sentido a la hora de componer el cuadro general que se propuso Elsa Morante, y por tanto no tendría sentido reprochárselo, si bien algunos de esos pasajes pueden resultar algo tediosos. Toda gran novela clásica los tiene, y La Storia lo es, sin duda alguna.
A pocos se les escapa que la novela, desde hace tiempo, no se limita a las obras de ficción. La literatura del yo, la crónica novelada, la non fiction y otras novelas no siempre clasificables que parten de la ausencia de ficción como base narrativa son cosa vieja. Existe un terreno fronterizo, donde la memoria juega con la invención, donde la honestidad es otra cosa, que no se limita necesariamente a la narración fidedigna de hechos pasados (¿no es eso una impostura, una pretensión acaso imposible desde el terreno de la literatura?), ni siquiera a su recepción sentimental. Memoria creada, antes que recreada, selección de lo narrado y lo silenciado: otra forma de invención. La novela lo permite (casi) todo e, independientemente de su profundidad o altura, son novelas, y basta. Lessico famigliare de Natalia Ginzburg es uno de los ejemplos más claros, ya clásico. Y es, además, de forma consciente o no para muchos autores (mujeres u hombres) que han venido después, uno de los libros referenciales a la hora de construir su obra.
Lessico famigliare narra aspectos de la vida familiar de la autora desde su infancia en tiempos del fascismo hasta los años cincuenta, en que se mudó a Roma con su segundo marido. Inmediatamente entramos en un mundo cargado de anécdotas familiares, pequeñas historias, frases recurrentes que marcan la historia de los padres de Natalia Ginzburg y de sus hermanos. También forman esa compañía familiar los amigos, algunos de ellos bien conocidos, como Cesare Pavese, Adriano Olivetti o Vittorio Foa, y su primer marido, Leone Ginzburg. Así la escritora logra lo que parece uno de sus propósitos: no hablar de forma concreta o directa de sí misma, sino de quienes la rodean (y, en todo caso, de sí misma a través de ellos). Y lo hace mediante un discurso distanciado, entre la ironía y la mirada adolescente.
Lo que en un principio resulta más sorprendente en Lessico famigliare es el aparente distanciamiento respecto al centro de la narración: una familia antifascista y judía en una época dominada por la intolerancia y, sobre todo desde la presencia nazi en Italia, por el antisemitismo exterminador. No hay una aproximación dramática, ni siquiera se hace patente una perspectiva temporal e histórica de los acontecimientos. Pronto nos damos cuenta de hasta qué grado es deliberado ese ángulo, cómo pretende en todo momento no caer ni en el testimonio ni en el patetismo. Ni siquiera al referirse a la pérdida de su marido, Leone Ginzburg, muerto en prisión en 1944 a causa de las torturas a que le sometieron sus carceleros nazis. Muy lejos está la experiencia de Primo Levi, que imposibilita ese distanciamiento, iniciada con Se questo è un uomo (novela que fue rechazada por Einaudi en su primera edición, a pesar de contar con la acogida favorable de la propia Natalia Ginzburg, frente al parecer contrario de Cesare Pavese). Lo que sí hay en Lessico famigliare es cierta nostalgia de un pasado perdido y de un modo de vivir que ya no podrá repetirse. Su mirada sobre esa familia judía es íntima y afectiva, no cargada de peso identitario o tradicional, y está marcada por la cadencia humorística, despojada de toda solemnidad y desgarro.
La Storia y Lessico famigliare, por tanto, son ambas novelas producto de dos autoras que vivieron la misma época en el mismo país, ambas desde el rechazo al fascismo: dos novelas ambientadas en el tiempo de la dictadura, guerra y posguerra en Italia, en las que la presencia del mundo judío es importante. El prisma narrativo, el tono, los propósitos son bien diversos. En La Storia, novela de ficción, prevalece un discurso ideológico y una finalidad múltiple, en la que no está ausente lo pedagógico. Predomina el dramatismo, la proximidad afectiva hacia los personajes, aunque tampoco está exenta de humor. Mientras, en la novela de Natalia Ginzburg, donde no hay ficción alguna, la memoria no se pone al servicio de la historia, sino de su elusión consciente. Y sin embargo, sin afrontarlo directamente, sin narrarlo, como quien gira en torno, Lessico famigliare habla también de fascismo y de lucha antifascista, de guerra y antisemitismo. En primer plano está el mal humor del padre, los dichos de la madre, las vivencias de sus hermanos y amigos. Encuentros, retazos de vidas. Lo anecdótico como contraplano de lo medular: un enfoque desde el otro lado.
jueves, 26 de febrero de 2015
una tarde de novillos
Hay tardes en que uno se siente tan pequeño. Y además está ese gusano (vacío, tristeza, no sé) que bulle adentro y nos empuja a salir, a ponernos en movimiento. Caminar hasta el Tevere, y allí seguir la trayectoria cruzada de grajos y gaviotas sobre el agua. De regreso a casa, el gusano dormido, buscar el libro que necesito y releer viejos subrayados. Y encontrarme allí, pensar que eso fue escrito para mí. Aprender algo de mi vida:
“Paseas, y los rostros de la gente te muestran las mil figuras posibles de la repetición – los miras como de niño mirabas a los adultos, a distancia. Hay quien anda por las calles con su sombra, otro acompaña a un perro imaginario mucho más presente que cualquiera de los perros reales, está el que lleva un caballo de la brida, y también el que va con un chimpancé de la mano – hay adolescentes que andan como en zancos, y ancianos que caminan casi de rodillas. Los tímidos siempre acarrean dos cubos llenos de lluvia, los prepotentes conducen una cuadriga ilusoria tirada por cuatro yeguas blancas, y los fatuos airean una pandereta. Pero el que pasea no tiene nada que ver con los adultos. Esos tipos nunca serán tu gente. El que pasea siempre pasea con un niño de la mano: es siempre el niño imposible que fuimos quien pasea con nosotros – un niño que ha decidido aprender algo de su vida y, mientras en la escuela se ofician los funerales por el día de mañana, él se regala una tarde de novillos.”
De una relectura de Miguel Morey, Deseo de ser piel roja, Anagrama, 1994, p. 121.
miércoles, 11 de febrero de 2015
tocar es un vuelo
© Choi Xoo Ang
Tocar es un vuelo. Da alas. Con alas manos planear sobre el vello, sobre la piel erizada.
El vuelo no es en el cielo, es en el cuerpo.
Estremecimiento adentro.
martes, 3 de febrero de 2015
Danilo Kis, sobre el “espacio entre” y el control de los sueños
“Pero en este momento de éxtasis de mis fantasías más brillantes existe un descanso, el divino entr’acte, a medio camino entre la nada y el brotar de la vida. Este instante demiúrgico, lleno de la más explosiva fertilidad, como antes de una erección, es el lugar en el que se cruzan los círculos de la nada y el arco iris de la vida, es el instante infinitesimal en el que unas cosas acaban y otras empiezan, es el silencio fecundo que reina sobre el mundo antes de que los pájaros lo dispersen con sus picos y los ungulados y las fieras lo pisoteen, es el silencio postdiluviano que los menudos incisivos de la hierba aún no han roído ni los vientos han perforado con sus trombones. Es aquel silencio único, irrepetible, el apogeo de su historia, la cima de su propia fertilidad, de la que ha de nacer el ruido del mundo”
(Danilo Kis, Jardín, ceniza, en el volumen Circo familiar, Acantilado, 2007, p. 179).
“(…) orgulloso de haber conseguido vencer mis pesadillas con mi propia voluntad, trataba de dar vueltas de un lado para otro antes de quedarme dormido, de modo que el sueño me sorprendiera del lado izquierdo, el que alberga al corazón, fuente de mis pesadillas, pero en el último momento, cuando el sueño empezaba a apoderarse de mí y ya no cabía duda de su llegada, hacía un último esfuerzo de conciencia y de voluntad y me volvía del lado derecho, en el que sólo soñaba cosas bonitas: iba en la bicicleta del tío Otto y echaba a volar por encima del río describiendo un gran arco… La conciencia de poder controlar mis sueños, incluso de poder encauzarlos con mis lecturas nocturnas o con mis pensamientos, provocó la explosión de mis más turbios instintos. El hecho de vivir, en definitiva, dos vidas (y ahí no cabía literatura alguna: mi edad no me permitía derrochar la pureza de mis sueños ni de mis mundos), una en la realidad y otra en el sueño, me provocaba una alegría excepcional y, sin duda, pecaminosa” (idem pp. 281-282).
martes, 13 de enero de 2015
Dientes blancos, de Zadie Smith
Dientes blancos, 2000
Zadie Smith (1975)
Salamandra, 2001, 525 p.
Traducción de Ana María de la Fuente
Esta es la primera novela que leo de Zadie Smith, y la primera que publicó la autora, con apenas veinticuatro años. Hija de padre inglés y madre jamaicana, Zadie Smith sabe lo que es vivir en un barrio multicultural de Londres, y se percibe en estas páginas. Supone ya un mérito en sí mismo que una joven que aún no había alcanzado el cuarto de siglo realizara una proeza narrativa del alcance de Dientes blancos, libro que trajo ya el reconocimiento a Zadie Smith. Pero el propio libro, al margen de la edad de la autora, es ya sobresaliente por muchos factores. Quizá lo más interesante en el plano temático es su visión del multiculturalismo, despojado de toda idealización, pero capaz de valorizar también la riqueza y complejidad de los mundos que conviven y que crean nuevas realidades todavía poco conocidas por muchos lectores. Lo sorprendente y valioso, además, es que se lleve a cabo desde una óptica claramente humorística, libre, ajena a toda solemnidad o dramatismo, sin caer por ello en la frivolidad. Da gusto comprobar cómo a los veintipocos años esta escritora, inteligencia aparte, estaba ya dotada de una madurez creadora que ya quisieran algunos novelistas cincuentones sobrevalorados por el mercado y por cierta crítica mainstream.
En Dientes blancos coinciden dos generaciones de familias con ascendencia bengalí (y musulmana), jamaicana e inglesa. Por tanto, se desarrollan con brillantez también temas como el conflicto generacional de las familias inmigrantes, los modos de vida, las creencias religiosas y el ateísmo, el viejo dilema entre integración o vuelta a las raíces, etc. Aquí se expresa en la relación de Samad Iqbal con su amigo Archie Jones o su mujer Alsana, en la de Archie con la jamaicana Clara (y en la de Clara con su madre, Hortense, fanática testigo de Jehová). Frente a ellos (sí, frente) está la generación siguiente, Irie (hija de Archie y Clara) y los gemelos Magid y Millat Iqbal. Estos últimos adoptarán dos opciones opuestas: la asimilación total y el integrismo islámico más radical. Una opción que tiene que ver más con la apariencia y la actitud, con la toma de postura frente a la realidad, que con una creencia real. No lo es desde luego en Millat, cuya trayectoria previa como “duro” de barrio no termina de diluirse del todo en el fanatismo de los GEVNI, el grupo fundamentalista en que se integra.
Algunos personajes (principalmente Samad Iqbal), así como otros aspectos de la novela, me han recordado a la película Oriente es oriente –Damien O’Donell, 1999–, donde, salvando las distancias, se conjuga igualmente el tema del multiculturalismo y el conflicto entre generaciones de inmigrantes, y se hace también desde el humor. Digo salvando las distancias, que son muchas. Y no sólo por las propias entre el lenguaje audiovisual y el del texto literario. Lo que hace Zadie Smith sólo puede hacerse en una novela, que lo permite todo. La trama se ramifica y contiene saltos temporales, historias insertadas, multitud de acontecimientos, etc., que se suceden de forma hábil y que mantienen el interés sin altibajos. Con todo, Dientes blancos no es sólo sumamente rica en situaciones y temas, en conflictos dramáticos que pueden (si se sabe hacer) ser magistralmente tratados desde lo humorístico y lo paródico. Lo es también en ideas: novela filosófica y ética en muchos sentidos, sin por ello caer en el recurrido y recurrente flujo de referencias culturetas, y alejada igualmente de moralismos y, como decía al principio, idealizaciones, sin rehuir el conflicto consustancial a toda relación humana, mayor aún cuando la aumenta la diversidad (y complejidad) cultural.
Una novela excelente, por tanto, de fácil lectura (lo cual es un mérito siempre que el peso recaiga en las ideas, en las emociones o en una acción hábil), crítica, y muy divertida. Quince años después de su publicación, sigue siendo perfectamente representativa de ámbitos de nuestro tiempo y de nuestras sociedades. Un mundo –guste o no, multicultural– a menudo ignorado (cuando no menospreciado o manipulado) no sólo por la literatura más comercial, sino también por cierta literatura pretendidamente posmoderna.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
la Roma de Gaya
ROMA
Así vio Ramón Gaya la Mole Adriana reflejada en el Tevere.
"Cuando se trazan esas cuatro letras sobre un papel, apenas si tenemos algo más que añadir, ya que por sí solas parecen expresar la ciudad completa, y al pronunciar la palabra que forman nos encontramos con un cuerpo redondo, blando y firme como una piedra de río, como un canto rodado, limado. Sus dos sílabas parecen los senos duros de una mujer feroz, antigua capitana, tierna, maternal. Porque Roma no es nada femenina, pero sí es, en cambio, terriblemente hembra, es decir, rotunda, absoluta, fuerte. Tiene una fuerza blanda, un poderío blando, como lo tiene la mujer, o la miel virgen, o la cúpula, o el arco de un puente, o la copa de un pino. Apenas entramos en Roma nos damos cuenta de que lo redondo, la perfección limitada de lo redondo, es su clave. La basteza, la insolencia, la plebeyez del barroco debió sentirse aquí muy a gusto, porque lo romano tiene majestad, la gordura de la majestad, pero no tiene delgadez, la delgadez de lo aristocrático. Roma parece un gran trono majestuoso, pero levantado a la intemperie, es decir, parece un trono campesino. Por eso el verano –la estación plebeya– se afinca en Roma con ese abandono vívido, con esa propiedad, con ese derecho. ¿Me atreveré a decir que el poderoso y tiránico atractivo de Roma consiste, acaso, en su falta de espíritu? Roma halaga en nosotros toda nuestra terrenalidad, disculpa nuestra terrenalidad. Lo más elevado que puede suceder en Roma es el lirismo, pero el lirismo, ya se sabe, únicamente viene a ser una complacencia, un encharcamiento de lo espiritual; al lirismo le falta salida, respiración, salvación, elevación, trascendencia; el lirismo es la materia que queda, lo que queda de un hermoso incendio. Roma es, en efecto, eterna, pero no como es eterno el espíritu, sino como es eterna la tierra, como es eterno el suelo firme, nuestro suelo, el suelo de la vida."
Esto escribió Ramón Gaya en su Cuaderno de viaje por Italia (1953), contenido en Obra completa (Pre-Textos, 2010). En ese breve texto, como una aguada que bosqueja lo esencial en un puñado de trazos, se sintetiza esta ciudad que tanto admiraba el pintor y escritor. Roma es carnal, oronda, eternamente terrenal.
martes, 2 de diciembre de 2014
Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy
Fleur Jaeggy (1940)
Adelphi, 2005, 108 p.
Llego a Fleur Jaeggy como quien se apea en una estación para mí desconocida y descubre que tras el edificio se abre un nuevo paisaje, un horizonte fresco del que apenas tenía noticia. Cuando preguntas por Jaeggy aquí en Italia, quienes no la han leído pero están familiarizados con la literatura contemporánea se refieren a ella como “la mujer de Roberto Calasso”, escritor, ensayista y editor de Adelphi, de quien sólo he leído Las bodas de Cadmo y Harmonía, que me gustó. Qué absurda esa atribución, y qué importa, más allá de la constatación de que bajo un mismo techo (suponiendo que vivan juntos) conviven dos formas de ver la literatura muy diferentes, la de Calasso más ensayística, por una parte, y más apegada a la literatura clásica y mitológica; la de Jaeggy más oculta, extraña y luminosa. Y, para mí, mucho más interesante (al menos de momento).
Aún no me resulta sencillo decidir cuándo afronto a un autor italiano (o autora italiana) en su lengua o en la traducción española. Con Gadda, por ejemplo, de momento lo dejo en manos de Masoliver, con mis reservas (¿por qué traducir la expresión pasticciaccio brutto –algo así como feo enredo, lío espantoso, pero también crimen o delito, qué sé yo– con una palabra semánticamente tan limitada como ‘zafarrancho’, por ejemplo?). Pero me pasa incluso con autores recientes, como Giorgio Vasta (por cierto, qué gran novela El tiempo material) que he empezado a leer en italiano, pero cuya exhuberancia lingüística me obliga a recurrir a la traducción para poder disfrutar de la lectura. Con Fleur Jaeggy, como con Pasolini, Sciascia o Natalia Ginzburg, mal que bien, me he atrevido directamente con el original. Y ha valido la pena.
Jaeggy, nacida suiza y educada en lengua alemana, adoptó pronto el italiano como lengua nativa. Aunque publica desde 1968, I beati anni del castigo (traducido por Juana Bignozzi como Los hermosos años del castigo, Tusquets) es la novela que le dio relevancia. Novela tan breve (apenas cien páginas) como intensa y rica. Su prosa, aparentemente sencilla, parece fruto de una labor minuciosa de talla y pulido, como una escultura a la que se le ha ido sustrayendo lo superfluo hasta alcanzar la forma acerada que se buscaba. De hecho, tiene algo de físico, de material. Si se lee en voz alta (y es una gozada leer a Fleur Jaeggy en italiano en voz alta, pero supongo que también las traducciones lo permiten) se percibe el dominio del ritmo, la sonoridad de las palabras elegidas. Qué difícil es alcanzar eso.
En I beati anni del castigo se parte de la propia experiencia vivida, pues Fleur Jaeggy también fue alumna interna en un colegio femenino de élite en los Alpes suizos, como el personaje narrador. Los “nichos de la memoria”, metáfora que utiliza Jaegger a lo largo de libro, llevan a la narradora a los años del Bausler Institut, en el Appenzell. No es ficción sobre el personaje de sí misma, sino creación a partir de la experiencia. Y esa experiencia es la de la vida en una comunidad cerrada, pero también la del descubrimiento de la sensualidad, la amistad y el deseo entremezclados, la obediencia y la demencia.
Seguiré con Fleur Jaeggy, y seguiré con Proleterka.
miércoles, 12 de noviembre de 2014
enclaustrado
“La solitude est
toujours accompagnée de folie. Je le sais. On ne voit pas la folie. Quelquefois
seulement on la pressent. Je ne crois pas qu’il puisse en être autrement. Quand
on sort tout de soi, tout un livre, on est forcément dans l’état particulier d’une
certaine solitude qu’on ne peut partager avec personne. On ne peut rien faire
partager. On doit lire seule le livre qu’on a écrit, cloîtré dans le libre”.
Marguerite Duras, Écrire (Gallimard, 1993).
(La soledad siempre está acompañada de
locura. Lo sé. La locura no se ve. A veces sólo se la presiente. No creo que
pueda ser de otro modo. Cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, se
está por fuerza en el estado particular de cierta soledad que no se puede
compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada. Uno debe leer solo el
libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro.)
lunes, 13 de octubre de 2014
Los hemisferios, de Mario Cuenca
Los hemisferios
Mario Cuenca Sandoval (1975)
Seix Barral, 2014, 536 p.
Hacía días que quería escribir algo sobre esta novela, que acabé de leer a principios de septiembre. La acabé, de hecho, en el asilo nido (guardería) donde mi hijo menor hacía el inserimento (periodo de adaptación), sentado frente a un grupo de madres de otros niños recién llegados. En ocasiones sentía miradas de soslayo, un silencio de extrañamiento ante este padre que, con el simple movimiento de apertura de las cubiertas de un libro, dejaba de ser alguien comunicativo e implicado en la crianza de su hijo para transformarse en un devorador de palabras silencioso y esquivo. Ese libro es este libro: Los hemisferios, la tercera novela de Mario Cuenca. Imagino que la imagen de la cubierta chocaría a algunas de esas madres: ese beso de dos mujeres idénticas contrasta con la candidez predominante en el espacio que compartimos mientras acompañábamos a nuestros hijos en su primer contacto con la institución educativa (sí: las escuelas, hospitales, prisiones, ya sabemos, ahí un primer atisbo de Foucault, algunas de cuyas ideas están presentes en la novela).
Los hemisferios es hipnótica y compleja, se entra en ella como quien atraviesa bajo un arco para ingresar en ese estado de implicación que logran las novelas abiertas a la multiplicidad de interpretaciones. Desde el mismo inicio entré con sorpresa y esa avidez de leer que despiertan pocos libros. Novela doble, múltiple. Doble en su estructura: dos “novelas” sucesivas, compuestas por noventa fragmentos cada una, primero “La novela de Gabriel” y a continuación “La novela de María Levi”, entre las que se establecen numerosas conexiones: y aquí es donde entra la multiplicidad, en el fértil juego de reflejos distorsionados, repeticiones levemente alteradas en personajes y acontecimientos, sustituciones, versiones; pero también en la riqueza de ideas y referencias.
En el comienzo, lo que leemos pertenece a un plano de realidad segundo: texto dentro del texto, un narrador nos cuenta, próximo al punto de vista de Gabriel, el accidente de coche en que éste viaja con su amigo francés Hubert Mairet-Levi, la muerte de la Primera Mujer y lo que desencadena: el origen en la desaparición. Lo que viene después transcurre sobre todo en una ciudad llamada Panam’ (que es París, en la novela que escribe Gabriel) y en Barcelona (que, como otras ciudades, se cita con las siglas de su aeropuerto, BCN), hasta el espejo en que el narrador se desdobla y comienza a dirigirse a Gabriel en segunda persona. Memoria y e imaginación, anacronismos y negación del tiempo presente:
“Y qué sucede cuando se diluye la frontera entre la realidad percibida y la realidad recordada. Has vivido prisionero de la memoria, en una resistencia absoluta a lo novedoso, una enfermiza voluntad de transitar una y otra vez el mismo circuito, las mismas realidades, sólo lo conocido o lo que se asemeja a lo conocido. Tal vez la locura consista en ese ensimismamiento, esa resistencia a aprehender la novedad, la apreciación de todo objeto, de toda persona y de todo suceso como un ritornello, el desprecio de cuanto no puede hacerse girar en el carrusel de la conciencia.” (p. 234)
La idea de regreso de la desconocida muerta en el accidente (reencarnación alterada en la figura de Carmen) se vincula pronto a la película Vértigo de Hitchcock (“De entre los muertos” se tituló de forma bien descriptiva en España).
La segunda parte está narrada en un estado de limbo por la propia María Levi, versión o desdoble del cienasta Hubert Mairet-Levi en una mujer lesbiana que viaja de París a Islandia. La narración de la búsqueda del volcán islandés se alterna con el recuerdo de su adolescencia y juventud punk entre París y Barcelona. Es aquí donde se suceden los reflejos, y de nuevo la repetición de la presencia de esa Primera Mujer, las sustituciones. Las semejanzas, sin embargo, no implican un cambio en el punto de vista sobre la misma historia: aunque el motivo sea el mismo y se invoquen situaciones, personajes y detalles de la primera parte, lo narrado entra en un terreno menos sólido, en ocasiones próximo a lo onírico, sobre todo en la parte de Islandia. En la narración del pasado, lo punk se funde con un peculiar vampirismo. Pero estos supuestos vampiros de Mario Cuenca tienen algo en común con los de la última película de Jim Jarmush: en ningún momento inspiran temor o hilaridad, la avidez de estos vampiros es más propia de un romanticismo underground. Los personajes, principalmente María Levi, como Hubert y Carmen en la primera parte, parecen inmersos en una performance personal, intervienen sobre su propio cuerpo mediante tatuajes, piercing, mediante la autolesión que, en última instancia, se vincula con ese vampirismo sin colmillos (Aurora).
La naturalidad con que la narración se convierte en ideas y éstas en pensamiento filosófico es sorprendente. Porque no se llega a ideas de Foucault, de Deleuze y a pensamientos o aspectos de otras filosofías (y aquí yo incluso veo aspectos de teoría queer), sino que las ideas brotan de la propia narración, parece inevitable que surjan, sea de forma más o menos explícita. Por otra parte, si las dos grandes referencias cinematográficas de Los hemisferios son la citada Vértigo y (en la segunda parte, aunque con menos presencia) Ordet (“La palabra”) de Dreyer –hay fotogramas de ambas espigados a lo largo de la novela–, las referencias literarias están bien presentes. Destacan los numerosos vínculos que establece con Rayuela de Cortázar, y ahí también está una forma de ver París. Un ejemplo entre muchos podría ser la Berthe Trépat cortazariana, transmutada aquí en Edith Trépat, que no es ya aquella pésima pianista que tocaba sus piezas en un teatro, sino una performer que trabaja, entre otras cosas, con la automutilación y el masoquismo verbal.
La lectura de Los hemisferios, un mes después, todavía me ronda la cabeza. Me dejo muchas cosas, exigirían una atención que, por desgracia, no puedo prestarle. No es fácil despertar el deseo de leer, de descubrir e interpretar personalmente (acertadamente o no, qué importa) cuanto sugiere, con el disfrute intelectual y literario. Porque, aunque sea al final, hay que decirlo: la prosa de Mario Cuenca es hábil y rica, capaz de conciliar con idéntico vigor placer y desasosiego.
Mario Cuenca Sandoval (1975)
Seix Barral, 2014, 536 p.
Hacía días que quería escribir algo sobre esta novela, que acabé de leer a principios de septiembre. La acabé, de hecho, en el asilo nido (guardería) donde mi hijo menor hacía el inserimento (periodo de adaptación), sentado frente a un grupo de madres de otros niños recién llegados. En ocasiones sentía miradas de soslayo, un silencio de extrañamiento ante este padre que, con el simple movimiento de apertura de las cubiertas de un libro, dejaba de ser alguien comunicativo e implicado en la crianza de su hijo para transformarse en un devorador de palabras silencioso y esquivo. Ese libro es este libro: Los hemisferios, la tercera novela de Mario Cuenca. Imagino que la imagen de la cubierta chocaría a algunas de esas madres: ese beso de dos mujeres idénticas contrasta con la candidez predominante en el espacio que compartimos mientras acompañábamos a nuestros hijos en su primer contacto con la institución educativa (sí: las escuelas, hospitales, prisiones, ya sabemos, ahí un primer atisbo de Foucault, algunas de cuyas ideas están presentes en la novela).
Los hemisferios es hipnótica y compleja, se entra en ella como quien atraviesa bajo un arco para ingresar en ese estado de implicación que logran las novelas abiertas a la multiplicidad de interpretaciones. Desde el mismo inicio entré con sorpresa y esa avidez de leer que despiertan pocos libros. Novela doble, múltiple. Doble en su estructura: dos “novelas” sucesivas, compuestas por noventa fragmentos cada una, primero “La novela de Gabriel” y a continuación “La novela de María Levi”, entre las que se establecen numerosas conexiones: y aquí es donde entra la multiplicidad, en el fértil juego de reflejos distorsionados, repeticiones levemente alteradas en personajes y acontecimientos, sustituciones, versiones; pero también en la riqueza de ideas y referencias.
En el comienzo, lo que leemos pertenece a un plano de realidad segundo: texto dentro del texto, un narrador nos cuenta, próximo al punto de vista de Gabriel, el accidente de coche en que éste viaja con su amigo francés Hubert Mairet-Levi, la muerte de la Primera Mujer y lo que desencadena: el origen en la desaparición. Lo que viene después transcurre sobre todo en una ciudad llamada Panam’ (que es París, en la novela que escribe Gabriel) y en Barcelona (que, como otras ciudades, se cita con las siglas de su aeropuerto, BCN), hasta el espejo en que el narrador se desdobla y comienza a dirigirse a Gabriel en segunda persona. Memoria y e imaginación, anacronismos y negación del tiempo presente:
“Y qué sucede cuando se diluye la frontera entre la realidad percibida y la realidad recordada. Has vivido prisionero de la memoria, en una resistencia absoluta a lo novedoso, una enfermiza voluntad de transitar una y otra vez el mismo circuito, las mismas realidades, sólo lo conocido o lo que se asemeja a lo conocido. Tal vez la locura consista en ese ensimismamiento, esa resistencia a aprehender la novedad, la apreciación de todo objeto, de toda persona y de todo suceso como un ritornello, el desprecio de cuanto no puede hacerse girar en el carrusel de la conciencia.” (p. 234)
La idea de regreso de la desconocida muerta en el accidente (reencarnación alterada en la figura de Carmen) se vincula pronto a la película Vértigo de Hitchcock (“De entre los muertos” se tituló de forma bien descriptiva en España).
La segunda parte está narrada en un estado de limbo por la propia María Levi, versión o desdoble del cienasta Hubert Mairet-Levi en una mujer lesbiana que viaja de París a Islandia. La narración de la búsqueda del volcán islandés se alterna con el recuerdo de su adolescencia y juventud punk entre París y Barcelona. Es aquí donde se suceden los reflejos, y de nuevo la repetición de la presencia de esa Primera Mujer, las sustituciones. Las semejanzas, sin embargo, no implican un cambio en el punto de vista sobre la misma historia: aunque el motivo sea el mismo y se invoquen situaciones, personajes y detalles de la primera parte, lo narrado entra en un terreno menos sólido, en ocasiones próximo a lo onírico, sobre todo en la parte de Islandia. En la narración del pasado, lo punk se funde con un peculiar vampirismo. Pero estos supuestos vampiros de Mario Cuenca tienen algo en común con los de la última película de Jim Jarmush: en ningún momento inspiran temor o hilaridad, la avidez de estos vampiros es más propia de un romanticismo underground. Los personajes, principalmente María Levi, como Hubert y Carmen en la primera parte, parecen inmersos en una performance personal, intervienen sobre su propio cuerpo mediante tatuajes, piercing, mediante la autolesión que, en última instancia, se vincula con ese vampirismo sin colmillos (Aurora).
La naturalidad con que la narración se convierte en ideas y éstas en pensamiento filosófico es sorprendente. Porque no se llega a ideas de Foucault, de Deleuze y a pensamientos o aspectos de otras filosofías (y aquí yo incluso veo aspectos de teoría queer), sino que las ideas brotan de la propia narración, parece inevitable que surjan, sea de forma más o menos explícita. Por otra parte, si las dos grandes referencias cinematográficas de Los hemisferios son la citada Vértigo y (en la segunda parte, aunque con menos presencia) Ordet (“La palabra”) de Dreyer –hay fotogramas de ambas espigados a lo largo de la novela–, las referencias literarias están bien presentes. Destacan los numerosos vínculos que establece con Rayuela de Cortázar, y ahí también está una forma de ver París. Un ejemplo entre muchos podría ser la Berthe Trépat cortazariana, transmutada aquí en Edith Trépat, que no es ya aquella pésima pianista que tocaba sus piezas en un teatro, sino una performer que trabaja, entre otras cosas, con la automutilación y el masoquismo verbal.
La lectura de Los hemisferios, un mes después, todavía me ronda la cabeza. Me dejo muchas cosas, exigirían una atención que, por desgracia, no puedo prestarle. No es fácil despertar el deseo de leer, de descubrir e interpretar personalmente (acertadamente o no, qué importa) cuanto sugiere, con el disfrute intelectual y literario. Porque, aunque sea al final, hay que decirlo: la prosa de Mario Cuenca es hábil y rica, capaz de conciliar con idéntico vigor placer y desasosiego.
jueves, 2 de octubre de 2014
belleza y fuga y estallido y risa
En la relectura romana de La muerte de Virgilio de Hermann Broch, encuentro estos subrayados (turolenses) de hace catorce años. No ha cambiado nada, y han cambiado tantas cosas, pero el sentido permanece:
"(...) el juego en sí,
el juego que el hombre juega con su propio símbolo y así,
simbolizando –lo único posible– escapar a la angustia de la soledad,
el bello engaño de sí mismo repetido de nuevo y de nuevo,
la fuga hacia la belleza, el juego de la fuga" (p. 121)
"(....) porque del espacio de su más profunda presciencia, en que se había sostenido, le había fluido una última comprensión y con la rapidez del rayo reconoció que el estallido de la belleza es simplemente desnudo reír, y la risa el reventón predestinado de la belleza de los mundos; que la risa acompaña a la belleza desde el comienzo y en ella habita para siempre. (...) risa adversaria de la belleza universal, risa, desesperado sucedáneo de la confianza perdida en el conocimiento, risa como fin que corta la fuga hacia la belleza, el fin del juego interrumpido de la belleza" (p. 125)
Hermann Broch, La muerte de Virgilio, Alianza Literaria, 2000.
"(...) el juego en sí,
el juego que el hombre juega con su propio símbolo y así,
simbolizando –lo único posible– escapar a la angustia de la soledad,
el bello engaño de sí mismo repetido de nuevo y de nuevo,
la fuga hacia la belleza, el juego de la fuga" (p. 121)
"(....) porque del espacio de su más profunda presciencia, en que se había sostenido, le había fluido una última comprensión y con la rapidez del rayo reconoció que el estallido de la belleza es simplemente desnudo reír, y la risa el reventón predestinado de la belleza de los mundos; que la risa acompaña a la belleza desde el comienzo y en ella habita para siempre. (...) risa adversaria de la belleza universal, risa, desesperado sucedáneo de la confianza perdida en el conocimiento, risa como fin que corta la fuga hacia la belleza, el fin del juego interrumpido de la belleza" (p. 125)
Hermann Broch, La muerte de Virgilio, Alianza Literaria, 2000.
miércoles, 24 de septiembre de 2014
puente
Un largo silencio a veces es necesario antes de volver a tocar. Pero antes de hacerlo frente a un público dispuesto a la escucha, buscar un puente, un Williamsburg Bridge metafórico, y tratar de encontrar ese sonido que sólo puede ser tuyo.
miércoles, 3 de septiembre de 2014
La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera
La fête de l’insignifiance, 2013
Milan Kundera (1929)
Gallimard (NFR), 2014, 144 p.
Qué extraña sensación me ha dejado esta lectura, mezcla de decepción y alegría. Milan Kundera, a quien leí con admiración hace años, se ha convertido en una de esas referencias que uno rara vez revisita, pero que difícilmente olvida por el placer que proporcionaron sus lecturas. Esta, su última novela después de catorce años sin publicar ficción (y que publica en español Tusquets), está más emparentada con El libro de la risa y el olvido que con La insoportable levedad del ser o esa gran novela que es La inmortalidad. El humor, no sólo como recurso, sino como necesidad vital, está aquí presente, y, como a menudo en su obra, aparece confrontado con el pesimismo y con presencia de la muerte y la vejez. La conciencia de la proximidad del fin parece haber llevado a Kundera a buscar de nuevo la risa, el juego. Y en esta novela hay reflexión, hay anécdotas divertidas, voluntad de juego y de trasgresión.
El libro se lee de una sentada. Su principal finalidad parece evidente: valorar esa insignificancia que rodea nuestra existencia y que, como dice Ramon, constituye su misma esencia: “Elle est avec nous partout et toujours”. Y no basta con saber reconocerla: es preciso aprender a amarla, pues es la clave del buen humor, sin el cual la vida no tiene sentido. Podríamos añadir que el juego de Kundera consiste en hablar de esa insignificancia con una novela que en apariencia tiene voluntad de ser insignificante. No me lo parece. Desde luego, no lo es por las ideas, aunque sí es cierto que me ha sorprendido su escasa corporeidad, su exceso de levedad (soportable, con todo) en contraste con otras de sus novelas. Aquí está mi decepción: las ideas están apenas esbozadas, queda la sensación de cierta rapidez o pereza, algo que no sé describir. También los personajes merecerían haber sido desarrollados más a fondo, creo.
Cuando un autor llega a una edad y un reconocimiento semejantes al de Milan Kundera, las posibilidades de desarrollo de una obra prácticamente cerrada siguen siendo múltiples. Desde mantener sus preocupaciones, estilo y vigor literario, hasta romper la baraja y tratar de hacer algo completamente diferente (esto, reconozcámoslo, es casi insólito). También la de llevar el juego a su última expresión: divertirse, reírse y provocar la diversión en el lector, pero también reírse de uno mismo, de la supuesta importancia atribuida. Reconocer, en fin, la propia insignificancia.
Milan Kundera (1929)
Gallimard (NFR), 2014, 144 p.
Qué extraña sensación me ha dejado esta lectura, mezcla de decepción y alegría. Milan Kundera, a quien leí con admiración hace años, se ha convertido en una de esas referencias que uno rara vez revisita, pero que difícilmente olvida por el placer que proporcionaron sus lecturas. Esta, su última novela después de catorce años sin publicar ficción (y que publica en español Tusquets), está más emparentada con El libro de la risa y el olvido que con La insoportable levedad del ser o esa gran novela que es La inmortalidad. El humor, no sólo como recurso, sino como necesidad vital, está aquí presente, y, como a menudo en su obra, aparece confrontado con el pesimismo y con presencia de la muerte y la vejez. La conciencia de la proximidad del fin parece haber llevado a Kundera a buscar de nuevo la risa, el juego. Y en esta novela hay reflexión, hay anécdotas divertidas, voluntad de juego y de trasgresión.
El libro se lee de una sentada. Su principal finalidad parece evidente: valorar esa insignificancia que rodea nuestra existencia y que, como dice Ramon, constituye su misma esencia: “Elle est avec nous partout et toujours”. Y no basta con saber reconocerla: es preciso aprender a amarla, pues es la clave del buen humor, sin el cual la vida no tiene sentido. Podríamos añadir que el juego de Kundera consiste en hablar de esa insignificancia con una novela que en apariencia tiene voluntad de ser insignificante. No me lo parece. Desde luego, no lo es por las ideas, aunque sí es cierto que me ha sorprendido su escasa corporeidad, su exceso de levedad (soportable, con todo) en contraste con otras de sus novelas. Aquí está mi decepción: las ideas están apenas esbozadas, queda la sensación de cierta rapidez o pereza, algo que no sé describir. También los personajes merecerían haber sido desarrollados más a fondo, creo.
Cuando un autor llega a una edad y un reconocimiento semejantes al de Milan Kundera, las posibilidades de desarrollo de una obra prácticamente cerrada siguen siendo múltiples. Desde mantener sus preocupaciones, estilo y vigor literario, hasta romper la baraja y tratar de hacer algo completamente diferente (esto, reconozcámoslo, es casi insólito). También la de llevar el juego a su última expresión: divertirse, reírse y provocar la diversión en el lector, pero también reírse de uno mismo, de la supuesta importancia atribuida. Reconocer, en fin, la propia insignificancia.
martes, 22 de julio de 2014
otra vez en Sète, festival Voix Vives
Me gustaban más las conchas que encontraba otros veranos en la larga playa de Sète. Otros veranos escuché mejores poemas en el festival Voix Vives. Este año encuentro sólo piezas sueltas, fragmentos pulidos, frases al vuelo. De lo que he podido ver y oír hasta ahora, me quedo con Rodolfo Häsler (cubano-español), Hugo Mujica (argentino), Tugrul Keskin (turco), Max Alhau (francés), y como otros años también Salah Stétié (libanés). Aún queda más de la mitad, y lo frecuento menos que otros años. Todavía no he visto a ningún español. Las músicas improvisadas en la calle, sin embargo, me están dando más alegrías. Será que me cuesta más prestar atención a las palabras. Sí: seré yo.
Edito la entrada ya el último día de mi paso por Sète (25 de julio). Confirmo que las músicas me han gustado más que la mayor parte de los poemas escuchados. Sin embargo, ha sido muy interesante haber conocido a Manuel Vilas, invitado entre los poetas españoles, así como a la también escritora Ana Merino. Haber vivido doce años en Zaragoza y conocer a Manuel Vilas en Sète es algo que sólo me pasa a mí. De Vilas sólo había leído dos novelas (España y Los inmortales) y poemas sueltos. Aparte de los encuentros, breves pero agradables, me ha gustado escuchar esa poesía que juega con el humor y la irreverencia, una mirada irónica sobre la realidad que a menudo se despoja conscientemente de toda belleza formal, con el contrapunto de otros poemas que sí la buscan, como el retrato de su padre. Entre la diversidad de poéticas y sensibilidades en un festival internacional que abarca todo el Mediterráneo más algunos países latinoamericanos, su poesía ha sorprendido al público francés.
jueves, 10 de julio de 2014
la escalera del 72 de la rue Mouffetard
© Albert Monier, 1952. Escalier 72 rue Mouffetard, Paris
Espera. Una hora, la eternidad. Por fin escucha: tacón contra madera, ella baja despacio. No: se detiene; sabe que él está abajo esperando, y quiere jugar. La sombra de ella, arriba, sobre el desconchado blanco de la pared. Quieta. Podría verla de frente si subiera apenas una docena de escalones. Pero tampoco se mueve. Silencio. Trata de imaginar su expresión. ¿Desprecio?, ¿deseo? Puede que ambas cosas. Entonces el piano. Viene de un piso alto, un adagio de sonata. Vacilante. La sombra en la escalera mengua, se ajusta a la altura del desconchado blanco, como si quisiera encajar en él. Se ha sentado. Arriba una mano yerra una nota y se detiene. De nuevo silencio. La sombra encerrada en lo blanco se contrae. Parece que llora o gime. Un instante después el piano irrumpe de nuevo y ya no puede oírla. Ese no poder oírla: ahogo. Tiene que subir. Ahora sube, los zapatos sucios de barro a pesar de la indicación del quinto escalón. Hasta ese cuerpo que proyecta la sombra. Sentada en el rellano, ella lo mira, la cara congestionada por la risa. Una risa que no emite vocales, sólo un arrastre como de hiena asmática. Luego dice algo que él no acaba de entender, entrecortado por ese arrastre traqueal. Algo como: pero qué manos de mierda. Arrodillado frente a ella, él suplica: Déjame subir contigo. Ella lo mira, ya seria. Asiente. La sigue escaleras arriba. El piano suena todavía. Entre las manos, él prepara el alambre.
miércoles, 18 de junio de 2014
La experiencia dramática, de Sergio Chejfec
La experiencia dramática
Sergio Chejfec (1956)
Candaya, 2013, 171 p.
La experiencia dramática requiere de cierta disposición. Existe un instante previo obligado en el que la experiencia está lista para producirse, pero cuyo desarrollo se ignora. En general, sólo después de haber pasado por ella, a veces mucho después, es posible señalarla como experiencia dramática y reconstruir el momento previo, el que ha servido de antesala o escenario –hasta entonces toda la historia es una línea insegura de puntos–. (p. 71)
Leída hace un año o menos (en los tiempos de la desconexión por mudanza), me he vuelto a sumergir en esta novela. Releo subrayados, en busca de materiales para la reflexión. Aquí me limito a reproducir las notas de mi primera lectura, ojalá dispusiera de tiempo para más.
En La experiencia dramática ocurren realmente pocas cosas. O no. Digámoslo mejor: ocurren muchas cosas, pero no en el plano de la acción narrativa –lo que los personajes hacen–, sino en el de la reflexión sobre el discurso y la acción –lo que hablan, piensan e incluso callan–. Lo ha dicho el propio autor: no le interesan cómo ocurren las cosas, sino cómo se describen. Los dos personajes centrales son Rose y Félix. Ella es una actriz que apenas ha salido de la ciudad (innominada), y que frecuenta un curso de teatro en el que cada participante debe relatar una “experiencia dramática”. Félix, por el contrario, es extranjero (el narrador, en tercera persona, casi siempre se acerca a su punto de vista). Ambos se encuentran periódicamente en cafeterías, dan largos paseos por la ciudad, y hablan. Esa reflexión entra en un rizo a lo Bernhard, y ese dinamismo que no desprecia el entorno recuerda a Sebald (y a Handke, aunque a este lo he leído menos).
La relación que une a Rose y a Félix (éste último próximo al autor, como él extranjero en una ciudad que podría ser Caracas o Nueva York, donde Chejfec ha vivido) es de una amistad cómplice, muy intelectual, y sin embargo, aunque se percibe el deseo de Félix hacia ella, irrumpe el erotismo cuando visitan el barrio de los galpones (zona industrial), quizá la parte más interesante de la novela. Hablan, pero también intercambian silencios: está la intención de decir, y el miedo al equívoco o una interpretación distorsionada. Los huecos, ruidos e imperfecciones de la comunicación. En el discurso del narrador y en el pensamiento de Félix cobran especial importancia aspectos como la realidad y su representación (los mapas digitales y el especio de la ciudad: Félix); el pasado, contradictorio y escurridizo; la existencia como ficción o representación, y el desconocimiento de nuestros semejantes (Rose):
Vive rodeada de gentes de las que no sabe casi nada. Naturalmente no se refiere a los nombres de quienes frecuenta ni a la información común que naturalmente posee de cada quien, cosas que no le preocupan demasiado porque las conoce; sencillamente no cree en esa confianza blindada, como si nada amenazara el significado de aquello que hacen, con que los demás asumen la propia vida y los hechos vinculados a ella. (...) Las personas están entregadas a una ficción discontinua, piensa, o a una opacidad perpetua, y casi nada es capaz de apartarlas de esos círculos (p. 153)
La experiencia dramática es una novela que exige complicidad. Escrita con maestría, la prosa de Chejfec es depurada y fina, conscientemente despojada de musicalidad a favor de la argumentación. En mi caso, ese discurso de la tentativa, de la duda, me seduce, me arrastra y me produce un extraño placer.
Sergio Chejfec (1956)
Candaya, 2013, 171 p.
La experiencia dramática requiere de cierta disposición. Existe un instante previo obligado en el que la experiencia está lista para producirse, pero cuyo desarrollo se ignora. En general, sólo después de haber pasado por ella, a veces mucho después, es posible señalarla como experiencia dramática y reconstruir el momento previo, el que ha servido de antesala o escenario –hasta entonces toda la historia es una línea insegura de puntos–. (p. 71)
Leída hace un año o menos (en los tiempos de la desconexión por mudanza), me he vuelto a sumergir en esta novela. Releo subrayados, en busca de materiales para la reflexión. Aquí me limito a reproducir las notas de mi primera lectura, ojalá dispusiera de tiempo para más.
En La experiencia dramática ocurren realmente pocas cosas. O no. Digámoslo mejor: ocurren muchas cosas, pero no en el plano de la acción narrativa –lo que los personajes hacen–, sino en el de la reflexión sobre el discurso y la acción –lo que hablan, piensan e incluso callan–. Lo ha dicho el propio autor: no le interesan cómo ocurren las cosas, sino cómo se describen. Los dos personajes centrales son Rose y Félix. Ella es una actriz que apenas ha salido de la ciudad (innominada), y que frecuenta un curso de teatro en el que cada participante debe relatar una “experiencia dramática”. Félix, por el contrario, es extranjero (el narrador, en tercera persona, casi siempre se acerca a su punto de vista). Ambos se encuentran periódicamente en cafeterías, dan largos paseos por la ciudad, y hablan. Esa reflexión entra en un rizo a lo Bernhard, y ese dinamismo que no desprecia el entorno recuerda a Sebald (y a Handke, aunque a este lo he leído menos).
La relación que une a Rose y a Félix (éste último próximo al autor, como él extranjero en una ciudad que podría ser Caracas o Nueva York, donde Chejfec ha vivido) es de una amistad cómplice, muy intelectual, y sin embargo, aunque se percibe el deseo de Félix hacia ella, irrumpe el erotismo cuando visitan el barrio de los galpones (zona industrial), quizá la parte más interesante de la novela. Hablan, pero también intercambian silencios: está la intención de decir, y el miedo al equívoco o una interpretación distorsionada. Los huecos, ruidos e imperfecciones de la comunicación. En el discurso del narrador y en el pensamiento de Félix cobran especial importancia aspectos como la realidad y su representación (los mapas digitales y el especio de la ciudad: Félix); el pasado, contradictorio y escurridizo; la existencia como ficción o representación, y el desconocimiento de nuestros semejantes (Rose):
Vive rodeada de gentes de las que no sabe casi nada. Naturalmente no se refiere a los nombres de quienes frecuenta ni a la información común que naturalmente posee de cada quien, cosas que no le preocupan demasiado porque las conoce; sencillamente no cree en esa confianza blindada, como si nada amenazara el significado de aquello que hacen, con que los demás asumen la propia vida y los hechos vinculados a ella. (...) Las personas están entregadas a una ficción discontinua, piensa, o a una opacidad perpetua, y casi nada es capaz de apartarlas de esos círculos (p. 153)
La experiencia dramática es una novela que exige complicidad. Escrita con maestría, la prosa de Chejfec es depurada y fina, conscientemente despojada de musicalidad a favor de la argumentación. En mi caso, ese discurso de la tentativa, de la duda, me seduce, me arrastra y me produce un extraño placer.
viernes, 13 de junio de 2014
El sermón sobre la caída de Roma, de Jérôme Ferrari
Le Sermon sur la chute de Rome
Jérôme Ferrari (1968)
Actes Sud, 2012, 206 p.
Leer El sermón sobre la caída de Roma en Roma, sabiendo bien que no encontraría esta Roma en sus páginas, sino un pueblo perdido de Córcega (y una alegoría realista). Leerla en el parque de Villa Sciarra con las interrupciones previsibles (un rato de columpio, otro de pelota, varios de no pasa nada Mario, no te quitan el camión, se lo prestas un rato, ahí tienes un carrito con muñeco, etcétera) y la confusión del cambio de lenguas: francés en la novela, español con mi hijo menor, italiano con los demás padres, abuelos y niños. Y acabar de leerla en un rato de soledad en una cafetería de este barrio de Monteverde Vecchio, el triunfo de la barbarie en la ficción, mientras a mi lado empezaban a pasar adolescentes sucias de barro y espuma de afeitar, decenas, cientos de adolescentes de ambos sexos que chillaban y se empujaban e invadían todo el espacio visual, físico, sonoro y aun olfativo, y que –lo comprobé a la mañana siguiente– habían dejado hecho un desastre el parque de Villa Sciarra para celebrar el fin de curso: los visigodos de Alaric que dejaban impasible a San Agustín habían salido de la novela y del tiempo en esta Roma.
Sí, también quería decir algo de esta ficción de Jérôme Ferrari: En Le Sermon sur la chute de Rome, Matthieu y su amigo Libero, cómplices y a un tiempo diferentes entre sí, abandonan sus estudios de filosofía y París para hacerse con las riendas del ruinoso bar del pueblo corso en el que pasaron sus veranos juntos. Sus experiencias como regentadores de ese jardín de las delicias serán diversas e incluso contradictorias, por un lado la idealización y por otro la necesidad de un orden –autoritario, finalmente– frente al caos. El bar, en un principio lugar de armonía y jovialidad, acaba degenerando en un antro de farra, donde campan las más bajas pasiones. Es el tema central de la novela, la corrupción moral (de ahí la alegoría del sermón agustiniano). La novela no se limita a los dos protagonistas: están también Aurélie, hermana de Matthieu, su matrimonio en falso y su relación con Massinisa en Argelia; y sobre todo Marcel, abuelo de Matthieu, que en gran medida concentra las mejores páginas de la novela. Y no es fácil, porque es una narración muy rica en matices y en ideas, ambiciosa –¿demasiado?– en cuanto a lo que quiere narrar. Matthieu y Marcel funcionan como un reflejo distorsionado el uno del otro: el primero un ser inmaduro e influenciable, cargado de afectividad; el segundo un ser hosco que, sin embargo, también sueña.
Mi experiencia ha sido sobre todo de un reencuentro con la lecura en francés, que tenía abandonada desde hacía un año, y ha sido todo un placer: Jérôme Ferrari construye largas frases que fluyen y se vierten, arrastrándote en su viaje. Me he sentido un poco fuera de toda esta alegoría a partir del pensamiento agustiniano, y aunque la intención moralista puede discutirse, pervive un discurso sobre la degeneración moral de nuestro tiempo, equiparable a la supuesta degeneración en la Roma del siglo V que fue arrasada por los bárbaros (como lo fue igualmente la Hipona donde vivía San Agustín). Va más allá, por supuesto, y es profundamente escéptica y pesimista. Lo que no me ha gustado es precisamente que ese patrón de pensamiento sea San Agustín, aunque no sea asumido ni reivindicado por el autor, incluso aunque se proyecte una imagen humana –contradictoria, por tanto– del filósofo cristiano. Pero El sermón sobre la caída de Roma es una gran novela de cualquier forma: los personajes (principales y secundarios), ese microcosmos idílico que se derrumba por el desengaño, y sobre todo la prosa de Jerôme Ferrari hacen que valga la pena.
Hay edición española: El sermón sobre la caída de Roma, traducción de Joan Riambau, Literatura Random House, 2013.
Jérôme Ferrari (1968)
Actes Sud, 2012, 206 p.
Leer El sermón sobre la caída de Roma en Roma, sabiendo bien que no encontraría esta Roma en sus páginas, sino un pueblo perdido de Córcega (y una alegoría realista). Leerla en el parque de Villa Sciarra con las interrupciones previsibles (un rato de columpio, otro de pelota, varios de no pasa nada Mario, no te quitan el camión, se lo prestas un rato, ahí tienes un carrito con muñeco, etcétera) y la confusión del cambio de lenguas: francés en la novela, español con mi hijo menor, italiano con los demás padres, abuelos y niños. Y acabar de leerla en un rato de soledad en una cafetería de este barrio de Monteverde Vecchio, el triunfo de la barbarie en la ficción, mientras a mi lado empezaban a pasar adolescentes sucias de barro y espuma de afeitar, decenas, cientos de adolescentes de ambos sexos que chillaban y se empujaban e invadían todo el espacio visual, físico, sonoro y aun olfativo, y que –lo comprobé a la mañana siguiente– habían dejado hecho un desastre el parque de Villa Sciarra para celebrar el fin de curso: los visigodos de Alaric que dejaban impasible a San Agustín habían salido de la novela y del tiempo en esta Roma.
Sí, también quería decir algo de esta ficción de Jérôme Ferrari: En Le Sermon sur la chute de Rome, Matthieu y su amigo Libero, cómplices y a un tiempo diferentes entre sí, abandonan sus estudios de filosofía y París para hacerse con las riendas del ruinoso bar del pueblo corso en el que pasaron sus veranos juntos. Sus experiencias como regentadores de ese jardín de las delicias serán diversas e incluso contradictorias, por un lado la idealización y por otro la necesidad de un orden –autoritario, finalmente– frente al caos. El bar, en un principio lugar de armonía y jovialidad, acaba degenerando en un antro de farra, donde campan las más bajas pasiones. Es el tema central de la novela, la corrupción moral (de ahí la alegoría del sermón agustiniano). La novela no se limita a los dos protagonistas: están también Aurélie, hermana de Matthieu, su matrimonio en falso y su relación con Massinisa en Argelia; y sobre todo Marcel, abuelo de Matthieu, que en gran medida concentra las mejores páginas de la novela. Y no es fácil, porque es una narración muy rica en matices y en ideas, ambiciosa –¿demasiado?– en cuanto a lo que quiere narrar. Matthieu y Marcel funcionan como un reflejo distorsionado el uno del otro: el primero un ser inmaduro e influenciable, cargado de afectividad; el segundo un ser hosco que, sin embargo, también sueña.
Mi experiencia ha sido sobre todo de un reencuentro con la lecura en francés, que tenía abandonada desde hacía un año, y ha sido todo un placer: Jérôme Ferrari construye largas frases que fluyen y se vierten, arrastrándote en su viaje. Me he sentido un poco fuera de toda esta alegoría a partir del pensamiento agustiniano, y aunque la intención moralista puede discutirse, pervive un discurso sobre la degeneración moral de nuestro tiempo, equiparable a la supuesta degeneración en la Roma del siglo V que fue arrasada por los bárbaros (como lo fue igualmente la Hipona donde vivía San Agustín). Va más allá, por supuesto, y es profundamente escéptica y pesimista. Lo que no me ha gustado es precisamente que ese patrón de pensamiento sea San Agustín, aunque no sea asumido ni reivindicado por el autor, incluso aunque se proyecte una imagen humana –contradictoria, por tanto– del filósofo cristiano. Pero El sermón sobre la caída de Roma es una gran novela de cualquier forma: los personajes (principales y secundarios), ese microcosmos idílico que se derrumba por el desengaño, y sobre todo la prosa de Jerôme Ferrari hacen que valga la pena.
Hay edición española: El sermón sobre la caída de Roma, traducción de Joan Riambau, Literatura Random House, 2013.
viernes, 23 de mayo de 2014
Io e te, de Niccolò Ammaniti
Io e te
Niccolò Ammaniti (1966)
Einaudi, 2010, 116 p.
Resulta interesante jugar con esto de los gustos, leer, por ejemplo, a autores que uno en un principio no leería, porque muchas veces nos movemos impelidos por prejuicios o por un olfato que no siempre acierta, del mismo modo que otras veces buscamos afanosamente un libro del que nos han hablado muy bien y, en contra de lo previsto, se nos cae de las manos desde el principio. Con los años me estoy volviendo más flexible y abierto a otras lecturas, aunque me suele gustar más si lo descubro yo. Con Ammaniti me ha pasado. Es cierto que no me estimula su prosa sencilla, a pesar de haberla leído en italiano, y me molestan ciertas concesiones, pero es como quien bebe siempre vino tinto y a veces, por qué no, pues me ponga una buena caña para variar. Y esa caña fresca qué bien sabe. Me ha gustado Io non ho paura (2000), y puede que más aún este brevísimo Io e te (2010), traducidos en España para Anagrama como No tengo miedo y Tú y yo por Juan Manuel Salmerón. Sí, claro, habría que preguntarse si pensaría lo mismo de haber leído ambas novelas en español, porque pasa también con el cine: siempre se disfruta más en VOS y hasta disculpamos aspectos que nos disgustan...
Esta novelita, que ha llevado al cine Bernardo Bertolucci, se lee en una sentada: por lo breve y porque atrapa esa historia de un puñado de días en la vida de un adolescente romano que se esconde y encuentra lo que no buscaba, el salto a la vida, la empatía hacia los demás. Lorenzo, el protagonista de Io e te, vive en una Roma burguesa con unos padres que lo quieren y no le niegan nada, y a quienes les gustaría que su hijo fuese un chico “normal”, que se relacionase con los demás, etcétera. Pero para Lorenzo los otros son una agresión, y ese ambiente entre festivo y agresivo de las relaciones entre adolescentes lo espanta. Para cubrirse, para escapar, inventa una mentira y se esconde. Pero Lorenzo no consigue encontrar la soledad y el aislamiento que cree necesitar, sino todo lo contrario: irrumpe Olivia, una medio hermana que apenas conoce, y su entrada lo obliga a actuar de otro modo. No hay que contar más, vale. La fuerza de la historia no está en el lenguaje o las imágenes que crea, cierto, sino en los personajes, creíbles y muy vivos (sobre todo Lorenzo) y en los hábiles diálogos, que consiguen aguantar el peso de la novela. Es una historia muy cinematográfica. No he visto la película de Bertolucci, no sé qué sesgo propio le habrá dado. Imagino que habrá más protagonismo de la ciudad: en la novela Roma está al principio, la parte cercana a Villa Borghese y levemente el Centro Storico; luego es lo de afuera. En Io e te, claro, hay algunas cosas que no me gustan tanto: elementos que son concesiones para la satisfacción de un lector poco exigente. Ma non gli tolgono la grazia a questa birra fresca.
Niccolò Ammaniti (1966)
Einaudi, 2010, 116 p.
Resulta interesante jugar con esto de los gustos, leer, por ejemplo, a autores que uno en un principio no leería, porque muchas veces nos movemos impelidos por prejuicios o por un olfato que no siempre acierta, del mismo modo que otras veces buscamos afanosamente un libro del que nos han hablado muy bien y, en contra de lo previsto, se nos cae de las manos desde el principio. Con los años me estoy volviendo más flexible y abierto a otras lecturas, aunque me suele gustar más si lo descubro yo. Con Ammaniti me ha pasado. Es cierto que no me estimula su prosa sencilla, a pesar de haberla leído en italiano, y me molestan ciertas concesiones, pero es como quien bebe siempre vino tinto y a veces, por qué no, pues me ponga una buena caña para variar. Y esa caña fresca qué bien sabe. Me ha gustado Io non ho paura (2000), y puede que más aún este brevísimo Io e te (2010), traducidos en España para Anagrama como No tengo miedo y Tú y yo por Juan Manuel Salmerón. Sí, claro, habría que preguntarse si pensaría lo mismo de haber leído ambas novelas en español, porque pasa también con el cine: siempre se disfruta más en VOS y hasta disculpamos aspectos que nos disgustan...
Esta novelita, que ha llevado al cine Bernardo Bertolucci, se lee en una sentada: por lo breve y porque atrapa esa historia de un puñado de días en la vida de un adolescente romano que se esconde y encuentra lo que no buscaba, el salto a la vida, la empatía hacia los demás. Lorenzo, el protagonista de Io e te, vive en una Roma burguesa con unos padres que lo quieren y no le niegan nada, y a quienes les gustaría que su hijo fuese un chico “normal”, que se relacionase con los demás, etcétera. Pero para Lorenzo los otros son una agresión, y ese ambiente entre festivo y agresivo de las relaciones entre adolescentes lo espanta. Para cubrirse, para escapar, inventa una mentira y se esconde. Pero Lorenzo no consigue encontrar la soledad y el aislamiento que cree necesitar, sino todo lo contrario: irrumpe Olivia, una medio hermana que apenas conoce, y su entrada lo obliga a actuar de otro modo. No hay que contar más, vale. La fuerza de la historia no está en el lenguaje o las imágenes que crea, cierto, sino en los personajes, creíbles y muy vivos (sobre todo Lorenzo) y en los hábiles diálogos, que consiguen aguantar el peso de la novela. Es una historia muy cinematográfica. No he visto la película de Bertolucci, no sé qué sesgo propio le habrá dado. Imagino que habrá más protagonismo de la ciudad: en la novela Roma está al principio, la parte cercana a Villa Borghese y levemente el Centro Storico; luego es lo de afuera. En Io e te, claro, hay algunas cosas que no me gustan tanto: elementos que son concesiones para la satisfacción de un lector poco exigente. Ma non gli tolgono la grazia a questa birra fresca.
lunes, 12 de mayo de 2014
estar solo se compone de varias partes
"–Ayer estaba en Ammán, sentado en un teatro romano, y experimenté una sensación peculiar. No sé si seré capaz de describirla, pero creo que percibí la soledad más como una acumulación de cosas que como una ausencia de ellas. Estar solo se compone de varias partes. Sentí que yo mismo me componía de una serie de cosas sin nombre. Me resultaba un concepto nuevo. Claro está que había estado viajando, moviéndome de un sitio a otro. Era el primer momento tranquilo que disfrutaba. Quizá no era más que eso. Pero sentí que estaba siendo ensamblado. Estaba solo y era, sencillamente, yo mismo."
Don DeLillo, Los nombres, traducción de Gian Castelli Gair, Seix Barral, 2011 (1982).
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